Resistir y sobrevivir para contarla. Cinco presos políticos de la dictadura recuerdan cómo se vivió el día del golpe en las cárceles donde estaban y el plan sistemático con que pretendieron destruirlos mientras los tenían entre rejas.
Perla Diez despertó sobresaltada en su celda de la Cárcel de Mujeres de Olmos, en las afueras de La Plata. Miró la cuna que estaba al lado de la cama: Lucía, de apenas cuatro meses, seguía durmiendo. Los vidrios temblaban. Desde afuera venía un ruido sordo de motores y roces sobre el asfalto. No podía verlos, pero estaba segura de que eran tanques que avanzaban por la ruta. Se quedó en silencio, con los ojos abiertos, inquieta. Lo peor era no saber. Estuvo unos minutos así, sin moverse, antes de dar una vuelta en la cama y obligarse a cerrar los ojos. Mañana será otro día, pensó. Sabía que tenía que dormir. Corrían las primeras horas de la madrugada del 24 de marzo de 1976 y Perla llevaba poco más de un año presa.
Más temprano, unos 60 kilómetros al sur, Hernán Invernizzi dormía en una celda aislada del Penal Militar de Magdalena. Lo despertó el estruendo de los tanques y los carros blindados que avanzaban por la Ruta 11. Se trepó hasta alcanzar la pequeña ventana del calabozo y pudo ver a lo lejos las luces de los vehículos que se dirigían a La Plata desde el Regimiento de Caballería Blindada, uno de los de mayor poder de fuego del país. “Fue una imagen impresionante. Se me heló la sangre. Pensé que era un golpe y que me fusilaban ese mismo día. Me pregunté si sería como en las películas, vendado frente a un pelotón de fusilamiento, o si me iban a tirar por ahí en medio del campo”, dice ahora, 42 años después.
En el mundo exterior los hechos se desarrollaban según lo planificado. Las tropas salían de los cuarteles y se desplegaban por las calles de las grandes ciudades; las fuerzas de seguridad – policías, Prefectura y Gendarmería – se ponían a las órdenes directas de las Fuerzas Armadas; la presidenta María Estela Martínez de Perón era detenida en el Aeroparque Jorge Newbery; grupos de hombres de civil y con ropa de fajina pateaban puertas de domicilios previamente fijados y se llevaban a sus habitantes; se montaban retenes militares en las puertas de las fábricas. La coreografía del golpe se desarrollaba al compás de las marchas militares.
A las 3 de la mañana, el locutor de Radio Nacional Juan Vicente Mantesana – sacado previamente de su lugar de trabajo por una patrulla del Ejército – leía el Comunicado N° 1 de la Junta Militar desde una oficina del Estado Mayor Conjunto. En las redacciones de los principales diarios del país se empezaron a preparar ediciones de emergencia. “Asumieron el gobierno los tres comandantes generales”, titularía La Nación; “Intervención militar”, diría la portada de La Opinión; “¡Cayó Isabel!”, gritaría en cuerpo catástrofe la tapa de Última Hora; “Nuevo Gobierno”, anunciaría Clarín.
Los diarios no entraban en las cárceles y las pocas radios que tenían los presos políticos –y que luego les serían secuestradas – no podían encenderse salvo a horas determinadas. La noticia del golpe atravesó las rejas por otras vías: indicios de movimientos extraños, refuerzo de las guardias, alguna radio que llegó a encenderse, las indiscreciones de unos pocos guardiacárceles.
Primeras noticias del golpe
“Nos enteramos por familiares de visita y por algún carcelero con el que todavía se podía hablar”, dice Raúl Argemí. Estaba detenido desde junio de 1974 y ya había pasado por las cárceles de Rawson y Devoto. El golpe lo alcanzó en la Unidad 9 de La Plata. Dice que para los presos era una movida anunciada, que sabían que se venía, que lo único que desconocían era la fecha. “El golpe no nos tomó de sorpresa, estaba cantado. Sabíamos, por comentarios, por ejemplo, de Jorge Taiana padre, que las ratas abandonaban el barco llevándose hasta los clips del escritorio. El levantamiento previo de Capellini, golpe de tanteo antes del definitivo -casi de reglamento- y el distanciamiento de la clase política de toda posibilidad de tomar una salida institucional, lo habían hecho imparable. Ese día estábamos en la Unidad 9 de La Plata. Habíamos ido a parar allí todos los varones de Devoto, cárcel donde el ejército ya compartía la custodia de los presos”, explica.
José María Company Céspedes había sido secuestrado en abril de 1975 por una patota de la Policía Federal en La Plata. Estuvo una semana desaparecido junto con otro compañero, Omar Núñez, en la delegación platense de la Federal, donde fueron torturados sistemáticamente. Los “blanquearon” cuando ya estaban físicamente destruidos y los mandaron a la Unidad 9. Desde junio de 1975 estaba en el penal de Sierra Chica. “El golpe se palpaba y en la madrugada del 24 de marzo comenzamos a escuchar las marchas militares. Ese día fue normal, esperábamos requisas de las radios y libros, pero no pasó nada. Recién con el paso de los días la situación empeoró. En nuestro pabellón estaban Dante Gullo y Dardo Cabo, entre otros compañeros de diferentes organizaciones, y la corrección que los penitenciarios habían mostrado hasta entonces pasó a ser hostilidad y verdugueo, que se trasladó a los familiares que hacían largos viajes para poder vernos”, dice.
“En Rawson, el primer signo que tuvimos fue que no nos abrieron las celdas a la mañana para salir al baño a higienizarnos y nos sacaban de a uno o dos por vez con presencia ‘extra’ de guardiacárceles en los pasillos y en los techos, estos últimos armados. Además, desde temprano se oía el ruido monótono de un avión que sobrevolaba permanentemente el penal. Ningún guardia quería soltar prenda de lo que sucedía, aunque por supuesto nos lo imaginábamos, de hecho la información que teníamos es que el golpe estaba decidido desde fines de 1975 y se concretaría en el primer trimestre de 1976. El 24 de marzo nos la pasamos encerrados todo el día sin mayores novedades, no hubo hostigamiento ni agresión por parte de los guardias y al otro día nos abrieron”, recuerda Alberto Elizalde Leal, detenido desde septiembre de 1973.
La confirmación del golpe les llegó a través de un penitenciario:
-¿Qué está pasando, que no nos dejan salir? – le preguntaron.
-Lo que se sabía que iba a pasar, finalmente pasó – fue la respuesta.
Separado de otros conscriptos y suboficiales presos por razones políticas, en un pabellón casi solitario del Penal de Magdalena, que sólo compartía con cinco soldados que habían sido detenidos por homosexuales, Hernán Invernizzi recuerda que se desesperaba por tener alguna noticia. Lo habían detenido mientras hacía la colimba, en el copamiento fallido de del Comando de Sanidad Militar, y seguía preguntándose cuándo y cómo lo matarían. “Esa unidad estaba a cargo del Ejército, la dirigía un coronel, y nos cuidaba Gendarmería. Nadie hablaba. No recuerdo que hicieran comentarios especiales sobre el golpe. En cambio, unos meses después, no paraban de hablar apenas llegó la noticia de la muerte del Negro Santucho”. Recién el fin de semana, cuando lo visitó su madre, pudo saber con certeza qué estaba pasando.
En la Cárcel de Mujeres de Olmos, Perla Diez había podido dormir sin nuevos sobresaltos después de escuchar el paso de los tanques. Despertó a la mañana con otro ruido, el de las marchas militares que se escuchaban por las radios que todavía no les habían quitado. Dice que, a pesar de la angustia, guarda un recuerdo de esa mañana que le sigue resultando hermoso. “Nunca me la voy a olvidar porque es para mí una imagen bellísima. Cuando me despierto, con el fondo de la marchita militar, veo venir hacia mí a una compañera, Elba Balestri, a la que le decíamos La Empanada, porque era cordobesa y con relleno. Estaba vestida con un desabillé color turquesa y traía un mate para darme a mí y una mamadera para darle a Lucía”, dice.
Recuerda también que mientras por la radio se escuchaba uno de los comunicados de la Junta pensó, mirándola: “Yo con ésta voy hasta la China, yo con ésta resisto hasta donde sea”.
Tuvieron que resistir.
Cárcel, infierno y resistencia
Desde fines de 1975, en la Unidad 6 de Rawson se venía aplicando un régimen cada vez más represivo: censura de la correspondencia, censura de libros, trabas a las visitas con requisas vejatorias especialmente a las familiares mujeres, castigos con cualquier excusa, calabozos de aislamiento, golpizas y amenazas eran moneda corriente a partir octubre, cuando las Fuerzas Armadas se habían hecho cargo del control operacional de la represión.
Después del golpe, la situación no hizo sino empeorar. Alberto Elizalde Leal la describe así: “Los cambios fueron graduales, pero abiertamente represivos. Yo fui trasladado a Buenos Aires en julio de 1976, pero ya se notaba la aplicación del régimen llamado de ‘privación sensorial’, es decir, dejar al detenido sin elementos de contacto directo con el exterior, sometiéndolo a un reglamento cambiante y absurdo cuya infracción implicaba castigo automático (golpes y calabozo), desalentando incluso la interrelación humana entre detenidos (un mate cada uno para que no se pudiera compartir, caminar en el patio solamente de a tres), controlando estrictamente la correspondencia con familiares directos, únicos permitidos y grabando las conversaciones durante las visitas que comenzaron a realizarse en locutorios individuales a través de un blindex”.
En la Unidad 9 de La Plata, los maltratos también venían potenciándose desde antes del golpe. “Cuando nos trasladaron desde Devoto salimos cobrando y entramos en la U9 cobrando como en banco. O sea que el precalentamiento represivo ya estaba en juego. El día del golpe, algunos, varios, recordamos una charla con Alberto Camps que afirmaba que se nos venía una noche larga y dura, con torturas y muerte dentro de las cárceles. Los carceleros todavía no tenían muy clara cómo venía la mano, pero, a medida que se endureció, se fueron los más humanos, porque no se bancaban la pateadura y la tortura como parte de su trabajo. Quedaron sólo los peores”, dice Raúl Argemí. “Lo que cambió después del golpe, en forma progresivamente acelerada, fue el grado de violencia interna, sin necesidad de justificación formal –explica -. Y la colaboración directa con los servicios de inteligencia, reflejada en que podían sacar de la cárcel a cualquiera y que no apareciera nunca más. También en la vigilancia y represión hacia los familiares de los presos. Algunos de ellos desaparecidos”.
Para Perla Diez, las detenidas de Olmos quedaron sometidas a lo que parecía ser la ley del puro capricho de los represores, pero que en realidad se trataba de un plan perfectamente elaborado para destruirlas física y psíquicamente. “Empezó un régimen muy duro en cuanto a un aniquilamiento psíquico, moral… y físico en el sentido de la alimentación. No nos pegaban o nos mataban, como otras cárceles, pero nos sancionaban todos los días, sin que pudiéramos saber bien por qué ni qué hacer: hoy te sanciono porque tenés el pelo suelto y mañana porque lo tenés atado, hoy te sanciono porque dormís la siesta y mañana porque no la dormís. Ante eso, nosotras discutimos cómo teníamos que pararnos para enfrentarlos. Primero fue con actitudes individuales, como no comer la comida que te daban -cuando te la daban- cuando veías que el guiso estaba lleno con la mierda de las tripas de las vacas, por ejemplo. Esas actitudes individuales se fueron haciendo colectivas, como en las protestas contra los traslados de las compañeras porque ya sabíamos que en otras cárceles esos traslados significaban la muerte. Así empezamos a resistir”, dice.
Por momentos el sadismo superaba cualquier límite, recuerda, como cuando sacaron a todas las madres al patio y vieron entrar a los perros de los guardiacárceles a las celdas donde las habían obligado a dejar a sus hijos.
“En poco tiempo, fueron llegando detenidos, todos destrozados. A los que les enviábamos material de lecturas y comida que aún recibíamos de las familias, para confortarlos. Se duplicó la población de Sierra Chica con presos que traían de Devoto, y Córdoba. Se incrementaron las requisas de las celdas, acompañadas de palizas. Los golpes de las palizas por la entrada a los pabellones aún los escucho. Para muchos fue insoportable y a lo largo del 77 se suicidaron varios compañeros”, dice Company Céspedes.
Traslados nocturnos que en realidad significaban la muerte, “liberaciones” a horas insólitas en la puerta de la cárcel para que el preso fuera secuestrado y llevado a un centro clandestino de detención, alimentación miserable –durante meses sin sal – para destruir físicamente a los detenidos, largos aislamientos, golpizas constantes, desaparición de familiares, amenazas abiertas de muerte fueron algunos de los ingredientes del plan de destrucción de los presos políticos implementado por la dictadura cívico militar.
Para Alberto Elizalde Leal, quién mejor definió lo que la dictadura buscaba con este régimen inhumano fue el jefe de la requisa de la Unidad 6 de Rawson, Jorge Osvaldo Steding, cuando le dijo a un detenido:
-Ustedes van a salir de acá locos, putos o muertos.
“Todo un programa que -es un orgullo de militante decirlo- no pudieron cumplir gracias a la solidaridad y el compañerismo que nos hizo encontrar formas originales e imaginativas de resistencia y gracias a la presencia de familiares y organismos de DDHH que estuvieron siempre al pie del cañón denunciando la situación, haciendo presentaciones judiciales y presionando de mil formas para preservar la salud, la integridad física y la vida de quienes estábamos presos”, dice hoy Elizalde Leal.
José María Company Céspedes, ciudadano español, logró la opción de salir del país en 1978. Perla Diez salió con libertad vigilada a fines de abril de 1982. Alberto Elizalde Leal y Raúl Argemí fueron liberados pocos meses después de recuperada la democracia. Hernán Invernizzi debió esperar a mediados de 1986 –y vencer la resistencia de los militares que, aún en democracia, quería mantenerlo encarcelado – para salir en libertad.
Todos ellos son sobrevivientes de un plan sistemático elaborado para destruirlos. Hoy están para contarlo.