La revolución boliviana de 1952 fue uno de los procesos triunfales de las insurrecciones continentales del siglo XX, del que poco se conoce y mucho menos se discute en nuestro país. Algunos apuntes para mantener fresca la memoria intransigente.
Un argentino de apellido célebre, hijo díscolo de un militar que gobernó de facto en la Década Infame, publicó en el 67 uno de los libros de referencia para cualquiera que desee inmiscuirse en la revolución boliviana de 1952. “Bolivia: la revolución derrotada”. Liborio Justo no tiene ni tuvo tanta prensa como Félix Luna o Felipe Pigna, sin embargo, hizo un trabajo crítico sobre el proceso boliviano que, desde un punto de vista historiográfico, merece atención. Tal vez ese trabajo se conoce poco porque su agudeza no estriba en fundamentos imperialistas, sean de índole yanqui o europea, ni en argumentos oligarcas, propensos a ver toda revolución como algo parecido a una horda de tribales en movimiento salvaje. Liborio tampoco opinaba que el sendero político de las revoluciones latinoamericanas debían ser los nacionalismos ni los populismos.
A decir verdad, la revolución boliviana en sí no es muy conocida ni discutida en nuestras latitudes. Hay algunos compatriotas que creen que el MAS fue el primer gesto de emancipación del pueblo boliviano y que García Linera fue el primer político en dar marco soberano al capitalismo doméstico, llamado por el ex vicepresidente de Evo como “capitalismo andino-amazónico”. Apenas si los programas de estudio de nuestro país incluyen a la revolución cubana, hito continental difícil de ocultar, mientras que las menciones a los casos boliviano, mexicano o nicaragüense, todas revoluciones triunfantes, son inexistentes.
A principios de la década del 40, tras la guerra perdida contra Paraguay y la crisis socio-económica consiguiente, un grupo de intelectuales de familias de buena posición fundó el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). Después de idas y vueltas, que incluyeron conquistas de bancas parlamentarias pero también persecuciones políticas contra sus dirigentes, en el 51 ganó las elecciones presidenciales con la fórmula Víctor Paz Estenssoro y Hernán Siles Zuazo. Por entonces, el candidato presidencial estaba exiliado en Buenos Aires. El establishment de aquellos tiempos impidió que el MNR tomara el poder, acusándolo de comunista, lo que terminó de caldear los ánimos populares y fortaleció la unificación con los dirigentes gremiales y campesinos, principalmente con los miembros de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia.
El 9 de abril de 1952 recrudeció la batalla social en las calles y acabó con la suspensión del MNR como legítimo ganador de los comicios del año anterior. El ingente protagonismo de los mineros y campesinos concluyó en la consagración definitiva de Juan Lechín Oquendo como dirigente sindical “ejemplar”. Lo que Hugo Moyano ahora para el presidente Alberto Fernández, salvo por el detalle que Lechín protagonizó una revolución social para ganarse el epíteto. Paz Estenssoro regresó a Bolivia y tomó el mando, secundado por Siles Zuazo. Las primeras decisiones del MNR fueron efectivamente revolucionarias, aunque con tensiones entre los nacionalistas y aquellos que tenían menos tapujos de asumirse comunistas.
En esos primeros años se universalizó el voto, se proclamó e inició una reforma agraria inconclusa hasta hoy, se puso en funcionamiento un programa de educación para fomentar la conclusión de estudios primarios y para combatir el analfabetismo (que rondaba el 60%). Se fundó la Central Obrera Boliviana (COB), de la que Lechín fue secretario ejecutivo, y se nacionalizaron las minas a través de la Corporación Minera de Bolivia. Además, no es menor destacar, en esos años se disminuyó el ejército, se le quitó presupuesto y se dio de baja a gran parte de los integrantes del cuerpo. En esos tiempos, la seguridad interna quedó en manos de milicias populares y policías aliados al régimen revolucionario del MNR.
El problema fue que, para ejecutar todas esas políticas, Paz Estenssoro propició desbarajustes económicos y alianzas que luego serían carísimas para la historia nacional boliviana: a diferencia de lo ocurrido con la revolución mexicana, la cubana y la nicaragüense, los Estados Unidos apoyaron -por sus propios intereses- los primeros movimientos del MNR, al que encauzaron en la instalación de un capitalismo liberal ordenado, que el buen García Linera llamaría años después “capitalismo andino-amazónico”. La Bolivia del MNR incluso estableció acuerdos con el joven Fondo Monetario Internacional, punto basal de la idea de capitalismo ordenado que pensaban los yanquis para los bolivianos.
Paz Estenssoro fue sucedido en elecciones libres por su vicepresidente, Siles Zuazo, quien debió lidiar con las primeras consecuencias económicas de las decisiones y alianzas entretejidas en el primer mandato del MNR. Lo revolucionario se fue moderando en el gobierno y la COB, por ejemplo, empezó a tomar distancia de las decisiones del Palacio Quemado. El camino de degeneración del movimiento revolucionario y regeneración de un orden social desigual se fue profundizando hasta el final del gobierno del MNR, que tuvo su ocaso en el 64. Para graficarlo, basta con mencionar que a diferencia de lo ocurrido en los primeros años, a principios de los 60 se había reestablecido el presupuesto y dotación del ejército, y se había reglamentado que empresas transnacionales podían explorar y explotar el petróleo boliviano.
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Ciertos intelectuales de la escuela británica de marxistas, entre los que destaca el nombre del historiador Eric Hobsbawn, han definido a las revoluciones como discontinuidades de la historia. Esa definición amplia, que aquí reducimos de modo arbitrario a las revoluciones sociales, nos permite pensar en que esas discontinuidades son las que abren o cierran procesos históricos, períodos construidos a partir de goznes y no de cálculos de calendario. El propio Hobsbawn ha considerado que el siglo XX, de las “catástrofes”, empezó recién con la primera guerra mundial y no cuando el calendario cambió de centuria. Los cortes históricos, entre ellos las revoluciones, son esos goznes que marcan los períodos.
Así, podríamos decir que las cuatro grandes discontinuidades revolucionarias del siglo XX latinoamericano se inauguraron con la gesta mexicana, siguieron con la “Revolución Nacional” boliviana, tuvieron su punto más resonante con el derrocamiento de Fulgencio Batista en Cuba y concluyeron con la revolución nicaragüense, del 79. Nuestra “era de las revoluciones”.
El proceso contra Porfirio Díaz vino sólo después que él hubiera anunciado que no participaría en las elecciones y luego persiguiera a quien se había proclamado candidato a reemplazarlo. Después de la caída y exilio de Díaz, los años siguientes estuvieron signados por diferencias intestinas entre los dirigentes revolucionarios, quienes hicieron sucumbir la revolución en las disputas sobre cómo reordenar la continuidad después de la discontinuidad.
Sobre la revolución cubana sobran palabras. Nada más basta recordar que la entrada en La Habana, después de varios años de guerrilla que fue de la periferia a la capital, acaeció un 1 de enero de 1959. Por si le faltara misticismo a la insurrección de los barbados, la fecha de calendario con la que se estudia esa revolución es prístina, inaugural, fundante. Esa revolución aún hoy no termina de naufragar y, con todos los límites que mostraron sus dirigentes en la transición de continuidad después de la discontinuidad, sembró un camino socialista que enorgullece. Camino que desemboca, entre otras cosas, en contingentes de médicos voluntarios embarcando a Europa para servir en la lucha contra la pandemia Covid-19.
Los combates contra el clan Somoza insumieron décadas, hasta que en el 79 finalmente triunfó el Frente Sandinista de Liberación Nacional, que se había fortalecido desde el año anterior, cuando los guerrilleros habían tomado el Palacio Nacional de Managua. El siglo XX nica, podríamos decir, fue el más corto de los casos citados en este artículo, puesto que se resume a la lucha del pueblo contra los Somoza. Después del triunfo del sandinismo empezó la guerra civil contra los “contras”, auspiciados por la entonces flamante DEA y por la CIA, con orígenes en la segunda guerra mundial, pero que después de la revolución cubana se dedicaba especialmente a cuidar el backyard yanqui. Sin pretender ahondar en ello, es suficiente con mencionar que el pueblo nica parece entrampado en una continuidad histórica de lucha contra dinastías. Por estos días, las y los nicas tienen una refriega brutal contra un nuevo clan, Ortega-Murillo, dos ex líderes del viejo Frente Sandinista de Liberación Nacional. Para más detalles de esa mirada se puede consultar el artículo “Progresismo a la Ortega”.
En el caso boliviano el tema de las continuidades y las discontinuidades se torna de difícil utilidad. Entre la Guerra del Chaco, las marchas a oriente, la revolución del 52 y otros tantos levantamientos y jalones revolucionarios, como las tesis de Pulacayo, la idea de continuidad puede ser reducida a una sucesión ininterrumpida de discontinuidades. De cualquier modo, con la llegada al poder del MNR para posicionar en el gobierno a Paz Estenssoro, podría decirse, se dio el comienzo al siglo XX boliviano. Y fue, además, una demostración más de que las discontinuidades revolucionarias, para volverse continuidades, ameritan no perder la vigilancia revolucionaria que da carácter permanente a esos períodos. Se trató, y todavía se trata, de la manera en que los hechos revolucionarios pueden ser convertidos en procesos revolucionarios.
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