El sanjuanino Leopoldo Bravo fue el último argentino en ver con vida a Josef Stalin. Fue durante un largo encuentro que tuvieorn en el Kremlin en febrero de 1953, un mes antes de que el líder soviético muriera. Allí se habló de peronismo, de historia, de América latina.

Septiembre de 1993. En Moscú estalla la crisis más seria desde la disolución de la Unión Soviética. El presidente Boris Yeltsin disuelve el parlamento, que desconoce la medida y erige como nuevo mandatario de Rusia al vice, Alexander Rustkoi. Éste se atrinchera junto al presidente del parlamento, Ruslan Jasbulatov. Yeltsin manda reprimir y triunfa. Moscú, la ciudad que según una película ya no creía en lágrimas, presencia la mayor represión  desde la Revolución de 1917, con cientos de muertos.

A más de quince mil kilómetros de distancia, en el otro extremo del mundo, otro parlamento empieza a ser noticia. En Buenos Aires, el Senado inicia el tratamiento del proyecto de reforma de la Constitución, un anhelo de Carlos Menem, quien busca su reelección presidencial, vedada por la Carta Magna vigente. El proyecto presentado es de un septuagenario senador de la provincia de San Juan, miembro de una dinastía política que se remonta a comienzos del siglo XX. Se llama Leopoldo Bravo.

Moscú y Leopoldo Bravo tienen una historia en común. Después de San Juan, ha sido el lugar en el mundo del político sanjuanino. Allí revistó como embajador de la Argentina. Y fue en esa ciudad, la que arde mientras él argumenta sobre la reforma constitucional, donde protagonizó un encuentro, cuarenta años atrás, que quedaría en la historia: su entrevista con José Stalin,  la última del dictador con un occidental antes de su muerte.

Moscú queda muy lejos

La Argentina no había reconocido al gobierno revolucionario de 1917, en tiempos de Hipólito Yrigoyen. El primer presidente radical no entabló vínculos diplomáticos con los bolcheviques y la situación se mantuvo así hasta el advenimiento del peronismo. En el medio, los rusos, interesados en comerciar con la Argentina, montaron una oficina en Avenida de Mayo, que ofició como una suerte de embajada oficiosa en los años 20. En esos años nació el Partido Comunista Argentino, uno de cuyos fundadores fue el sanjuanino Aldo Cantoni.

Muy lejos de la Buenos Aires de 1918 que vio alumbrar al PC vernáculo, un hermano de Aldo se convertía en el hombre fuerte de San Juan. Federico Cantoni era el hombre del radicalismo en la provincia, pero pronto chocaría con Yrigoyen.

En rigor, la relación del caudillo con Cantoni fue sintomática de la que tuvo con las provincias que le eran díscolas, a las que intervenía. Yrigoyen generó la intervención de San Juan para desalojar a los conservadores y se enemistó con Cantoni poniendo a Amable Jones, recién vuelto de Europa, que hacía treinta años no pisaba la provincia. Cantoni acató a regañadientes, pero la disputa siguió durante la gobernación de Jones. El rebelde Federico rompió el bloque radical en la legislatura. Así nació la Unión Cívica Radical Intransigente, cuarenta años antes de que la sigla UCRI tomara proyección nacional con Arturo Frondizi. La UCRI se convirtió después en el Partido Bloquista, la fuerza política emblemática de San Juan durante décadas.

Jones fue asesinado en un camino de montaña y todos apuntaron a Cantoni como responsable del crimen. Más tarde, en tiempos de Alvear, fue gobernador, impulsó derechos sociales, propuso una separación del Estado y la Iglesia y debatió el voto femenino en la provincia. Al regreso de Yrigoyen al gobierno, los radicales bloquearon su pliego de senador nacional. Eso, y el asesinato del mendocino Carlos Washington Lencinas, otro radical rebelde, lo arrojó a los brazos de la conspiración de 1930.

Cantoni siguió siendo el principal político de San Juan, aun cuando rompió con los golpistas. Aldo, el hermano que había estado en la fundación del PC, fue gobernador por el bloquismo en los años 30. La familia Cantoni seguía dominando la escena sanjuanina hasta 1946, cuando el caudillo provincial se plegó a la candidatura de Juan Domingo Perón. Y lo hizo de una forma que despertó sospechas hasta en el entonces coronel: disolviendo el Partido Bloquista.

Tal vez haya sido el resquemor que le produjo esa decisión a Perón  lo que lo indujo al insólito ofrecimiento que le haría a Cantoni. ¿Estaba Cantoni conspirando desde las sombras contra él para dar el salto a la escena nacional? O quizás alguien le hizo saber que un hermano de aquel médico ambicioso había estado entre los fundadores del PC en la Argentina. Lo cierto es que Perón corrió del tablero a Cantoni designándolo embajador en Moscú, tras el establecimiento formal de relaciones.

El viejo Cantoni partió a Moscú sin conocer nada de Rusia. Llegó tras un larguísimo periplo y se recostó en dos jóvenes funcionarios que lo acompañaron: Andrés De Cicco y Leopoldo Bravo. Próximo a cumplir 30 años, Bravo era sanjuanino como Cantoni. Y algo más: era su hijo natural.

Cuestión de familia

Los asuntos de la embajada los llevaron Bravo y De Cicco. Al tiempo, Cantoni dejó el cargo, y el dúo tomó las riendas a la espera de un nuevo embajador. Para 1950, mientras Bravo encaraba misiones diplomáticas en Rumania y Bulgaria, De Cicco se vio envuelto en un escándalo: ayudó a salir de la URSS a dos exiliados españoles, que ya no toleraban el estalinismo. Los agarraron en un auto que había sido fletado por la embajada. De Cicco tuvo que regresar a Buenos Aires. La embajada quedó vacante, y las relaciones, en el aire.

Bravo fue llamado a Buenos Aires a mediados de 1952. Perón estaba por asumir su segundo mandato. Pensó que le querían agradecer los servicios prestados cuando llegó a la Casa Rosada y se encontró con el presidente y el canciller Jerónimo Remorino. Allí Perón le descerrajó una pregunta inesperada: “Dígame, Bravo, ¿es cierto que en estos años aprendió a hablar ruso?” Efectivamente, a diferencia de otros enviados del gobierno argentino a Europa del Este, Bravo se manejaba bastante bien con el idioma. Y llegó el ofrecimiento: “Yo lo pongo en una vidriera, ahora depende de usted el que se luzca”, le dijo Perón al proponerle la embajada en Moscú.

A los 33 años, Bravo partió a Moscú. Tenía una misión específica: reflotar la relación y conseguir acuerdos comerciales. Los últimos meses de 1952 los empleó en ese sentido, buscando, a pedido de la cancillería, una entrevista con un dirigente del primer nivel en la Nomemklatura.

Una tarde de febrero de 1953, llegó a la embajada una carta del Kremlin. El embajador Bravo iba a ser recibido por un dirigente de la primerísima línea. ¿Acaso el canciller Vyshinski? ¿O su antecesor, Molotov?  Lo cierto es que la misiva, de la que se informó de inmediato a Buenos Aires, dejó estupefacto al gobierno peronista: el anfitrión de la entrevista iba a ser el mismísimo José Stalin.

“¿Qué es el peronismo?”

Los pormernores del encuentro se conocieron más de treinta años después. El federalismo bloquista, de Adalberto Zelmar Barbosa, publicado en 1988 es la historia del partido fundado por Cantoni (o escindido de la UCR), un relato por momentos hagiográfico de Bravo, quien en sus páginas reconoce ser hijo del caudillo provincial.  Allí cuenta sobre el encuentro pautado a las seis de la tarde del sábado 7 de febrero de 1953. El propio Bravo se explayó luego ante  Isidoro Gilbert para El oro de Moscú (1994), en el que el histórico corresponsal de la agencia Tass indaga sobre la historia del PC argentino y las relaciones con la URSS.

Bravo arribó con el encargo de Remorino de llevarle a Stalin los saludos de Perón y el deseo de ahondar en las relaciones, evitando hablar de política internacional con el Mariscal. Ya campeaba la Guerra Fría, que dirimía sus primeros escarceos en la guerra de Corea. Stalin estaba con el canciller Vyshinski y se puso a escribir con un anotador rojo mientras lo escuchaba: la Argentina tenía problemas económicos, necesitaba ampliar mercados, y la URSS también tenía necesidad de entablar relaciones comerciales. ¿Qué mejor oportunidad para llegar a un entendimiento?

La charla derivó a la cuestión petrolera: para Stalin había posibilidades de acordar por ese lado. Según Bravo, el diálogo fue alternando por cuestiones de estado y temas triviales como el hecho de que el dictador señalara que pensaba que en la Argentina el clima era similar al de su Georgia natal. Incluso lo invitó a  conocer el Cáucaso, con la condición de que visitara Georgia. El embajador tenía aspecto de georgiano, se sinceró Stalin. En ese nivel hablaban cuando, de repente, el hombre que reprimió a sus opositores con una ferocidad digna del nazismo al que su pueblo había sacrificado veinte millones de muertos una década atrás, lanzó una pregunta inesperada:

– Señor Embajador, ¿la trascendencia de Eva Perón se debía a su propia personalidad o al hecho de ser la esposa del presidente?

Evita había muerto siete meses atrás, y el embajador debió medir sus palabras, en lo que tal vez haya sido el momento más delicado de la entrevista. Sobre todo porque iba a referirse a alguien que había muerto muy joven, había sido la Primera Dama del gobierno que él representaba, la pregunta lo descolocaba y no le tenía demasiado aprecio a ella. Le explicó que había iniciado su carrera como compañera del General y que luego había adquirido peso propio. Una respuesta que podía ser cierta, pero que antes que nada era propia de un diplomático.

Stalin no resistió a una pregunta que muchos extranjeros, entonces y ahora, se hacen, y que reviste importancia por haber sido formulada por un jefe de estado:

– ¿En qué consiste el peronismo?

– Se puede afirmar que tiene tres banderas: independencia económica, justicia social y soberanía política.

– Lo más importante es el primer punto, los otros dos dependen directamente de la independencia económica.

– Así es, en tal sentido el general Perón impulsó el Segundo Plan Quinquenal…

– Sí, estoy enterado, pero con todo respeto, es poco lo que pueden hacer contra los intereses foráneos –lo cortó Stalin, quien sugirió la integración de un bloque de naciones latinoamericanas.

La charla duró 45 minutos y tuvo repercusión en toda América de forma inmediata, sobre todo porque, por orden de la cancillería, Bravo redactó su informe apenas volvió a la embajada. Así fue que al anochecer argentino llegó el cable desde Moscú. La Argentina de Perón tallaba en las grandes ligas: nunca Stalin había recibido en forma tan prolongada a un visitante extranjero. Al pasar, Bravo incluyó en su informe una alusión enigmática, que no se suele agregar en esa clase de documentos: señaló haber visto de muy buen semblante a Stalin.

El Mariscal murió el 5 de marzo, casi un mes después de la entrevista. Entre medio, no se entrevistó con ningún otro extranjero. El último occidental en ingresar al Kremlin había sido un embajador sudamericano de 34 años, que encima había informado sobre el estado de salud óptimo del Mariscal. Ya comenzaban los rumores sobre la interna de palacio, que se dio en las semanas posteriores al funeral, cuando la guardia vieja del stalinismo cayó, y que incluían la tesis del asesinato.

Bravo dejó su cargo con la Libertadora. No hubo acuerdos importantes con los rusos. Perón se volcó a los Estados Unidos buscando inversión en exploraciones petroleras y su embajador en Moscú se instaló en Buenos Aires. Cantoni rearmó el bloquismo mientras Perón iniciaba su exilio y murió al poco tiempo. Los que lo rodeaban convencieron a su hijo de que tomara la posta. Así se inició una carrera que lo llevaría a ser gobernador y senador.

Volvió a Moscú en 1979, durante el Proceso, y negoció el acuerdo de granos por el cual la Argentina occidental y cristiana le vendía cereales a la casa matriz del marxismo internacional. Su hermano Federico, también hijo de Cantoni, fue embajador en los 80, y fue en su gestión que se produjo la visita de Raúl Alfonsín. Un hijo de Bravo ocuparía la embajada en los 90.

Leopoldo Bravo murió a los 87 años en 2006. Para muchos sanjuaninos era el hombre fuerte que había regido el pulso político de la provincia por casi medio siglo, si bien el bloquismo andaba de capa caída desde comienzos de los 90. El senador ya era referencia de historiadores de todo el mundo que se acercaban a la Argentina para conocer, de boca del último extranjero que lo vio un mes antes de morir, cómo era Stalin en persona.