Vittorio Meano era el arquitecto más famoso de Buenos Aires – a cargo de las obras del Teatro Colón y el Congreso Nacional – cuando, el 1° de junio de 1904, fue asesinado por un ex empleado de su casa que se había convertido en amante de su mujer. La trama oscura de un crimen que escandalizó a una ciudad.

Nunca se sabrá por qué el ingeniero Vittorio Meano volvió más temprano y sin aviso a su casa la mañana del 1° de junio de 1904. Hubo quienes dijeron que se había olvidado unos papeles; otros, que recibió un aviso inquietante. Lo cierto es que ese retorno inesperado le costó la vida y fue noticia importante en los diarios. Porque Meano era un hombre de nota, arquitecto del Teatro Colón y, en el momento de su muerte, director de su propio proyecto para la construcción del edificio del Congreso de la Nación, que ya llevaba en obra casi diez años.

Meano, italiano, de 44 años, solía volver caminando todos los mediodías desde la obra del Congreso hasta su casa, también diseñada por él, en Rodríguez Peña 30, casi esquina Rivadavia.

Era un trayecto corto, de poco menos de doscientos metros, pero el ingeniero lo transitaba trabajosamente, ayudado por un bastón, ya que padecía de una fuerte renguera. Puntualmente a las doce y media su mujer, Luisa Franchini, también italiana, lo esperaba para compartir el almuerzo. Después de comer, el hombre acostumbraba a hacer una breve siesta antes de volver al trabajo.

Sin embargo, ese 1° de junio el ingeniero rompió su rígida rutina y alrededor de las diez de la mañana atravesó la puerta de su casa cuando nadie lo esperaba. No se sabe si lo que vio a continuación lo sorprendió o era lo que imaginaba. Llegó justo a tiempo para ver como un ex empleado suyo, Carlo Passera – italiano, de 28 años -, salía corriendo de su propio dormitorio, para peor vestido con ropas que eran suyas.

El ingeniero Vittorio Meano, la víctima.

Lo que sucedió a continuación fue reconstruido por la investigación policial. Meano, enarbolando el bastón, intentó detener la huida del intruso. Lo interceptó junto a las escaleras que llevaban a la puerta principal y ya creía tenerlo en sus manos cuando Passera sacó un revólver de un bolsillo del pantalón y le disparó dos veces. Erró el primer tiro y la bala quedó incrustada en el marco de la puerta, pero el segundo disparo fue certero: impactó en el pecho del ingeniero y le perforó el pulmón izquierdo.

Al salir del dormitorio de donde había huido Passera, Liliana Franchini, vio a su marido caminar tambaleante unos pocos pasos antes de caer. Vittorio Meano no alcanzó a decir nada, murió con la boca inundada de sangre.

El ingeniero italiano

La noticia de la sangrienta muerte de Meano – y sus extrañas circunstancias – conmocionó a la sociedad porteña. Era, quizás, el arquitecto más prestigioso de su tiempo.

Vittorio Meano había nacido en 1860 en Susa, una pequeña ciudad italiana a unos 50 kilómetros de Turín. A los 18 años se graduó como geómetra en el Instituto de Pinerolo y luego cursó estudios de arquitectura e ingeniería en la Academia Albertina de Turín, donde conoció a quien consideraba su maestro, Francesco Tamburini.

Cuando Tamburini viajó a la Argentina, convocado para realizar una serie de obras públicas, entre ellas la ampliación y reforma de la Casa Rosada, pensó que el joven y talentoso Meano podía ser un colaborador útil en su estudio atiborrado de trabajo. Le escribió invitándolo a viajar para integrarse a su equipo y Meano no dudó: poco después emprendió el viaje en barco a la capital argentina, acompañado por Luisa, con quien acababa de casarse.

Tamburini y Meano trabajaron codo a codo hasta la muerte del maestro, en 1890, cuando estaban a cargo del proyecto del nuevo edificio del Teatro Colón, diseñado por Tamburini. “Fuimos amigos sinceros con el malogrado Tamburini, habiéndolo acompañado en el estudio del proyecto. Presentamos con nuestra firma (la de Meano) este trabajo para asumir completamente la responsabilidad ante la crítica; pero nos incumbe el deber de declarar, en reverente homenaje a la memoria de Tamburini, que a él solo pertenece el mérito de la idea general del proyecto”, escribió por entonces Meano.

Así, el discípulo reemplazaba al maestro no sólo en ese proyecto sino en la dirección del estudio de arquitectura. Para entonces, Meano ya era un arquitecto reconocido, por eso no extrañó que en 1895 fuera elegido, entre 17 concursantes – que presentaron un total de 29 proyectos – para dirigir la construcción del nuevo edificio del Congreso Nacional.

En esa obra – cuyo presupuesto inicial ya se había quintuplicado y era fuertemente cuestionado – estaba Meano casi diez años después, la mañana en que llegó inesperadamente temprano a su casa y eso le costó la vida.

El Teatro Colón, terminado bajo la dirección de Meano.

Prófugo por poco tiempo

El sonido de los disparos atrajo a un vigilante que recorría la cuadra y fue el primero en entrar a la casa de Rodríguez Peña 30. El policía vio huir a Passera pero no lo siguió, preocupado por los gritos de Luisa Franchini.

Fue una criada de la casa quien dio los datos del agresor a la policía. Una hora después del crimen, Passera ya tenía orden de captura, emitida por el jefe de la Comisaría Séptima, comisario Enrique Quintana: “Se busca a Carlos M. Passera. Italiano, de 25 años. Blanco, delgado, alto, cabello castaño, bigote. Viste traje azul marino, sobretodo negro y sombrero blando de alas anchas”, decía.

Passera había sido despedido dos meses antes por Meano, nunca se sabrá si por mal desempeño de sus funciones o porque ya sospechaba que había algo entre ese joven empleado de limpieza de la casa y su mujer.

Lo cierto es que la investigación policial estableció después que Passera no duraba mucho en ningún empleo y que también llevaba un estilo de vida muy superior a las posibilidades que le brindaban sus salarios. Un diario de la época lo describió así: “Joven, buen mozo y galanteador. Vestía con total corrección y llevaba vida de príncipe, sin que sus conocidos dieran cuenta exacta sobre los medios de los que se valía para realizar tal milagro”.

Sabiéndose descubierto y acorralado, Passera contrató a un abogado – en una nueva demostración de que vivía muy por encima de los recursos de un empleado de limpieza – y se entregó.

Mentiras y contradicciones

La estrategia de su defensa fue reconocer el hecho pero decir que el revólver no le pertenecía y que se lo había arrebatado a Meano cuando éste intentaba matarlo. Los disparos, según él, se le habían escapado accidentalmente en la pelea, cuando se defendía del ingeniero.

Plano del edificio del Congreso, que no vio terminado.

La versión no se sostuvo. Rápidamente las pericias demostraron que no había habido forcejeo alguno entre Passera y su víctima. Los peritos también encontraron restos de grasa coincidentes con la del revólver en un bolsillo del pantalón del asesino, lo cual demostraba que el arma había estado siempre en su poder. El golpe de gracia lo dio un armero, que se presentó ante la Justicia para testificar que el joven le había comprado el arma homicida.

Cuando fue interrogada, la viuda de Meano dijo que Passera se había presentado si aviso en la casa para reclamar un supuesto dinero que se le debía y que ella estaba discutiendo ese asunto con su ex empleado cuando su marido había llegado de manera imprevista.

Esa versión también se derrumbó como un castillo de naipes.

Cartas de amor

La historia de la viuda se sostuvo hasta que en los allanamientos ordenados por el juez – en la casa de Rodríguez Peña y en la pieza de la pensión donde vivía Passera – se encontraron las cartas que desde hacía tiempo venían intercambiando Luisa Franchini y el asesino de su marido.

“Como en uno de los cajones del escritorio se encontraron cartas y retratos reveladores, se inició una investigación que las autoridades policiales reservan hasta en sus menores detalles”, publicó un diario al día siguiente del procedimiento.

Aunque el sumario se instruía en secreto, el contenido de las cartas no demoró en filtrarse. La revista Caras y Caretas dio la primicia: “Durante la requisa se secuestraron cartas amorosas comprometedoras para la viuda de la víctima”, informó en una de las notas referidas al caso.

Una semana después del crimen, al término de un largo interrogatorio en la casa de la calle Rodríguez Peña, el juez detuvo a la viuda y la acusó de encubrimiento.

Luisa Franchini estuvo dos días detenida hasta que se le otorgó la posibilidad de esperar el juicio en libertad. Volvió a su casa con la posibilidad cierta de que podía terminar nuevamente tras las rejas. Se la acusaba de ocultar a los investigadores elementos probatorios de los verdaderos motivos del homicida.

Más tiros en la casa

Tal vez por lo resonante del caso, la instrucción judicial avanzó rápidamente. Al poco tiempo la causa acumulaba más de trescientos folios y la elevación a juicio parecía inminente. Passera esperaba el momento en una celda, Franchini acumulaba angustia en una libertad que, sabía, podía terminar en cualquier momento.

Fue entonces que el sonido de los disparos con arma de fuego volvió a resonar en el interior de la casa de Rodríguez Peña casi Rivadavia. Y se produjo otra muerte.

Gaspar Pecchio era otro empleado de la casa hasta que el 19 de julio la viuda de Meano decidió despedirlo. El motivo fueron las quejas de sus propios compañeros de trabajo, que lo acusaron ante la patrona de no cumplir con las tareas que tenía asignadas y responder de malos modos cuando se lo recriminaban.

El hombre tomó a mal esa decisión y se fue desparramando oscuras amenazas.

Dos meses después, cuando el episodio parecía olvidado, Pecchio volvió a la casa de Rodríguez Peña 30 y esperó el momento preciso para entrar sin ser visto. Una vez adentro, se dirigió resueltamente al dormitorio de Luisa Franchini. La mujer todavía estaba en la cama y Pecchio, luego de cerrar la puerta y sin atender a sus gritos, apretó tres veces el gatillo del revólver que empuñaba con su mano derecha. Dos disparos no salieron, pero el tercero hirió en el brazo a la viuda, que se desmayó.

Los protagonistas.

Acto seguido, Pecchio se acostó en la cama, al lado de Franchini, y se suicidó de un balazo en la boca, que le atravesó el paladar.

La policía encontró dos cartas en el bolsillo interior del saco del agresor y suicida. Una dirigida al comisario, adjudicándose la muerte de la viuda, y otra dirigida a su hermano Pedro, despidiéndose de él.

Condena, absolución y exilio

Luisa Franchini se recuperó de la herida causada por Pecchio, pero nunca pudo superar la condena social por su responsabilidad en el asesinato de su esposo.

Meses más tarde, Carlo Passera fue condenado a 17 años de prisión por el asesinato de Vittorio Meano. En cambio, la Justicia fue blanda con la viuda y la declaró inocente del cargo de encubrimiento.

Días después, Luisa Franchini se embarcó con rumbo a Italia para nunca volver.

Del ingeniero Vittorio Meana quedan sus obras más famosas: el edificio del Teatro Colón y el Palacio del Congreso de la Nación, cuya terminación no llegó a ver.

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