Logró que  mucha gente que no era del palo lo acompañara en momentos festivos y en circunstancias oscurísimas. Raúl Alfonsín recogió, en un momento crucial de nuestra historia, las mejores y las más débiles tradiciones de los políticos argentinos.

Descendiente de un gallego republicano, orador brillante de entonaciones bonitamente anacrónicas por sus reminiscencias gauchescas, fue un caudillo político que supo recoger parte de lo mejor de las tradiciones políticas argentinas y unas cuantas no tan buenas. Intentó implementar un proyecto con rasgos socialdemócratas y krausistas en un país que salía del espanto y el Medioevo. Se atrevió a llevar adelante el juicio a las Juntas Militares en condiciones durísimas, enfrentando no sólo a las Fuerzas Armadas sino a la Iglesia, a las corporaciones mediáticas y a todos los que habían apoyado la dictadura más cruel que padeció la Argentina. Terminó cediendo al poder de fuego de las derechas imponiendo las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Renovó y oxigenó la cultura política y terminó impulsando el Pacto de Olivos, una suerte de reparto de poderes entre –en palabras de Ricardo Balbín– “viejos adversarios”.

Que quede claro: no apuesto a la idea de algún opaco empate histórico. Mucho menos a la de un Alfonsín anulado por sus contradicciones. No, me quedo con el mejor Alfonsín posible. Por el mejor Alfonsín posible nos movilizamos unos cuantos sin ser ni de lejos radicales, acaso “todo lo contrario”. Lo hicimos yendo a curiosear las manifestaciones radicales del 83, participando de la asunción de gobierno, festejando los Cien Días de la Democracia. Fuimos a apoyarlo en las difíciles cuando el Felices Pascuas y cuando la economía de guerra.

¿Nos dejó pagando? Sí. Aún así, me quedo con el mejor Alfonsín posible.

Me quedo –en tiempos de arrasar al otro hasta eliminarlo– con  un Alfonsín con el que tuve broncas pero también afecto y respeto. Me quedo con el potente puñado de paralelismos entre el gobierno de Alfonso y el de los Kirchner. Porque algunas de las buenas intenciones de Alfonsín cuentan, aunque fracasara. Porque los mejores gobiernos democráticos que tuvimos fueron los de Alfonsín y el de Néstor Carlos, con todas sus burradas. Porque ambos intentaron reestablecer una mínima idea de un Estado ordenador y reparador de injusticias históricas y sociales. Porque ambos, con sus enormes y diversas macanas, se ganaron la contraofensiva de comunes enemigos despiadados: el status quo representado por la corporación mediática, la Iglesia, las derechas caníbales, la Sociedad Rural, los poderosos, los miserables, los pelotudos que hoy se travisten de civilizados hasta que se les escapa o bien la metáfora de “la patota cultural” o bien el reclamo de pena de muerte. Porque alguna racionalidad le queda a la historia: no pueden ser sólo malentendidos o subjetividades de época los que ayuden a unificar la ofensiva de esos sectores.

Cuando en el viejo Congreso de los 80 el Chacho Jaroslavsky era el gran disciplinador de la tropa radical nadie hablaba de “la escribanía”. Cuando los legisladores radicales votaban “con náuseas”, según dijo alguna vez Freddy Storani, no existía un Cobos a la vez opositor y gobierno. Nadie hablaba de hegemonías, de locuras, de Hitler y Ceacescu, cuando Alfonsín confrontaba y eso sucedía seguido. La derecha no había aprendido a decir “República” cuando a Alfonsín se le reprochaba “no contribuir a la pacificación nacional”. Y cuando un peronismo realista, “enterrando el pasado en sus propias desintegraciones y derrotas ideológicas”, según escribió Nicolás Casullo, diagnosticaba que el problema de Alfonsín fue “pelearse con todos al mismo tiempo”, ése, precisamente ése, fue el comienzo de la destrucción de las utopías democráticas, el mejor triunfo de los cínicos.

 

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