Hace unos años, una nota perdida de una revista empresarial perdida trajo la noticia: Científicos ingleses descubrieron, en una prueba de selección de personal, que los primeros acordes de la sonata para dos pianos en do mayor (K.521) de Mozart eleva el coeficiente intelectual de quien la escucha. Mozart la compuso el 29 de mayo de 1787, después de haberla soñado camino a su casa a la salida de una fiesta, la misma noche en que su padre moría en Salzburgo.
1787 no parece ser un buen año, y Mozart lo sabe. Cambia de casa constantemente –buscando alquileres más bajos– hasta llegar a una en las afueras de Viena. La vista no es de las mejores. Se sienta y escribe: “Espero lo peor. Siempre lo hice. La Muerte, esa verdadera amiga de la humanidad, no es lo que me aterra. Por el contrario, ella es la única que me calma y me consuela. Ella es la meta de nuestra existencia”. Le duelen los brazos y las piernas. La fiebre reumática volvió a decir presente, y la certeza del dolor se une al paisaje gris de su ventana. “Pertenezco demasiado a otras personas. Demasiado poco a mí mismo”, escribe.
“Todo pude soportarlo, tifoidea, viruela, abscesos dentales, bronquitis, infecciones. Parecía no importarme el dolor, hasta que lo conocí de verdad”, escribe, y trata de calmar con vino la tremenda garra de la fiebre reumática. Mira por la ventana las afueras de Viena y, cuando el dolor cede, barre el escritorio con su brazo, sonríe y compone: “Die Alte”, en si menor; “An Chloe”, en mi bemol mayor; “Die Kleine Spinnerin”, en do mayor; cuatro quintetos de cuerdas; un rondó en la menor.
Atrás, muy atrás –aunque hayan pasado solamente 17 años– parece haber quedado la gira por Italia. Cuando compara su pasado con este presente de ventanas en Viena, deja de sonreír. El desapego del público vienés, el abandono de la ciudad de sus amigos ingleses, la falta de dinero. El 4 de abril se sienta y escribe: “Padre: ¿Qué puedo decirte? En el invierno he perdido un hijo. Hace pocos días murió mi queridísimo y excelente amigo el conde de Hatzfeld. Tenía exactamente treinta y un años, como yo. Y ahora me entero de que estás gravemente enfermo. Quisiera volver a aquellos buenos años cuando me oponía acaloradamente al Arzobispo de Salzburgo, pero siento que me faltan fuerzas. Siento que me faltan las fuerzas. No me dejes ahora”.
Sobre su mesa de trabajo siempre hay un vaso y una botella de vino. Por las noches, se escapa y se disfraza para entrar a las fiestas. A cualquier fiesta. Todos ríen mientras Mozart hace de las suyas. Esconde su cara detrás de la máscara pero no puede esconder sus manos. Mozart se burla del mundo y toca. Toca como un endemoniado y los borrachos bailan, cantan, hacen rondas a su alrededor hasta caer desmayados por el alcohol. Entonces, Wolfgang vuelve a las calles de Viena, camina de madrugada, tambaleándose, hasta su pequeña casa. Recuerda el clavicordio de su casa natal en Salzburgo, allí donde sólo era “el pequeño Wolferl” admirado por su padre. Recuerda que a los siete años le propuso casamiento a una niña de la Corte, la princesa María Antonieta. Recuerda, y camina en silencio. Por su cabeza pasa una melodía completa. Las últimas notas suenan en sus oídos cuando abre la puerta de su habitación. Se sirve un vaso de vino y ríe. Vuelve a ser el genio endemoniado. Y ríe.
Prepara los objetos como si se tratara de ídolos. Papel pentagramado, vaso, pluma, tinta y vino sobre la cabecera de la mesa de billar. Toma una bola y la arroja contra la banda. Banda derecha, cabecera opuesta, banda izquierda. Cuando la bola retorna a su mano, tiene que tener escrita una nota. O dos, o tres, las que él pretenda. Compone, la noche del 28 de mayo de 1787, mientras su mujer duerme en la habitación contigua. Arde en el Allegro, y continúa. Recuerda las sonatas parisinas y el tema del vodevil de El rapto en el serrallo. Sabe que lo que escribe es una vuelta al pasado, y arroja nuevamente la bola contra la banda derecha. ¿Dónde está su amigo Gottfried von Jacquin? ¿Y la hermana de Gottfried, Franziska? ¿Dónde están las hermanas Nastrop? Se sirve otro vaso de vino y escribe “Andante”. La partitura se vuelve un remolino que apenas se corta con las olas que desencadenan los bajos profundos. Dolor, angustia. ¿Dónde está su padre? ¿Dónde se fueron todos?, la bola de billar golpea tres veces y vuelve a su mano: negra, la. Golpea tres veces y vuelve a su mano: semicorchea, mi. Golpea tres veces y vuelve a su mano: Constanza, Jacquin, una ventana, Viena, la, debe ser para dos pianos, mi, do, la, Franziska. Padre.
A las seis de la mañana la concluye y firma. Una hora después llega la noticia de la muerte de su padre. Mozart mira la carta, estruja el papel, sabe que a partir de ahora todo será distinto. Con el bollo de papel en la mano, camina hacia la cabecera de la mesa de billar. Sus ojos pasean sobre la partitura terminada. Después mira el cuadro con la figura seria, augusta, de Leopold, su padre, que rige la habitación, como en todas las habitaciones de todas las casas en las que vivió Wolfgang.
Está cansado, la fiebre reumática vuelve y lo inmoviliza por un instante. Es una puntada de dolor. Pero también es la ausencia, es todas las ventanas de Viena, es la miseria, la soledad.
Sabe que sus brazos y sus piernas están hinchándose, siente cómo amenazan con explotar. Indudablemente, 1787 no es un buen año. Hace bastante que comenzó el frío, y todos parecen querer irse con el frío. No estar aquí, junto a Mozart. Cuando el dolor cede un poco, apenas un poco como para permitir el movimiento, Wolfgang camina hasta el cuarto donde su mujer duerme. No sonríe al verla, lejana, en un sueño al cual él tiene las puertas cerradas. Repasa mentalmente su última composición mientras vuelve a la cabecera de la mesa de billar. Se sirve el poco vino que queda en la botella, mira por la ventana el desapego de Viena, toma la bola nuevamente, su mano se crispa sobre la superficie de marfil. Una sensación de estallido lo atraviesa, pero no sabe si es su mano o la bola de marfil lo que está a punto de destrozarse.
Entonces, toma de un trago el medio vaso de vino y arroja la bola contra la banda derecha. Sabe que su mano va a fallar: la bola choca contra la banda derecha, contra la cabecera opuesta, contra la banda izquierda, contra la cabecera en la cual Wolfgang apoya su cuerpo cansado, golpea nuevamente contra la banda derecha, cabecera, banda izquierda, cabecera. Sabe que la bola no detendrá jamás su recorrido. Sabe, también, que eso es sólo un aviso. De todas maneras comienza a silbar una melodía, a reconocer las cuerdas, la voz de la soprano, los vientos, el timbal, los coros. La partitura se arma en su cabeza y sonríe. Sonríe, aunque su mano falla. No puede soportar esa ventana.