Enterrados en las mazmorras de la dictadura uruguaya, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro se comunicaban como podían, aunque no pudieran verse las caras. Cuando el código Morse era diálogo y los textos salían en papel de cigarrillos.
Mauricio Rosencof recibió una vez, dos veces, muchas, el premio Nobel de Literatura. Pocos lo saben, y no es de extrañar. La íntima ceremonia se realizó bajo tierra, en un cuartel, durante la última dictadura uruguaya. Curiosamente, invariablemente, el premio se lo entregó otro oriental, otro tupa, Eleuterio Fernández Huidobro.
Los militares habían silenciado a Mauricio y Eleuterio, enterrándolos en vida. Y así y todo, o por eso mismo, durante diez años y medio, el Ruso y el Ñato hablaron con las manos. Es decir, con golpecitos en la pared que separaba sus calabozos subterráneos, tumbas de menos de dos metros por uno. Aislados, hambreados y medio muertos de sed, los tupamaros hablaron.
Fue así: en vísperas de la primera navidad en cautiverio, Mauricio y Eleuterio sintieron la necesidad imperiosa de decir, la terca urgencia de escuchar, el porfiado deseo de comunicarse. Y allí, bajo tierra, Mauricio y Eleuterio reinventaron el código Morse. Y así, con golpecitos en la pared, se dijeron: FELICIDAD.
¡Felicidad! Enterrados vivos, sin verse los rostros, ni ver la luna, ni el sol., ni nada Demasiado lejos de los seres queridos, demasiado cerca de sus verdugos, sin saber si acaso alguna vez podrían salir de esas tumbas, la primera palabra que se dijeron fue esa: Felicidad.
Nada ni nadie pudo detener la palabra aquella. Ni la cárcel, ni la sed, ni el miedo, ni el hambre. Eso tiene la palabra, de tanto en tanto, cuando es potente, sabe traspasar muros, y le da por liberar oprimidos y romper cadenas. Aunque parezca imposible, aunque nos digan que ya no hay amor, ni futuro, ni esperanza.
Desde la soledad más sola, desde el más mudo de los silencios, el Ruso y el Ñato salieron a desearle felicidad al Otro, al Sufriente, al Olvidado, al Humillado, al Perseguido. Esa fue la primera vez y así estuvieron, durante más de diez años, con golpecitos en la pared: un golpe, la letra A; dos golpes, la letra B; tres golpes, la letra C… Y así.
Y así, obstinadamente, golpe a golpe, se abrazaban y discutían, se contaban penas y esperanzas, entrelazaban sueños e imaginaban otro mañana: las mujeres más bellas los recibían en los aeropuertos, desde los Andes bajaban las brigadas que liberaban nuestro continente y acá y allá los tupas recibían condecoraciones.
Fue por entonces que Mauricio acumuló sus premios Nobel. Y uno que otro Cervantes también. Y todo, todo, todo con obstinados golpecitos en la pared, reinventando amorosamente el viejo código. Pero pasó algo más.
Un día entró al calabozo de Mauricio un soldado que, con voz tajante, preguntó:
-¿Usted es Rosencof, el escritor?
Mauricio, que no perdía el sentido del humor, contestó:
-¡A la mierda, llegó la crítica literaria!
Pero el soldado no estaba para ninguna broma:
-Manda a decir el sargento que le escriba una carta a su novia (a la novia del sargento).
El prisionero escribió la carta, que anduvo muy bien, y a partir de ese día medio cuartel desfiló por su celda para encargarle cartas y poemas. El escritor obligado sedujo mujeres, arregló matrimonios, consumó infidelidades… Y aquello le cambió la vida: la literatura de prepo tenía un formidable valor de intercambio: una naranja, una papa, un huevo duro, cigarrillos, tesoros. Y pasó algo más, consiguió un bolígrafo.
Entonces, en papel de armar cigarrillos, Mauricio escribió cuentos y poesías que salieron de la cárcel escondidos en los dobladillos de la ropa que, una vez por mes, su madre retiraba para lavar. ¿Y a qué le escribía Mauricio? ¿A la Revolución, acaso? No. ¿A los obreros y campesinos, tal vez? No. Rosencof le cantó al barrio, a los amigos de la adolescencia y a una primera novia, Margarita… Años después Jaime Roos le puso música a esos sonetos que, inexplicablemente, no se enseñan aún en las escuelas secundarias.
Aquellos textos que consiguieron salir de la cárcel escondidos en los dobladillos de su mugrienta ropa fueron bautizados por el propio Mauricio como Literatura de camiseta. La obra incluye un mínimo universo conocido como Conversaciones con la alpargata. El sello Ayuí las ha publicado en CD y la primera de ellas dice así:
He
vuelto
a conversar
con la
alpargata.
No debo
hacerlo
más.
Evitaré
en lo
sucesivo
su mirada.
Llegó marzo de 1985, y en el paisito fueron liberados los presos políticos. El mismo día de su liberación Rosencof, Fernández Huidobro, el Pepe Mujica y demás tupamaros rumbearon hacia un convento franciscano, a reorganizar el movimiento. El Ruso y el Ñato, que se habían morfado trece años de cautiverio, se había juramentado también a que, si sobrevivían a aquel infierno contarían su historia “sin odio, sin rencor, sin adjetivos”. Así fue que mateando a la sombra de un árbol grabaron 48 casetes de audio que conformaron luego el estremecedor texto de Memorias del calabozo.
De aquella evocación, de las conversaciones con la alpargata, de esos textos tumberos, si tengo que elegir, nítidamente sobresale uno. Para el primer cumpleaños en prisión de Eleuterio, Mauricio le regalo estos versos:
Y si éste fuese
mi último poema,
insumiso y triste,
raído pero entero,
tan sólo una palabra
escribiría:
COMPAÑERO
Ahora, justo ahora, que es poca la esperanza, que la confianza escasea, que el futuro nos roban, que se ahonda la pena, recuerdo a dos orientales, compañeros, que enterrados en vida entrevieron un cielo.
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