Acaba de publicar Bombo el reaparecido, una novela que reconstruye e imagina la vida en el monte tucumano en tiempos de la dictadura. El relato es la manera en que Santucho recupera y reformula la relación con su padre, al mismo tiempo que plantea las condiciones y dificultades para pensar hoy la idea de lo revolucionario.
En el monte tucumano había una memoria latente. Flotaba por ahí, desparramada pero viva. Entre ingenios que cerraron, éxodos, pueblos relocalizados según el capricho de los militares durante la última dictadura, aguardaba esta historia, la de Bombo, el reaparecido (Seix Barral), y muchas otras más. Cuando en Santa Lucía, pueblito al pie del cerro Aconquija, escuchó eso de un desaparecido que volvió, Mario Santucho supo que era hora y no sólo se metió con esa figura difícil, incómoda y casi sin huellas de Julio Ricardo Abad, más conocido como Bombo Avalos, sino que a través de esa búsqueda mostró los pliegues de un pasado político y militante de nuestro país en esa región, desde un ángulo inesperado pero en la misma geografía que décadas antes su propio padre, Mario Roberto Santucho, había dado los primeros pasos en el lineamiento de lo que fue el Ejército Revolucionario del Pueblo.
¿Quién fue Bombo, ese nacido y criado en el monte, militante del ERP, detenido en 1976, reaparecido como un “espectro fugaz” en su Santa Lucía natal? Con esa pregunta, Santucho pausó su historial de escritura colectiva, en la que venía trabajando desde siempre con grupos de investigación política, y entre edición y edición de la revista crisis, de la que forma parte, se metió en una escritura individual. En el camino, no le esquivó a la figura de su padre, aunque nunca soltó las riendas del relato para no perderse bajo su sombra.
-¿Cómo llegás a esta historia? ¿Bombo te lleva al monte o el monte te lleva a Bombo?
-Yo vengo de la investigación militante, política. Habíamos hecho un grupo que se llamaba Foco en el monte, integrado por gente de diferentes lugares, provincias, generaciones. Estaba mi hijo que tenía 11 años, mi prima que vivía en Cuba, gente que había participado en la guerrilla pero nunca había vuelto. Nosotros ya veníamos investigando y viendo lo interesante que era haber llegado a Santa Lucía y al monte de la manera que llegamos y en el momento que llegamos. Ahí vimos algo que yo por lo menos no había visto antes en toda la experiencia previa de recuperación de la memoria en los noventa. Digo en los noventa más que nada, porque durante el kirchnerismo no me interesó mucho el tema, ya sea porque el 2001 me influenció mucho y me vinculó más al presente y a construir hacia adelante; ya sea porque durante el kirchnerismo me dio cierta incomodidad ver cómo la memoria se inscribía estatalmente, a pesar de que me parece muy bueno lo que se hizo. En Santa Lucía hubo una especie de redescubrir cierta potencia y todo un universo de la memoria que yo no había palpado, que no había vivido. Nosotros en los noventa habíamos vivido el combate contra la teoría de los dos demonios, la lucha por dar vuelta un tipo de interpretación social que cristalizó con el kirchnerismo, que lo supo leer bien y convertir en política oficial. En Tucumán, en el monte, redescubrimos algo que no había sido incluido dentro de las políticas de la memoria. En ese sentido, sí, había algo previo, estábamos sensibilizados con lo que estaba pasando, pero cuando aparece la historia de Bombo es cuando digo: “Voy a escribir un libro”.
-¿Qué memoria había allá en Santa Lucía?
-Tucumán es un lugar particular. Ahí ganó Bussi con el voto democrático. Santa Lucía, más. Creo que los organismos de DDHH que intentaron ir fueron repelidos; que el pueblo rechazaba sobre todo volver a revivir esa historia, a ponerla como una cosa pública sobre la cual tener que pensar. Eso hizo que esa dimensión estuviera como totalmente apagada. Cuando nosotros llegamos, en 2012, 2013, me parece que se activó algo.
-El monte es un protagonista más en la historia ¿Qué relación política encontraste entre los pobladores y él?
-Los pobladores de ahí tenían mucha relación con el monte. Iban los fines de semana, a cazar, de picnic. La dictadura les cortó esos vínculos. Fue un proceso de conquista, de sacarlos de ahí. Desarmaron las colonias que había en los alrededores de Santa Lucía, y fundaron cuatro pueblos sobre la ruta interprovincial que va de Famaillá a Monteros. Recuperar la historia del monte tenía todo un simbolismo. Y ahí ahora están las empresas de limones y de arándanos, que cercaron todo. Para caminar por el monte, teníamos que pedirles permiso a ellos.
–¿Qué te pasó con ese primer encuentro?
-El monte nos impactó. Yo conocía Sierra Maestra, en Cuba. Habíamos ido con mi hijo, vimos los lugares donde estuvieron los guerrilleros, y que están como en aquella época. Acá no conocíamos. Hubo un paralelismo. Fue fuerte darme cuenta de que conocía Sierra Maestra y no el monte tucumano. Una ajenidad que era incómoda. La primera vez fuimos con un compañero que había estado allá y con mi prima, porque su papá muere ahí. Lo matan. Ellos estaban en un campamento en el monte y bajaban con otro compañero, un viejo de los formadores de la guerrilla, a la casa de un campesino que era colaborador de ellos, a tomar contacto. En la comandancia estaba mi papá y este compañero que fue con nosotros: Humberto Pedregosa, que al año murió. Nosotros fuimos a conocer el lugar y encontramos al peón que vivía allí 40 años atrás. Fue fuerte. Siempre estuvo esta fantasía de encontrar rastros en el monte. Cosa que es imposible porque el monte en cuarenta años traga todo. Cuando conocimos a la gente del pueblo lo primero que nos dijeron muchos fue: “Yo sabía que algún día iban a volver”.
Santucho cuenta que tuvo que compactar mucho para lograr este libro breve, así de ágil. “Sentía que cada oración implicaba una decisión ética o política en el acto de escribir -dice-. Siempre hay una pregunta fuerte sobre cuál escritura es política y cuál no. Es una gran pregunta en crisis todo el tiempo. La manera de nombrar las cosas iba a definir mucho en la relación con la gente de Santa Lucía, los setenta, el Bombo, mi viejo”.
-¿Por qué elegiste a Bombo? ¿Qué te atrajo?
-Su vida es muy difícil de reconstruir. Era fragmentada y a nadie le interesaba mucho. La historia se basa en la idea de que reapareció. Estuvo cuarenta años sin que lo vieran y una pregunta es ¿Quién lo hubiera querido ver? Es un personaje incómodo para todos. Un reaparecido que nadie esperaba; ni sus compañeros (estudié diferentes visiones sobre él), ni la familia (una parte piensa que es el motivo de todos sus males), ni los vecinos. Fue doblemente difícil porque hubo muchos retazos, gente que no quiere aparecer. Y después hay todo un laburo para nombrar eso: por qué reapareció, si es que reapareció, un tipo que no era el ejemplo de luchador, ni proletario, ni intelectual crítico. Es muy político elegir ese tipo de figuras.
–¿Y cómo fue la decisión de incluir a tu padre en el relato?
-Es un tema complicado…Yo me llevo muy bien desde el punto de vista más político, reivindico mucho a mi viejo, pero me parece que tenemos que hacer la nuestra también. Generacionalmente, necesitamos tomar distancia crítica para poder participar de la construcción de otra imaginación política, que tiene que ser heterogénea respecto a la de nuestros viejos. Lo que hicieron ellos estuvo muy bien, fue muy inteligente y muy potente, en un momento determinado. Las condiciones que parieron esa idea de cómo había que cambiar el mundo se acabaron. Hoy tenemos otra realidad, otro mundo, y tenemos que reinventar. Para hacer lo mismo, hay que cambiar; esa es una frase que me gusta. Si hubiera estado en aquella época habría estado ahí, con mi viejo, pero como estamos en otra época tengo que hacer otra cosa. En ese sentido no tengo tanto problema, lo que sí me pesa personalmente es que todo el tiempo hay una especie de mandato de que tengo que hacer algo sobre mi viejo, y yo trato de ser irreverente con eso. Escribir sobre los setenta ya es una concesión para mí.
Cuenta que, en una de las varias presentaciones en una escuela de Cruz del Eje, Córdoba, la presidenta del centro de estudiantes lo presentó así: “Editor, hijo de Mario Roberto Santucho” y una mujer del público, que fue militante de esa época, interrumpió para decir: “Mario además es hijo de Liliana Delfino, también una gran revolucionaria y nunca lo dicen…”. El autor dedica el libro “A nuestras Lilianas, por la valentía” y dice: “Un libro como este, si no lo escribo en primera persona, me parece un poco hacerse el boludo, el cobarde. La historia es en cierto modo una excusa para pensar cosas que de fondo que me preocupan; cuestiones políticas que tienen que ver con los setenta, con la democracia, con su dimensión de mentira”.
“¿Cómo decir lo que hay que decir sin que quede ingenuo, tonto?”, se preguntaba. “No es sólo tener ideas claras -explica-. Hay que decir que la lucha armada no tiene más vigencia hoy y que eso no significa que la violencia no sea un elemento fundamental de la experiencia cotidiana, social, y que una discusión, un ejercicio de la política que deje fuera la violencia, como intenta la democracia, es hipócrita porque la violencia está. La sociedad es más violenta que hace treinta años. Hay una necesidad de politizar eso y la única forma es recuperar la idea de ruptura, de cambio radical”.
-En el libro hablas de una rebeldía que no se apaga “tanto más explosiva cuando mayor sea su contenido plebeyo” ¿Queda algo estratégico planteado?
-Se reabre el diálogo con los setenta en ese sentido. Dijimos que había que recuperar la voluntad de cambio social, sobre todo en los noventa, cuando no existía la militancia. Después desplegamos una idea de cambio social que en torno al 2001 tenía que ver con la idea de autonomía, horizontalidad, pero dejaba de lado la idea de estrategia. Hay ciertas cosas que necesitamos recuperar: Estrategia, organización, generar una ruptura radical. Construir una sociedad poscapitalista que yo creo que no puede ser el socialismo. Eso implica una discusión con los movimientos más contemporáneos, con el feminismo, por ejemplo. Es verdad que hay una idea del feminismo de lo espontáneo, y tiene mucha fuerza. Pero ninguna lucha puede reivindicarse como central. Esa es una diferencia con los setenta. En los setenta era clase obrera contra capital. Me parece que aparecen muchos vectores, críticas, resistencias, que enriquecen muchísimo el proceso de lucha, esos vectores desactivan o cuestionan la centralidad de otros enfrentamientos.
–¿Y la idea de antagonismo?
-No existe antagonismo si no hay enemigo. La crítica al antagonismo apareció con la idea de las identidades. Yo creo que eso no alcanza. Si no hay antagonismo no hay ruptura. A su vez, lo rico de lo contemporáneo es que el poder se ha complejizado muchísimo pero se disuelve la idea de enemigo ¿Contra quién luchás? La idea es cómo, a partir de reconocer esa complejidad de la cuestión contemporánea, reconstruir ciertas nociones de la política revolucionaria, pero desde otras ideas.
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