Poeta, crítico de arte, novelista, John Berger ha interrogado lugares, cosas y hombres, en busca de una verdad nunca absoluta. En este entrevista de 2007, habla de su infancia y del papel del arte en un mundo dominado por empresarios y publicistas.
Muchos ingleses todavía lo recuerdan: en 1972 apareció en las pantallas de televisión un hombre con una camiseta estilo pop art que con voz cálida invitaba a los espectadores a interrogarse sobre la relación entre arte y sociedad. Lejos de las actitudes pedagógico-paternalistas de los cultivadores de la materia, ajeno a cualquier forma de erudito exhibicionismo, capaz de dudar incluso de las posiciones propias, aquel hombre, John Berger, revolucionó la forma de pensar el arte, desconcertando a expertos y a ciudadanos ordinarios. Los primeros intentaron reconocer la eficacia de una orientación que no estuviera empantanada en los complejos mecanismos hermenéuticos derivados del análisis de Barthes y del estructuralismo francés, en aquel entonces muy a la moda; los segundos se sorprendieron de descubrir formas de arte fuera de los lugares tradicionalmente destinados a albergarlo. Se sorprendieron sobre todo al comprender que, en cada mirada, en cada obra de arte, se sedimentan memorias, contenidos político-ideológicos, expectativas.
Las mismas memorias y expectativas que John Berger ha decidido albergar en el interior de su vasto universo artístico, que se ha formado en el transcurso de una larga actividad de crítico, escritor y diseñador sobre la base de una interrogación incesante de lugares, cosas y hombres, a la búsqueda de la manifestación de una verdad nunca absoluta, inquieta como sus continuas peregrinaciones en el umbral que une realidad e imaginación, memoria y urgencia política, fidelidad al objeto-sujeto de su visión e intensidad radical de la mirada.
-Usted es poeta, ensayista, escenógrafo cinematográfico, crítico de arte, autor teatral, novelista, contador de historias, diseñador y otras muchas cosas. La frecuentación de ámbitos artísticos tan diversos ¿depende quizás de la voluntad de mantener una especie de independencia de la imaginación, más allá de los límites impuestos por la especificidad de cada forma expresiva?
-Si miro hacia atrás, reconozco que he utilizado formas distintas, entre otras cosas para preservar una cierta independencia, aunque no lo he hecho conscientemente. De todas formas, creo que una respuesta parcial a su pregunta puede encontrarse en algunos aspectos de mi formación: a los dieciséis años dejé la terrible escuela a la que iba y a continuación pude inscribirme en una escuela de arte, donde empecé a pintar y a dibujar. En 1946 entré al ejército donde estuve durante dos años. Ya fuera del ejército, como militar habría podido ir gratuitamente a la universidad, pero decidí no hacerlo porque no quería encontrarme de nuevo en lo que me parecía un mundo demasiado “protegido”. Deseaba estar en la calle, donde las historias nos hablan y consideraba que la vida fuera de la universidad era mucho más interesante y misteriosa. Mi educación formal, por lo tanto, terminó cuando tenía dieciséis años y aunque entonces no razonara en estos términos, ahora puedo decir que el hecho de no haber ido a la universidad me ha procurado una cierta libertad porque no he tenido nada que ver con las categorías propias del sistema académico que distinguen entre ficción, ensayo, escritura para teatro, etcétera.
-Incluso en las obras en que la dimensión autobiográfica emerge con mayor evidencia que usted ha procurado siempre evitar el tomarse a sí mismo como sujeto de su trabajo de forma explícita. Esta aversión por la autobiografía podría depender quizás del modo en que contempla a los sucesos, al mundo y a sí mismo: no se trata nunca de una mirada nostálgica o replegada sobre sí misma, sino más bien de una visión animada de aquello que citando “Fotocopias” podríamos llamar “un sentido de urgencia que pertenece solo a la vida”.
-En efecto, puedo decir que me reconozco en esta descripción. Con frecuencia me defino como un contador de historias y el contador de historias existe desde hace mucho más tiempo que la ficción, porque con este término se entiende, en general, las novelas y, tal como las concebimos actualmente, las novelas son poco más o menos una invención del siglo XIX. Ahora bien, muchas novelas son semi-autobiográficas y en algunos casos abiertamente autobiográficas, basta pensar en Proust, un escritor que admiro enormemente y que me ha influido de manera profunda. Sin embargo, el contador de historias es una cosa distinta, porque, por definición, los contadores de historias no cuentan las suyas propias sino que son permeables a la escucha y a la interpretación de las historias de los demás y actúan de una forma que podríamos llamar anónima. Esto es también lo que yo intento hacer. No sostengo que se trate propiamente de una cualidad y por lo que a mí respecta creo que estoy “constituido” de esta forma, porque desde que tenía seis años me identificaba muy fácilmente con las personas de mí alrededor. Aunque sea más bien desconfiado respecto a las explicaciones fáciles de tipo psicológico, puede ser que esta disposición que tengo esté ligada al hecho de que desde la infancia me he encontrado solo, aunque esto no significa que viviera en soledad. En cierto sentido, era como un huérfano: tenía una relación muy estrecha y afectuosa con mi madre pero pasé poco tiempo con ella y me identificaba con mi padre a quién sin embargo no sentía precisamente como tal. Esta condición me concedió una libertad especial y quizá porque no tenía una fuerte vinculación con mi familia me sentía de forma natural más abierto hacia los demás.
-Usted ha manifestado haber estado animado por la “necesidad de descubrir lo que ya está ahí, pero que todavía no ha sido visto”. Estas palabras evocan no solamente a Proust, que acaba de citar, sino también al Paul Klee de la “Confesión creadora”, cuando afirma que “el arte no debe reproducir lo visible, sino hacer visible”, llevar manifestar. ¿Reconoce afinidades con estos dos artistas?
-Por lo que respecta a Proust lo leí por primera vez cuando tenía alrededor de catorce años y obviamente no comprendí gran cosa. Más tarde leí de nuevo sus obras que acabaron teniendo una gran importancia a mis ojos precisamente debido a este elemento del cual usted habla: no eran las palabras utilizadas, en cuanto tales, lo que me interesaba sino el modo en que evocaba las cosas, aquella extraña paradoja consistente en que a partir de una determinada palabra era posible descubrir, abrir y sacar a la luz un universo entero. Continuando con los años de mi adolescencia, también fue muy importante James Joyce, pero por razones diferentes. Lo que me impresionó de él fue que lograra introducir en la literatura muchas experiencias que antes no formaban parte de ella: Joyce abrió las ventanas del mundo literario y por ellas entraron millares de palabras y junto con ellas nuevas experiencias relativas al cuerpo y a la biología, experiencias que antes de él estaban excluidas del ámbito literario.
-En el transcurso de los años usted no ha dejado nunca de ocuparse de la relación entre arte y política, o, mejor, entre arte y poder. Si asumimos, como hace usted, que el arte tiene un poder catártico porque salva a los fenómenos del olvido ¿no se corre el riesgo de asignar al arte una función meramente consoladora, eliminando del mismo el potencial de transformación de lo existente?
-Se trata de una cuestión muy actual porque vivimos en un clima dominado por el capital financiero global, que ha impuesto un nuevo orden económico de rasgos cada vez más preocupantes. Según los ideólogos de este orden económico existe un neto contraste entre el pasado, que representa lo que debemos dejar atrás en nombre del llamado progreso, y el futuro, que se supone lleno de promesas. La historia de las personas y el conocimiento de que la vida de las personas se relaciona con la historia, se oponen a este contraste: ningún futuro verdadero, que no sea el relativo a las próximas veinticuatro horas o a las próximas elecciones, puede de hecho realizarse sin un sentido del pasado. El sentido del pasado, que no tiene nada que ver con una actitud conservadora, sirve para comprender el sentido del movimiento que puede llevar orgánicamente al futuro. En estos términos, salvar del olvido, refutar cancelar el pasado, es una operación indispensable para comprender mejor como cambiar las cosas.
-Stendhal decía que la belleza es una promesa de felicidad, mientras que Adorno en su monumental “Estética” añadía que el arte es una promesa de felicidad no mantenida. En “Modos de ver” escribe, por el contrario, que la promesa de felicidad es la publicidad. ¿Quiere esto decir que a partir de ahora las promesas de felicidad solamente pueden venir del marketing publicitario?
-En primer lugar, la publicidad pretende prometer felicidad, pero lo que verdaderamente promete no es otra cosa que el próximo objeto a consumir. Finge que puede abrir una puerta al reino de la felicidad, olvidando que la felicidad no reside en ningún reino, ya que es una cosa que sucede improvisada e inesperadamente. La felicidad se manifiesta en momentos de breve duración, en los cuales se advierte algo que es eterno, algo que nos lleva fuera del tiempo. En cierto sentido el arte hace lo mismo: también en las distintas formas de arte se puede encontrar lo que llamaría lo eterno, lo eterno de que hablaba Spinoza, o, en términos menos abstractos, lo eterno que emerge, por ejemplo, en la forma en que Pasolini en su film La rabia muestra la entera historia del hombre, evitando cualquier pretensión de generalización histórica y haciendo coexistir en ella el pasado, el presente y el futuro.
-Los cielos, ha escrito usted, cambian no solo en función del tiempo atmosférico, sino también según los cambios históricos, porque son una ventana al universo y al mismo tiempo un espejo de los sucesos terrestres. Si hoy mira fuera de la ventana ¿qué mundo refleja el cielo que ve?
-En primer lugar, están los operadores del orden económico mundial de los que hablaba antes, los cuales toman cada minuto alguna decisión que afecta directamente a millones de vidas en todo el mundo, sin responder políticamente ante nadie, ni a los gobiernos de los estados nacionales ni mucho menos a los políticos individuales, que han perdido gran parte de su poder pero no quieren admitirlo. Tenemos después a millones y millones de personas que en un cierto sentido no tienen poder o no actúan políticamente, por lo menos no en el sentido tradicional del término. Estas personas trabajan para ofrecer pequeñas soluciones que les permiten sobrevivir con la mayor simplicidad en las difíciles condiciones en que se encuentran y representan un amplio movimiento, en cierto sentido amorfo pero que comparte muchas prioridades, prioridades ligadas a las acciones a emprender y a las formas de resistencia y de solidaridad a poner en marcha. Este movimiento que no dispone de un programa formal ni de un único portavoz representa una fuerza para cambiar. Las personas que forman este movimiento no están planificando el cambio, simplemente lo construyen con sus propias vidas. Pienso que es la primera vez en la historia que sucede una cosa de este tipo y, si miro al cielo, veo algo que se parece a este movimiento que prepara la alternativa al poder actual que gobierna al mundo. Veo algo que espera, un movimiento que, esperando, prepara la alternativa para la supervivencia. Veo una especie de inmanencia. Si miro en el espejo que el cielo me ofrece veo un espacio que contiene dentro de sí a todas las personas que intentan restituir un sentido a sus vidas.
Traducción: Anna Garriga Tarrés
Fuente: Sinpermiso