El recuerdo íntimo de un compañero y un recorrido por la trayectoria militante de Quito Burgos en el Día del Militante Peronista, desde la Resistencia hasta la militancia marxista.
Cuando Perón pudo salir de Ezeiza al día siguiente de su llegada, Quito Burgos se desprendió del público que lo aclamaba, y corriendo se agarró de la manija del auto que llevaba a Perón. Corría y lloraba, agarrado a la manija. Decía “¡Gracias general, gracias general!” Me sorprendió el gesto de mi amigo, porque discutíamos fieramente sobre Perón. Quito, que había sido militante de la Resistencia, lo criticaba. Y yo, que era bastante más chico, provenía de familia socialista, y había bancado el “Luche y vuelve”, lo defendía. Pero el que salió corriendo, lloraba y le agradecía era él.
Quito tenía en la casa la medalla de oro a la Lealtad peronista con una carta elogiosa del general al “compañero Burgos” en un cuadro sobre la repisa del comedor. A fines de los ’50 había formado un grupo en Mendoza llamado “Ejército Guerrillero Andino” y fueron todos presos por meter caños. El papá de Quito era coronel, y los amigos del papá fueron los que lo torturaron cuando fue detenido.
Había descubierto el marxismo a través de su abogada defensora, Martha Fernández, que militaba en el Socialismo de Vanguardia y que se casó con él cuando estaba preso. “El romance del preso y la abogada” tituló Crónica cuando se casaron. Pero al mismo tiempo era rosista fanático, nacionalista, y basista. Esas mezclas que producía el peronismo y que ahora son más comunes.
Yo lo conocí unos dos años después que lo liberaron y lo respetaba por su historia en la primera Resistencia, que me parecía de leyenda.
Con Quito fuimos juntos el 20 de junio. En el segundo retorno de Perón. Y nos encontramos con Ricardo Roa, que antes de convertirse en sicario mediático de Magnetto, fue redactor de El Descamisado y era ahijado de Dardo Cabo, porque sus padres eran muy amigos.
En el aeropuerto había gente armada por todos lados. Y a Quito lo conocían todos. Había estado incluso preso con Osinde. Lo saludaban con miradas torvas y yo sudaba hasta por las uñas. Los culatas nos mandaban unas sonrisas que parecían puñales envenenados. Los tres nos pusimos muy nerviosos, por no decir que estábamos en la boca del lobo con el traste a cuatro manos. A mí no me conocía nadie, pero a ellos dos, sobre todo a Quito, los conocían todos y sabían que estaban del otro lado.
Cuando empezó el tiroteo en el palco, quedamos bloqueados en el aeropuerto tratando de pasar desapercibidos. Llegaban los heridos, y los manifestantes que eran secuestrados por los del CNU, llevados al primer piso del Hotel Internacional y torturados. Quito y Ricardo conocían a Leonardo Favio y fuimos a hablarle para ver si podía hacer que paren la mano. El Loco se agarró la cabeza “¡No puede ser—repetía–no puede ser!” Y se mandó al primer piso. Los amenazó con que se iba a tirar por la ventana si no paraban. Y los tipos pararon.
Con Quito fue siempre una amistad muy discutida. La última discusión fue cuando se incorporó al MTP y discutimos sobre el militarismo de las conducciones de las orgas de los setenta que él había criticado en su momento y ahora el que lo criticaba era yo. Ale Ferreyra, que fue uno de los que tomó el avión durante la fuga de Trelew, estaba enojado con Quito porque lo mandaron como interventor de la regional Córdoba del MTP que había planteado sus diferencias con la política de Gorriarán. Quito desplazó a Ale, que dejó todo y se fue a las sierras a vivir como anacoreta durante diez años. Había estado otros diez años preso durante la dictadura. Cuando decidió regresar al mundo, armó una agrupación kirchnerista con su hermano Santi, en Villa General Belgrano y fue concejal. Quito murió en La Tablada. Fue una pena grande y todavía sigo sin entender.
El recuerdo de Quito surgió con el de aquel 17 de noviembre. Es el recuerdo de ese hombre agarrado a la manija del auto de Perón, que salía del Hotel de Ezeiza, corriendo, llorando por la emoción. Y por los miles de jóvenes que habían atravesado ríos bajo la lluvia, enfrentado a las tanquetas del ejército y caminado decenas de kilómetros para recibir al hombre cuyo nombre habían prohibido durante 18 años.
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