En sus campañas en el Congo y en Bolivia, el guerrillero no se desprendió de dos objetos que consideraba como talismanes: un llavero que le había regalado su madre y un pañuelo de gasa que le había dado Aleida, su mujer, por si lo llegaban a herir en un brazo.
Quién no tiene o tuvo un talismán, un amuleto, un ritual, un salvavidas espiritual alguna vez en la vida. No hay como contar con una cábala para sentirse a salvo. No hay nada más tranquilizador que apretar con el puño un objeto al que le atribuimos poderes mágicos. Es como aferrarse a la mano de la madre o del padre cuando uno recién empieza a caminar. Somos tan frágiles los humanos y estamos tan solos que a muchos el simple hecho de creer nos anima.
Gabriel García Márquez confesaba, en una de sus magníficas Notas de Prensa, que ni loco se subía a un avión si su madre no estaba abajo, con los pies firmes en la tierra, rezando durante todo el trayecto para que el aparato no se precipitara de un momento a otro. Los actores también saben bastante de este asunto y cumplen diversos rituales antes de enfrentar al público. Muchos vienen de épocas remotas, como el que ordena “jamás tejerás en escena”. La razón, como la de la mayoría de las cábalas y ritos, proviene del más puro sentido común: las agujas de tejer pueden caer al suelo, rodar y provocar una caída. En consecuencia, son de mala suerte sobre el escenario. Hasta los jugadores de fútbol reconocen tener mil cábalas antes de un partido. Es más, casi todos nosotros desplegamos un rosario de rituales cada vez que juega el seleccionado para que los jugadores encuentren el arco contrario. Nos sentamos en el mismo lugar, comemos con la misma gente, nos ponemos la misma ropa. Casi aceptamos enloquecer para no salirnos de libreto.
Jóvenes y viejos, ricos y pobres, cultos y legos, creyentes y agnósticos tienen una cábala o un amuleto. Sino preguntemos -mirando bien a los ojos- y la respuesta será que algunos usan una cinta roja, otros esconden una pata de conejo y otros atesoran una estampita, una moneda de un viaje a tierras lejanas, un boleto capicúa de hace treinta años, el primer diente de su hijo, un botón de un saco viejo, una flor seca entre las hojas de la agenda, la foto del amado o la amada, un anillo con un significado secreto. Un objeto mágico. Y si todos, o casi todos, para que nadie se ofenda con las generalizaciones, tienen cábalas o amuletos, cómo no iba a tener los suyos un revolucionario como Ernesto ‘Che’ Guevara.
Una piedra y un pañuelo fueron las armas secretas del Che durante la lucha revolucionaria. La piedra pertenecía a un llavero que le había entregado su madre antes de partir rumbo al peligro y el pañuelo se lo había dado su mujer, Aleida March, para que lo lleve siempre entre sus cosas y para que lo abrigue durante el tiempo que iban a estar separados. Ambos objetos lo acompañaron y lo consolaron durante los días difíciles. Así lo cuenta él mismo, en una carta que le escribió a su madre desde el Congo, sin saber –aunque sospechándolo- que estaba muerta. “Solo dos recuerdos pequeños llevé a la lucha; el pañuelo de gasa, de mi mujer, y el llavero con la piedra, de mi madre, muy barato éste, ordinario; la piedra se despegó y la guardé en el bolsillo”, cuenta Ernesto Che Guevara en esas anotaciones que nunca llegaron a su verdadera destinataria, Celia de la Serna, su madre.
Ambos objetos, la piedra y el pañuelo, obraron como talismanes en la vida del Che. Fueron un bastón simbólico y necesario para ponerle el cuerpo a las balas. La piedra lo conectaba con sus orígenes, con su madre, con su infancia, y el pañuelo con su descendencia, su mujer, sus hijos y con ese hogar que necesariamente debía dejar atrás para salir a pelear por sus ideas.
“El pañuelo de gasa; me lo dio ella (Aleida) por si me herían en un brazo, sería un cabestrillo amoroso, la dificultad estaba en usarlo si me partían el carapacho. En realidad había una solución fácil, que me lo pusiera en la cabeza para aguantarme la quijada y me iría con él a la tumba. Leal hasta en la muerte. Si quedaba tendido en un monte o me recogían los otros no habría pañuelito de gasa; me descompondría entre las hierbas o me exhibirían y tal vez saldría en Life con una mirada agónica y desesperada fija en el instante del supremo miedo. Porque se tiene miedo, a qué negarlo”. Así describe el Che, en otro tramo de la carta congoleña, lo que sentía en aquellos días de combate. Es un fragmento escalofriante porque, además, vaticina no sólo su muerte, sino cómo sería retratada sin piedad, un par de años más tarde, por los medios de comunicación de la época. Quién no vio alguna vez aquella foto del Che muerto en Bolivia.
El pañuelo que llevó al Congo y que lo unía a Aleida era negro. El Che ya lo había usado en otras ocasiones como cabestrillo y por eso su mujer se lo dio cuando se separaron. Así lo contó también Aleida March, su viuda, cuarenta años después de esos sucesos, en el libro que escribió sobre los ocho años que vivió con Ernesto, el padre de sus cuatro hijos. Un puñado de cartas, poemas y recuerdos, como un conjunto de retazos íntimos, le sirven a Aleida para compartir la historia de amor que le tocó vivir.
“Una vez que volvía al campamento me encontré con la sorpresa de que (Ernesto) tenía el brazo roto. Se lo había fracturado saltando desde un techo. Le di un pañuelo de seda negro, que siempre llevaba conmigo, para que se amarrase el brazo al cuello. Ese pañuelo se transformó para nosotros en un verdadero talismán y fue recordado en una de las páginas más lindas e intensas del Che en el cuento ‘La Piedra’, escrito años después durante su estadía en el Congo, mientras lideraba el movimiento de liberación de los países del Tercer Mundo, recuerda Aleida en sus memorias. “El pañuelo de seda (…) se convirtió en un lazo amoroso” para ellos y así, un objeto común y silvestre, apenas un pedazo de tela oscura fue en los días difíciles una conexión, un puente entre los amantes.
Muchos, muchísimos años después del asesinato de Guevara, ya en 1997, durante un tributo nacional en honor al Che y a sus compañeros caídos en combate durante la campaña guerrillera en Bolivia y cuando los restos del revolucionario ya reposaban en el Mausoleo de la plaza histórica que lleva su nombre, Aleida March sintió que aún faltaba algo para cerrar esa historia. Y así lo cuenta:
“Esta vez yo no llegaba a mi ciudad natal, Santa Clara, para rememorar la historia vivida en común, sino que me traía el adiós y lo hice con añoranza, en una especie de rito que sentía que le debía. Sé que sorprendí a muchos con la decisión que había tomado y los primeros sorprendidos fueron mis hijos, que no sabían nada de lo que había resuelto hacer y hasta dudaron a que llegara al final.
El motivo de mi resolución era aquel pequeño pañuelo de gasa que le había dado al Che como recuerdo y que guardó hasta nuestro encuentro en Tanzania, donde me lo devolvió. Aquel que en ‘La piedra’ el Che, con la ironía que lo caracterizaba, da fe de lo que representaba para él ese pañuelo.
En esas circunstancias sentía que era una deuda y le pedí a mi hija Aliucha, ya tarde en la noche —cuando se había retirado el pueblo—, que pidiera autorización para abrir el osario. De más está decir que yo no tuve valor para hacerlo, fue mi hija Celia quien lo depositó junto a sus restos para que el guerrero descansara con su pañuelo de gasa: “leal hasta la muerte”».
Todo amor es secreto. Son secretas sus palabras en la penumbra, la alquimia de sus olores, sus rituales cotidianos y, casi siempre, su comienzo y su final. Incluso, el flechazo es siempre un misterio y, a veces, hasta los amantes desconocen las verdaderas razones de una ruptura. Aunque los protagonistas sean personas públicas el estado de enamoramiento es tan íntimo que, en algunas ocasiones, ni siquiera los enamorados alcanzan a compartir entre ellos lo que sienten. O porque uno de los dos ama más que el otro o porque uno de los dos no sabe decirle al otro lo que siente. O porque uno de los dos tiene responsabilidades que lo obligan a poner la relación en un segundo plano. Hay razones del amor que la razón no entiende, dice el refranero popular para justificar las locuras que hacemos cuando nos enamoramos. Mudarnos de ciudad, mentir, callar, llorar, sufrir, reír sin parar, temblar de emoción, soñar despiertos, decir adiós.
Tiempo atrás, Aleida Guervara March, la hija mayor del Che confesó emocionada en una entrevista: “No me siento especial por ser la hija del Che, sino por ser hija de dos personas que se amaban tanto”.