Se cumplen hoy 32 años del levantamiento carapintada encabezado por Aldo Rico. Hace dos años, cuando se cumplían tres décadas, Daniel Cecchini realizó una serie de entrevistas a argentinos que, por aquellos días, se movilizaron en defensa de la democracia. Aquí se recuperan aquellos testimonios. (Foto de portada: Eduardo Longoni).
La frágil democracia recuperada cumplía apenas 1212 días cuando, el 16 de abril de 1987, el fantasma de un nuevo golpe de Estado recorrió como un violento escalofrío el territorio argentino. El gobierno de Raúl Alfonsín ya había impulsado y obtenido del Congreso Nacional la ley de Punto Final, que declaraba prescriptas las causas por delitos de lesa humanidad que no se hubieran iniciado a fines de 1986, pero para los partícipes del plan sistemático de represión ilegal implementado por la dictadura no era suficiente. Y se rebelaron.
La excusa -pudo haber sido cualquier otra- fue la detención del represor con grado de mayor del Ejército Ernesto Barreiro (a) El Nabo, por negarse a declarar ante la Cámara Federal de Córdoba por los delitos de tortura y asesinato de los que estaba acusado. Barreiro fue arrestado y confinado en el Comando de Infantería Aerotransportada 14 del Tercer Cuerpo de Ejército, en Córdoba, pero cuando la policía fue a buscarlo para declarar ante la Justicia, el personal del comando se negó a entregarlo y se acuarteló. La rebelión se extendió por otras unidades militares, entre ellas la de Campo de Mayo, de donde el teniente coronel Aldo Rico emergió como el líder de la sublevación. Las imágenes de los soldados con los rostros embetunados para la guerra recorrieron el país sembrando el temor por el futuro de la incipiente democracia, pero a la vez centenares de miles de argentinos salieron a la calle para defender las instituciones y decir “nunca más” a los golpes militares.
Lo que ocurrió en los tres días siguientes es por todos conocidos: el pueblo permaneció en las calles, el jefe de las “tropas leales”, general Ernesto Alais, demoró todo lo que pudo su avance hacia Campo de Mayo para someter a la jefatura de la sublevación, y el gobierno negoció con los insurrectos. El 19 de abril, desde el balcón de la Casa Rosada, rodeado por dirigentes de su partido y de la oposición, el presidente Raúl Alfonsín dio por terminado el conflicto. “Para evitar derramamientos de sangre di instrucciones a los mandos del Ejército para que no se procediera a la represión. Y hoy podemos dar todos gracias a Dios. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. Le pido al pueblo que ha ingresado a la Plaza de Mayo que vuelva a sus casas a besar a sus hijos y a celebrar las Pascuas en paz en la Argentina”, dijo. Pareció una victoria de la democracia, pero poco después, la votación de llamada ley de Obediencia Debida, que garantizaba la impunidad de la mayoría de los represores, demostró que esa victoria no había sido tal.
Tres décadas después de los hechos -tras la derogación de las leyes de impunidad durante el gobierno de Néstor Kirchner y el consiguiente avance de los juicios en todo el país-, los relatos sobre la Semana Santa de 1987 deberían ser parte de una historia ya superada en una Argentina donde las políticas de Memoria, Verdad y Justicia estuvieran consolidadas para siempre. Sin embargo, la escalada mediática -encabezada por el diario La Nación- contra los juicios por delitos de lesa humanidad y las cárceles de los represores, el negacionismo gubernamental sobre los desaparecidos y la incorporación de conspicuos carapintadas como Juan José Gómez Centurión en la gestión macrista.
Un contexto ni blanco ni negro
“Los alzamientos se dieron en un contexto en el que las Fuerzas Armadas estaban siendo cuestionadas y juzgadas por las masivas violaciones a los derechos humanos, pero hay que recordar que Alfonsín, ya en campaña, había adelantado su proyecto de establecer niveles de responsabilidad, con el fin de enjuiciar a los máximos responsables, no al resto. En ese marco, hubo una negociación del gobierno con los militares, que acordaron entregar a los oficiales y suboficiales que habían sido reconocidos por las víctimas (ellos decían -y dicen- por ‘el enemigo’) y sabían que debían tolerar el avance del juicio a las juntas. La idea era concluir con ese juicio y listo. Pero los jueces, sobre todo los de la Cámara Federal que juzgó a las juntas, fueron más allá de lo que el gobierno de Alfonsín quería y decidieron no sólo juzgar y condenar o absolver a los máximos jerarcas sino encomendar al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a continuar con los rangos inferiores, jefes y subjefes de área. Recordemos también que esos juicios se regían por el código de justicia militar y que sólo ante la ‘desidia de ese consejo’ intervendrían las cámaras federales, que es lo que sucedió. Eso tiene otro costado que pocas veces se recuerda: las víctimas y sus familiares debieron declarar como testigos ante los militares que actuaban en calidad de jueces militares que compartían lo hecho durante la dictadura”, dice el abogado Rodolfo Yanzón, representante de no pocas querellas en los juicios por delitos de lesa humanidad.
La idea de esta nota es que los testimonios y las reflexiones hablen por sí mismos, casi sin la mediación de un cronista. Para hacerlo, el cronista recogió testimonios de aquellos argentinos que salieron a la calle para defender la democracia y a abogados y representantes de organismos defensores de los derechos humanos. Como señala Juan Carnagui, profesor e investigador de Historia Contemporánea de la Universidad Nacional de La Plata: “Las fechas redondas, tan caras a los historiadores, invitan a volver sobre el acontecimiento y sus elementos estructurales. En este caso, los treinta años del levantamiento carapintada de la Semana Santa de 1987 que se avecinan imponen el análisis de la avanzada militar contra el juzgamiento de los crímenes cometidos durante la última dictadura que el gobierno de Raúl Alfonsín había iniciado tempranamente. Pero la conmemoración de la efeméride debe, también, posibilitar la reflexión sobre aquello que perdura de los fenómenos históricos a lo largo del tiempo, eso que continúa resonando en el presente. Así, pues, no deja de llamar poderosamente la atención la pervivencia de espacios, instituciones, actores, prácticas y discursos abiertamente xenófobos, racistas, discriminatorios y antidemocráticos”.
Jueves: el pueblo en la calle
“Fui a la Plaza de Mayo ni bien me enteré del levantamiento. Nadie me convocó. Sentí que era una necesidad ciudadana y, sobre todo, moral. Hacía poco que había terminado la dictadura cívico militar y la sensación era la correcta: había que apoyar al gobierno nacional contra viento y marea. En ese momento sentí que era una intentona de golpe de estado. Y creo que la mayoría de los que íbamos llegando escuchando radios portátiles pensábamos lo mismo. En la plaza supe que todos los que manifestábamos ahí estábamos dispuestos a poner el cuerpo para defender al gobierno constitucional. Poner el cuerpo de todas las formas posibles, incluso para dar batalla. No supe de actitudes “conciliatorias” entre los miles que estaban a mi alrededor. El momento fue de gran tensión emocional y de incertidumbre. Pero también de decisión: no había que permitir que cayera el gobierno”, recuerda Jorge Cueto, que se movilizó desde La Plata apenas supo del levantamiento.
“Ese jueves, fue la televisión la que nos alertó: los rumores ya eran una realidad, afirmaban los rostros graves del noticiero de ATC. Discutimos qué hacer con algunos vecinos. Como nosotros, tenían hijos pequeños y habíamos compartido un intento de cooperativa de consumo, para paliar los efectos de la inflación y los bajos sueldos. Estábamos nerviosos, con bronca. El solo hecho de pensar que podían volver los milicos nos rebelaba. Por la tarde, resolvimos ir a Plaza San Martín e intentar llegar a la concentración llamada en la Plaza del Congreso. Alcanzamos a ver al gobernador Armendáriz, cruzando a pié hacia la Legislatura, rodeado de un numeroso grupo de trabajadores de Astilleros que con preocupación y vehemencia le pedían “queremos micros para defender la democracia, señor gobernador”. En minutos, tomamos un ómnibus, repleto. Caída la tarde, llegamos. La multitud era compacta y abigarrada y no había banderas. Estábamos asombrosamente mezclados, gente de tradiciones políticas distintas, en un abanico que cubría desde los partidos tradicionales hasta la izquierda”, relata Carlos Aprea, otro ciudadano de a pie que se sintió llamado a salir a las calles.
Marta Vedio, hoy abogada de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, también se movilizó ese jueves. “Lo que recuerdo con más claridad de aquel episodio es la sensación de incertidumbre que generó en mí y en mi entorno. El no tener certeza de si la estructura político institucional de ese momento iba a ser capaz de sobrevivir a una asonada militar de esas características. Hoy me indigna ver a protagonistas como Aldo Rico reciclados a través del peronismo en lugar de estar inhabilitados como golpistas que son. En lo personal, aquel alzamiento sedicioso marcó mis primeros tiempos de militancia en el movimiento de derechos humanos”, dice.
Los carapintadas
En los primeros momentos, sin que eso frenara la fuerte y decidida reacción social, hubo interrogantes y desconciertos en cuanto a quiénes eran y qué buscaban los sublevados. “A través de las radios nos enterábamos de lo que sucedía y quiénes eran los protagonistas. En el lugar en que me encontraba no había identificaciones partidarias solo la ideología de sostener al gobierno contra cualquier enemigo que intentara atacarlo. Los que representaban a los partidos políticos y diferentes agrupaciones fueron llegando más tarde. Recuerdo que yendo por Diagonal Norte hacia la Plaza de Mayo, me crucé con el diputado Néstor Vicente (PI y Democracia Cristiana) a quien conocía de la APDH y me dijo que habían convocado a los diputados de todos los partidos y que se dirigía al Congreso por si había alguno remiso a participar. Ya en la Plaza pude ver a artistas, escritores, y diferentes personalidades que iban por lo mismo. Había un ambiente de mancomunidad y fraternidad emocionante”, relata Jorge Cueto.
Para Enrique Arrosagaray, periodista e investigador de la Asociación de Historia Oral de Avellaneda, la filiación y las intenciones de aquellos militares de rostro embetunado fueron aclarándose con el correr de las horas. “Cuando aparecieron los carapintadas pensé si no sería un movimiento similar al GOU, sobre todo por su fuerte perfil nacionalista. Y también por los matices que aparecían en este nacionalismo, como en el de antaño: desde lo facho hasta un sincero amor a la patria, caído, creo, hacia cierto insano chauvinismo. Pero había ahora, por lo menos dos elementos propios: uno, acababa de pasar una dictadura que secuestró, torturó, asesino e hizo desaparecer los cuerpos muertos, por millares. Estos nacionalistas defendían a los genocidas. Y dos, actuaban como golpistas y los argentinos padecimos demasiados golpes. Estas dos características fueron determinantes para que lograran el odio de la mayoría de la población”, dice.
“La visión que uno tiene sobre los carapintadas varía con el paso del tiempo. Al momento de su aparición se los veía como un peligro real contra el sistema democrático. Hoy se los ve como la imagen más patética del Ejército Argentino. Solemos decir que el Ejército que fue a Malvinas no fue el Ejército Sanmartiniano sino el Ejército represor de la última dictadura cívica-eclesiástica-militar del que los carapintadas son fieles tributarios. Los carapintadas fueron eso, una, versión, tal vez, la más mediocre, la más ‘tagarna’, la más ‘bípeda del ejército represor. Muchos de los carapintadas fueron además aquellos que, muy lejos de cumplir con el supremo mandato del honor militar, rindieron sus armas y sus almas sin disparar siquiera un tiro contra el pirata invasor. Hoy podemos decir que fueron una real amenaza a la democracia de entonces, por su cobardía en afrontar las consecuencias de sus actos frente a la justicia, y así, temerosos del avance de los juicios por delitos de lesa humanidad, fueron reincidentes en su cobardía”, los caracteriza el abogado Víctor Hortel.
Domingo: la Plaza, el discurso, la realidad
El repaso del discurso que Raúl Alfonsín dirigió a los manifestantes reunidos en la Plaza el domingo 19 de abril, después de haberse reunido con Aldo Rico en Campo de Mayo, muestra que el presidente jamás dijo las famosas “Felices Pascuas” que se le adjudican desde el recuerdo de aquellos días. Lo que siguió después dejó en claro que tampoco lo eran.
“El domingo había muchas banderas y mucha gente suelta en la Plaza de Mayo, un amplio arco que parecía expresar una misma voluntad y expectativa. Los rumores empezaron a circular tan rápido como las portátiles lo permitían. Alfonsín había decidido ir a Campo de Mayo y una ovación se desató con sus palabras. Nadie nos movería de allí hasta su vuelta y la promesa cumplida de haber asegurado ‘la libertad para nuestros hijos’, como expresó. Los rumores afirmaban que manifestantes rodeaban los cuarteles de los amotinados y que habían ocurrido incidentes de gravedad. Cerca del mediodía, Alfonsín volvió y cuando dijo ‘la casa está en orden’, empezamos a sentir un lento desconcierto que culminó al señalar ‘se trata de algunos hombres, algunos de ellos héroes de las Malvinas’. Hubo unos instantes de vacilación y luego una sensación que no volví a vivir en todos estos años: la implosión de la multitud, un silencio mortal, un golpe seco a la ilusión multitudinaria de sentirnos sujetos políticos significativos, en un día de definiciones. Comenzó la dispersión: aplausos y rechifla, desahogo y frustración. Se acababa la unidad, empezaba el descrédito”, recuerda Carlos Aprea.
“Cerca del mediodía, Alfonsín volvió y cuando dijo ‘la casa está en orden’ empezamos a sentir un lento desconcierto que culminó al señalar ‘se trata de algunos hombres, algunos de ellos héroes de las Malvinas’”
Jorge Cueto tuvo una sensación casi coincidente. “El momento fue de gran tensión emocional y, sinceramente, cuando Alfonsín, rodeado de políticos de varios partidos, dio su mensaje famoso, sentí que la gente volvía a respirar. No puedo dejar de añadir que sentí desilusión porque la solución me pareció tibia, porque negociaron en los mismos cuarteles tomados, porque ya sabíamos que el levantamiento carapintada no tenía apoyo en la enorme mayoría de las bases y agrupaciones militares. Y ningún apoyo de la Fuerza Aérea ni de la Marina. Tuve la sensación de que el presidente no supo apoyarse en el pueblo que lo sostenía masivamente. Yo tenía muy presente que un mes antes habían promulgado la Obediencia Debida. Jamás creí, ni creo, que el levantamiento fue para que la responsabilidad cayera sobre todos los superiores de los oficiales carapintada. Creí que iban por más y todavía lo creo”, dice.
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