Su primera novela Muerta de hambre, de 2004, fue Premio del Fondo Nacional de las Artes. Luego vinieron La perfecta otra cosa, La piel dura, Vagabundas y Nación Vacuna, y en coautoría con Guillermo Saccomanno. Amor invertido y Los que vienen de la noche. Aprovechamos el lanzamiento de sus dos últimos trabajos para conversar con Fernanda García Lao sobre los cruces posible entre ficción y no ficción.

Fernanda García Lao le concedió a Socompa esta entrevista con un pie en el avión que la llevó a Praga en un viaje que no tiene fecha de regreso, pero tampoco lo contrario. Antes de irse, dejó dos libros publicados en simultáneo. Uno es Sulfuro, una novela hermosa y aterradora que transcurre en la casa que acaba de abandonar. El otro, Autobiografía con objetos, una colección de miniaturas maravillosas que demuestran que el relato autobiográfico puede ser, también, desconcertante y universal.

—No es la primera vez que dos libros tuyos se editan simultáneamente o con diferencia de semanas.

No, es la tercera vez. Hubo tres años, los últimos tres, en que no publiqué nada aquí. Desde 2017, que salió El tormento más puro, que son cuentos. Y yo tenía Sulfuro listo para salir en plena pandemia, pero entre la editora  y yo no lo hicimos. No escribo para terminar rápido. Lo que pasa es que luego se me juntan proyectos y parece que lo tuviera recién salido no sé de dónde. Pero lo que sucede es que nunca tengo un solo proyecto.

—Contanos cómo arranca la idea de Sulfuro.

—Sulfuro está hecho de pesadillas. Arrancó con una pregunta de una nueva vecina recién mudada. Me dijo “¿este olor es normal?”. Y le dije “¿Cuál?”. Nunca entendí a qué se refería, pero lo relacioné con el cementerio, que está a dos cuadras de mi casa, porque yo ya estaba escribiendo sobre esto. Entonces esa vecina también se convirtió en una personaja del libro. De hecho, ella es todo lo que yo imaginé para ella. No sé quién es ni cómo se llama, tiene una perra y dos hijos. Les dice Chicos. “¡Chicos!”  (imita a la vecina, imposible no imaginarla) Tiene un portón y una camioneta más grande que el portón. Y, por otra parte, tuve una vida muy participativa con relación al cementerio. He filmado un corto, he ido a llorar cuando me divorcié, frente a tumbas equis. Y muchas veces sentada en un banco adentro del cementerio miré hacia las casas de enfrente porque el paredón es bastante corto y ves las prendas tendidas al sol, cierta vitalidad del vivo. Pero también bastante actividad dentro de la vida cementeril. No hay mucha gente, la verdad, pero la llegada de los nuevos siempre activa el movimiento.

—¿Y Autobiografía?

—Autobiografía es un libro que vengo escribiendo desde hace un tiempo largo y que tiene que ver con la dificultad que tengo para contar mi vida en términos cronológicos y en términos de pacto. Porque me mudé veintiocho veces. La primera, en el 76 con mi familia para España. Ahi fue la primera pérdida de objetos simbólicos, entre otras cosas. Cuando estábamos en España, en el 86 hubo un terremoto en Mendoza y, en la casa de mi abuela, la parte que era de adobe se vino abajo sobre todas nuestras cosas. Y fue muy impresionante, no quedó nada. Autobiografía es una manera de recuperación de eso. Y también es poner en duda la materia de la que estamos hechos.

—Volvamos a Sulfuro ¿Por qué elegiste narrarla en segunda persona?

—Primero, es una especie de estrategia narrativa que me interesaba explorar. Yo ya había trabajado la segunda persona en algunos cuentos. Pero no en una novela. Y tenía ganas de pensarla  como un plano de situación. Estás acá. Te pasa esto. Vas hacia allá. Es una especie de testiga o de presencia disociada. Que es lo mismo que sucede cuando sueño. Muchas veces yo me sueño desde afuera y me veo mover. De hecho, en sueños muchas veces no tengo ni mi cara. Ni una mujer soy, siquiera. Esa capacidad de ausentarse del propio cuerpo y dar cuenta, me pareció que, en primera, no iba. Y por otro lado yo quería marcar el silencio de la protagonista. Ella no habla. No es dueña de su discurso, pero es dueña de su acción. No tiene nombre porque está viva y en esta novela ningún vivo lo tiene. Y es alguien que está más cómoda con los muertos. Son menos peligrosos, siempre. Cuando uno elige un punto de vista o un modo, en realidad esta eligiendo también un territorio poético. Estás eligiendo unas herramientas y deshabilitando otras. También es un recurso político, el de privarla a ella de voz, porque ella es usada. Y está muy rota, no puede decir “estoy acá, voy allá, él me monta”. Tiene otra gravedad que sea dicho por alguien más. También me di el permiso medio vertical de ir al más allá, por arriba y por abajo.

-¿Cómo es eso?

-No contar solo con este plano, sino con el submundo y con todo lo que eso implica y toda la materia tan rica de lo tenebroso y lo mortal conocido. A mí lo que me aterroriza es la realidad y nunca me ha aterrorizado ningún relato ni ninguna película de terror. Me parece un juego. Y está bien, me parece entretenido. Pero, por otro lado, esta ocupación como celestial de algunos seres y los conceptos, que son absolutamente patriarcales, del más allá con juicio y un señor barbudo que te dice si entrás o no. Con un hijo y un espíritu santo y una señora embarazada. Por eso está también acá esa idea de una violación de María, son todas cosas para pensar desde la ficción, que es un modo de molestar muy válido.

—Hablemos de molestar desde la ficción o la no ficción.  A vos el periodismo te interesa poco, ¿no?

—Yo estudié periodismo. En la Complutense, Pero… es que soy hija de periodistas. La verdad es que fue genial. que aprendí un montón, la pasé muy bien y sé que no lo quiero hacer. Soy absolutamente subjetiva, me gusta contaminar la prosa, me gusta destrozar el verosímil (risas) No me importa el cuándo, el qué, no me importa cómo ni dónde.

—Pero me decías que para Sulfuro estuviste haciendo observación participante en el cementerio.

—Si, he sacado fotos, me he colado en entierros, me he cruzado con la bolsa de las compras, he ido a leer…. siempre me sentí una infiltrada con posibilidad de ver. Y sobre todo de anotar, (risas).

—Y a la vecina la tuviste que espiar un poco para armar después el personaje, digamos que  la producción de tus ficciones tiene bastante trabajo periodístico.

—Si, participan varias fuentes (risas). Pero no son de fiar. (más risas). Y obvio, el hecho de colarme en un entierro es eso, uno puede pensar que soy una mezcla de periodista y freak, todo está mixeado, no soy tan purista. Me parece que cada nuevo narrador o narradora o poeta, cada nuevo artista, lo que tiene para aportar es su propia contaminación de vida, lo leído, lo vivido, lo temido, lo visto, lo escuchado.

—Te pregunto sobre lo real en tus ficciones porque últimamente me parece que, cuando se dice que la crónica es un cruce entre novela y periodismo, se piensa en las novelas de Flaubert o Balzac. Como que la prosa periodística se está volviendo hiperdescriptiva.

—Pero eso es muy decimonónico, después de James Joyce, que fue hace un siglo, pensar que una novela es un objeto de descripción es un pensamiento quedado en el tiempo, hay que renovar las lecturas.

—¿Crees que existe esa posibilidad? ¿que el debate sobre los modos de narrar que proponen las literaturas del siglo XXI pueda permear a las narrativas de no ficción y el discurso de lo real?

—Por supuesto. Yo creo que lo estamos viendo. Escribir no es mirarse en el espejo. Los cronistas están un poco excedidos de narcisismo, tal vez. Yo estuve acá, por tanto, digo que, en la literatura llamada del yo también hay un malentendido. Hay enormes escrituras del yo, como Marguerite Duras. Ella se explora y, sin embargo, aparece en contexto no solo un marco testimonial sino también ficcional. Sus libros en Indochina son geniales porque no coinciden. En una fue amante del chino, en otra el chino no la tocó, en otra fue vendida por su madre al chino… no coinciden. Entonces ¿cuál es la verdad? ¡No nos importa! Darle excesiva dimensión a tu verdad es quedar en evidencia. Ni siquiera tu vida es tuya, imaginate la verdad. O la coyuntura. Creo que la única forma de ser yo es, de alguna manera, salirme de mi. Yo imagino que, si a mí me pasa, le debe pasar a un montón. Si yo tengo ese temor, ese temor lo deben sentir millones, yo soy una milésima parte de ese temor.

—Entonces, contás el temor

—Contar el temor me pone acá porque yo tengo temores de este siglo, porque estoy acá. Ahora. Cuando ves películas de ciencia ficción de los años sesenta, vos leés los años sesenta. La fantasía de cómo veían el futuro es una crónica perfecta de esos años. El temor de Orwell habla de la época de Orwell. Algunas ficciones caducan y pierden vigencia, pero las menos literales, las que tienen menos pretensión realista terminan siendo las más universales, las que no pierden la pulsión del misterio de estar acá y de no saber.

—Hace un rato me decías que la literatura de terror no te da miedo.

—Claro, en Sulfuro vos decís “hay un cementerio, hay espectros, es terror”. No, al toque que empezás a leerlo te das cuenta de que el registro no es el del género de terror. El cine de David Lynch, no podeś decir que sea de terror. Te perturba, pero trabaja distintas áreas del entendimiento, desde lo visual hasta lo filosófico, lo tecnológico, pasando por la pesadilla. Y, por otro lado, la tontería. Sus personajes no son inteligentes y son muy norteamericanos. Tienen la renguera propia de su lugar, la marca, el desperfecto de una sociedad determinada. Está lleno de situaciones absurdas y el absurdo y el terror no se llevan bien. A no ser que sean esas películas medio paródicas de género. Que no me interesan tampoco, (risas)

—Pero ¿por qué? ¿Porque el género tiene reglas?

—El género tiene un marco, entonces tenés que respetar un determinado cerco. Es como el fórceps de qué es un cuento, qué es la poesía, qué es la novela. En realidad, son limites formales que no significan nada. No hay nada que me guste más que leer un texto que no respete el imaginario de su límite o de la forma predeterminada con recursos definitivos. Me gusta todo lo que desmiente eso, Tampoco escribo temas. No me digo “Voy a patear el tablero religioso”. No voy atrás de la originalidad, sino de cierta verdad para esos cuerpos. Y esos cuerpos incluyen el texto. El texto es un cuerpo que se mueve, respira, vibra, es alguien que habla.

—Pero también escribiste Autobiografía…

—Claro, escribí eso, pero también en segunda, porque no quería decir “Mi camita de cuando era bebé”. Está en segunda, pero es una segunda mucho menos orgánica, critica y delirante que la segunda de Sulfuro. Esto es una segunda más fría. Me gusta trabajar otras temperaturas frente a la dificultad de reconocer el pasado. Dije: “Voy a atravesar el pasado con objetos, pero sin anécdotas personales que no le interesan a nadie. Voy a trabajar con la mínima cantidad de materia posible en los textuales”. Y el otro día una amiga me recordó que hace muchos años habíamos hecho un taller con Federico León en el que uno tenía que inventar su propio museo. Si vos fueras un museo ¿qué hay? Creo que algo de eso quedó funcionando. Esa es una de las virtudes de compartir con otros los procesos creativos. No creo en la soledad del creador. Tampoco me parece que todo arte sea colectivo, creo que hay un nombre y alguien que se hace cargo de esas palabras, pero lo colectivo te modifica, altera, y te abre universos. Por eso también venir del teatro de alguna manera me hace contemplar lo colectivo del libro, que es el elenco, desde un lugar bien físico. Porque no describo mucho que tienen puesto, ni su tamaño, pero hay un par de datos físicos, que puede ser el olor, una marca personal que identifica a ese o a esa y que se instalan como una marca en el texto. Y son inconfundibles: “la malpeinada de la vuelta”, sólo sabemos que está malpeinada, no importa, el resto ¿qué más da? Uno sí se fija en pequeños detalles.

—Con esto me estas contestando lo que te decía de la crónica hiperdescriptiva, Me estas dando un consejo para periodistas.

—Si, pero para una crónica tal vez deberías indagar un poco más.

-¿Si? ¿En la descripción del personaje?

-Yo qué sé. (pausa) En la crónica me gusta mucho Licitra, por ejemplo.

-Bueno, en la prosa de Josefina Licitra se nota el trabajo de síntesis, mucho esfuerzo para combatir la hiperdescripción.

-Lo que pasa es que tiene una prosa del carajo. Entonces no importa el género. Tenés una prosa laburada, tenés ideas y las ponés en práctica. Creo que ahí está el eje.

—Te reís cuando escribís?

—Mucho. Incluso me río cuando me leo, que es peor. (risas) Ahora, por ejemplo, que tuve que leer las galeras, algunas me hicieron reír y no las recordaba. Y me dije, “Me estoy riendo de mis propios chistes. ¡Es algo peligroso!” (risas) Es que hay humor, yo necesito que sea así porque soy así. Descreo de que los temas importantes haya que tratarlos de manera solemne. “La muerte se toca con guantes”. Y además, siempre hay risas en los velorios.

—¿Pero te reís imaginando al que lee?

—No imagino al que lee.  Me río de la situación y del permiso que me habilito para hacerlo, me digo ¡Ah, voy a mandar…cualquiera! (risas) Pero no tengo imagen muy clara de quien me lee, No sé cómo le va a pegar a nadie.

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