Fue uno de los rostros más bellos de la historia del cine. En esta entrevista, Lauren Bacall habla de Humphrey Bogart, su gran amor, de su trabajo y su imagen, de su gran decepción con Bette Davis y de su amada Nueva York.

A la emoción de ver en persona a la señora Bacall se une la posibilidad de traspasar los muros del edificio Dakota, así llamado, cuentan, porque cuando fue construido se encontraba tan a las afueras de Manhattan que la gente ironizaba con la lejanía del nuevo edificio señorial, más cerca del Estado de Dakota que del corazón de la ciudad. El Dakota es hoy, claro, una de las paradas obligadas de los turistas. No hay turista que no desee hacerse la foto en el lugar donde John Lennon fue asesinado; no hay cinéfilo que no recuerde la película de Polanski El bebé de Rosemary, en la que el caserón cobra la importancia de un personaje más. Para los neoyorquinos, el Dakota es uno de esos edificios del lado oeste de la ciudad que albergan a simpatizantes demócratas con dinero que hacen cuantiosas donaciones para la campaña electoral. El Dakota, el San Remo, son testigos de la vida de artistas millonarios dispuestos siempre a arrimar el hombro a la causa más progresista.

La belleza no está exactamente en el edificio, que tiene las pretensiones de un afrancesamiento postizo que a veces los norteamericanos entienden como distinguido, sino en el lugar en el que está ubicado: la calle 72 y Central Park West, enfrente del parque, y en el barrio con más carácter de la isla. Las dimensiones de la recepción parecen europeas, por lo mezquinas, y uno se extraña de que un edificio tan enorme no tenga uno de esos lobbies de amplitud norteamericana.

“La señora Bacall está esperando”, dice el doorman, así que subo en el ascensor hasta el cuarto piso, un cubículo forrado de madera que tiene algo del aire entre terrorífico y cómico de la película de Polanski. Me siento en el sillón del ascensor y todo cruje, con un sonido bastante teatral.

“Mrs. Bacall acabará dentro de unos cinco minutos con su sesión fotográfica”, me dice su secretaria. “Siéntase como en su casa”. Me siento en el sofá con la pretensión de que la secretaria vea que esperaré discretamente, pero en cuanto desaparece me levanto como si tuviera un resorte. ¿Cómo estar sentada en la habitación en la que la señora Bacall ha vivido los últimos 30 años? La arquitectura tiene un aire europeo, parisino, como de principios de siglo: grandes escayolas, techos altísimos. Si no fuera por la ventana inmensa que parece meter Central Park en el cuarto podría pensar que estoy en ese París del que Bacall se considera hija adoptiva. Quiero aprovechar los cinco minutos al máximo y me acerco a las pinturas. Dos preciosos dibujos de Calder, pequeños paisajes y retratos de animales como del XIX. Libros por todas partes, el desorden propio de la gente que disfruta de la casa y de la vida; los ingobernables enchufes y cables de detrás de la tele, los sillones cómodos de terciopelo ajado y, sobre todo, la gran pared, esa gran pared en la que los retratos de los amigos se disputan el sitio. Me da risa de la emoción. Sé que estoy atrapando un recuerdo que será para siempre. Las fotos no son las típicas de estudio, son las fotos familiares; pero en ellas distingo la sonrisa de David Niven, las de los dos hermanos Kennedy, el rostro algo circunspecto de Howard Hawks, la cara de su hijo Steve -tan parecido al padre-, y, de forma recurrente, los rostros queridos de Spencer Tracy, de Katharine Hepburn, con dedicatorias cariñosas que indican una vida de amistad y recuerdos comunes, de tardes de fiesta y de esas otras tardes más sombrías en las que la pareja iba a diario a visitar al amigo Boogie, que se moría poco a poco de un cáncer de pulmón sin dejar de tomar su martini y  fumar algún que otro cigarrillo. Hay un dibujo, como un autorretrato de la propia Hepburn, felicitando a la Bacall por un premio. Pienso que se trataría del Tony en la época en que las dos actrices pisaron Broadway, en una edición en la que las dos optaban al galardón.

Es difícil moverse por la sala sin que el suelo de tarima delate todos mis movimientos, así que voy recorriéndolo de puntillas, con miedo a resbalarme en este suelo traicionero de tan pulido, y como si hiciera algo prohibido, con algo de la comicidad de los satánicos personajes de El bebé de Rosemary. A punto estoy ya de abrir alguno de los cajones cuando una voz tan grave que parece la de un hombre me da un susto de muerte a mis espaldas. Ella. Es ella. Hace la entrada de las grandes estrellas. Alta a pesar de sus 81 años, de espalda ancha y recta; esa elegancia innata que lo supera todo, hasta ese atuendo casero con el que me recibe: pantalones cómodos, camiseta, sandalias deportivas. Viene con una perrilla de ojos saltones que me ladra con la furia de los perros pequeños. “Venga, Sophie, no te enfades”. Yo le dejo la mano para que me conozca. La olisquea y, viendo que soy una más de las admiradoras de su dueña, salta al sofá para sentarse a mi lado.

Perdone, Mrs. Bacall, no he podido resistir la tentación de mirarlo todo; es que no puedo reprimir la emoción que siento al estar aquí…

Oh, qué dulce suena eso… [y suelta una carcajada].

-No veo fotos de Humphrey Bogart.

-Bueno, las fotos de Boogie están en la otra habitación. Soy cuidadosa. Comprende que tuve otro marido, otro hijo, y no me parece correcto.

El otro marido fue Jason Robards, un gran actor al que todo el mundo, menos Lauren Bacall, le atribuía cierto parecido físico con Bogart. “Sí, eso se dijo mucho, pero no se parecían en nada. Él tuvo que vivir con la sombra de Boogie. Yo, para la prensa, era siempre la viuda de Bogart”.

Robards no nos roba ni dos minutos de conversación. Se nota que Bacall se cuida mucho de no menospreciar al padre de su tercer hijo, aunque en las memorias está descrita con una elegancia no exenta de sinceridad la pesadilla que supuso la convivencia con este hombre atractivo y alcohólico que podía convertirse en un ser muy desagradable, olvidadizo de sus obligaciones como padre, como esposo. Fueron, dice Bacall, los únicos años de su vida en que le falló el sentido del humor. Hablamos de su libro de memorias. Es un libro que tiene un enorme valor, el de testimonio de la época más glamourosa del cine, pero también de algo que resulta particularmente atractivo para el lector: la verdad de la vida de una mujer que a los ojos de los espectadores gozaba de un universo fascinante; que poseía una especie de audacia sexual muy excitante para la época, una especie de aplomo, de seguridad en sí misma, un atractivo cargado de inteligencia. El interés del libro es que descubrimos en él a una mujer inocente, terriblemente dependiente del cariño de los hombres, y eso es algo que parece no cuadrar con la imagen de los personajes que encarnó. Si hay algo que la presencia física de Lauren Bacall no despierta es compasión: nunca fue ese tipo de actriz proclive a que le dieran papeles de muchacha desasistida, que inspira instintos de protección; al contrario, ya desde su primer filme, Tener o no tener, la sensación que provocaba era la de ser la nena lista, la que se las sabía todas, la que había tenido ya muchas experiencias románticas.

“Sí, eso es increíble, pero es así. En realidad, todo fue una invención de Howard Hawks; él vio que mi cara tenía carácter, incluso se negó a que me retocaran las cejas y me arreglaran los dientes; él me quería exactamente como yo era. Me dijo que aprovechara mi voz, que nunca subiera un tono para hacerla más aguda, que eso nunca sería atractivo. Por otro lado, aprendí a bajar la cabeza para que mis ojos se abrieran más, y enseguida se hizo popularísima esa forma que yo tenía de mirar a Bogart. Ahí es cuando empezaron a llamarme La Mirada. Pero yo…, yo no era más que una chica de 18 años, una chica a la que su familia en pleno despidió en un restaurante de Broadway que todavía existe, Lindy’s, y que tenía que dar cuentas, como buena chica judía, de su comportamiento. Es verdad que yo me enamoraba muy rápido, incluso estuve perdidamente enamorada de Kirk Douglas cuando estaba estudiando interpretación a los 16 años, pero no pasaba de ahí. Yo llegué virgen al matrimonio…”.

-¿Y era habitual eso entre las chicas de Hollywood?

-Bueno, yo creo que las otras andaban más ocupadas que yo [risas].

-El hecho de que usted hiciera películas tan memorables hace que se la relacione con Hollywood, claro, pero usted es tremendamente neoyorquina.

-Es que Hollywood no significa nada. Qué es Hollywood, una industria, pero nada más. Yo viví en California 15 años, sí, pero mi sitio es éste… Además, Boogie odiaba Hollywood; odiaba aquel ambiente de los estudios, el negocio. Casi todos sus amigos eran escritores, eso era curioso. A él le aburrían mucho los actores, siempre mirándose el ombligo, siempre hablando de sí mismos. Había excepciones, claro; tuvimos amigos maravillosos, como Spencer, Katie o David Niven, pero él prefería la compañía de escritores. Él me enseñó mucho, mucho, sobre nuestra profesión, sobre cómo uno debía ser honesto. Imagínate qué suerte tuve al tener como amigos a personas que sin él nunca hubiera conocido, porque Cole Porter, Faulkner, Hemingway, Spencer Tracy, James Cagney…, ellos eran de su generación, no de la mía. ¿No crees que he sido muy afortunada por poder codearme con toda ese gente? Boogie siempre decía que el mejor actor del mundo era Spencer Tracy, y el que tenía más carácter, James Cagney. Me acuerdo de una noche oyéndoles hablar a los tres. Fue la única vez que recuerdo que Katie y yo estuviéramos calladas. Me sentía tan feliz. ¿De qué hablábamos?

-De su inocencia.

-Sí, yo había sido una adolescente muy tonta, soñadora; en mi cabeza sólo había películas. Yo quería ser Bette Davis, era mi ídolo; esos ojos, esa forma de moverse. La vi dos veces, una cuando yo tenía 17 años y luego cuando hice la versión musical en Broadway de Eva al desnudo. Como persona me decepcionó. Es terrible que la gente que admiras te decepcione, ¿no? Ella no era generosa, ni cariñosa; le pasaba lo contrario que a Katie [Hepburn], que aunque al principio se mostraba reservada fue luego la mejor amiga, la más desprendida.

-Esa adolescente soñadora que usted era se movía por aquí, por el Upper West Side…

-Sí, claro, pero mi familia no vivía en un edificio como éste [de pronto se ríe]. ¿Te parece siniestro el Dakota?

-Bueno, teniendo en cuenta que ayer mismo vi en televisión El bebé de Rosemary.

-¡Ja, ja, ja…! Sí, puedes decirlo, es un poco siniestro. Bueno, mi familia y yo vivíamos por aquí, muy cerca; en estas calles transcurrió toda mi juventud. Parte de mi infancia, mi madre y yo vivimos con mi abuela y mis tíos. Yo me sentía muy feliz de pertenecer a esa gran familia, me sentía muy protegida, y todos ellos eran personas muy cultas, inteligentes, luchadoras. Mi abuela era rumana, mi madre nació también en Rumania, pero mis tíos ya fueron americanos. Mi abuela hablaba ocho idiomas, era todo un personaje. Eso de que yo me quisiera dedicar a la interpretación no entraba en una mentalidad como la suya; ellos esperaban de mí algo más sólido, que hubiera sido profesora, no sé, pero el mundo de la escena lo veían como algo superficial.

-Y su madre, que ha sido tan importante en su vida, ¿cómo era?, ¿actuaba como la típica madre de la joven aspirante a estrella?

-Mi madre no era típica en nada. Era una mujer maravillosa, trabajadora; yo la adoraba y ella me adoraba a mí. Ella pensaba que yo era guapísima…

-¿Y usted se veía guapa?

-Yo nunca pensé en esos términos; en serio, no es algo que me preocupara. No me miraba al espejo y pensaba en mi belleza. Otra cosa era cuando actuaba, entonces sí que quería salir guapa; pero en mi familia aprendí a que una persona tiene que tener otro tipo de virtudes.

-Y eso que usted fue Miss Greenwich Village con 18 años

-Ah, sí, ¡ja, ja, ja!, me acuerdo de lo nerviosa que estaba. Yo siempre estaba nerviosa, siempre insegura; ya te digo, lo de mujer experimentada fue una invención del cine.

-¿Cómo se enfrentó a la aventura de dejar Nueva York y marcharse a Los Ángeles con 19 años?

-Tenía una familia que me respaldaba. Mi madre se vino conmigo un tiempo durante el rodaje de Tener y no tener. Boogie, por entonces, estaba casado, con muchos problemas con su mujer, que era alcohólica. Me llamaba a las tres de la madrugada y me decía: nena, te espero en tal esquina de tal calle, y yo me ponía los pantalones encima del camisón para salir corriendo. ¿Es que no es excitante? Entonces, mi madre, mi maravillosa madre, salía de la cama y me decía: “Pero ¿dónde te crees tú que vas con ese hombre que tiene 25 años más que tú?”. “Mamá”, le decía yo, “tengo que ir, yo lo quiero”. Ella decía: “Te perderá todo el respeto”. “Pero él me quiere, mamá, yo le gusto mucho”. Entonces, mi madre, gritándome, me contestaba: “Pero cómo no te va a querer, hija mía: tienes 19 años, eres bonita; a ti te quiere todo el mundo”. ¡Ja, ja, ja! Era fantástica. Todos los días me acuerdo de ella. Puedo recordar, como si fuera ahora, el día en que se vieron por vez primera Boogie y ella en una habitación de hotel en Los Ángeles. ¡Qué tensión, Dios mío! Pero luego mi familia lo admitió y le quiso muchísimo, porque Boogie no era un vividor, no era un hombre frívolo; se había casado tres veces, sí, pero era porque había tenido mala suerte. Cuando vinimos por vez primera a Nueva York le presenté a mi familia y se quedó exhausto, me dijo que nunca había conocido a nadie que tuviera tanta familia. Él era el tipo de hombre que cuando ama a una mujer va a casarse con ella; él era de los que se casan, era leal, serio. Me decía que tuviera cuidado con la atracción que sintiera por otros hombres. Me decía: es normal que eso ocurra en los rodajes, que surjan tentaciones; pero siempre hay que sopesar el valor que tiene tu vida privada, si te merece la pena poner en peligro lo que quieres. Luego he pensado que tal vez se sentía inseguro. Eso fui descubriéndolo poco a poco. Era una persona tan extraordinaria que no podías conocerla de golpe.

 

Si algo sorprende de estas memorias es la llaneza, la sinceridad con la que están contadas. No es solamente un catálogo hilado de las películas o los premios (pocos, en su caso). Estas páginas, escritas con un estilo ligero y elegante, dan cuenta de ese otro lado de la vida que se oculta tras las carreras que nosotros vemos como exitosas. Sorprendentemente, una de las mujeres más deseadas del cine habla del miedo a no ser deseada no sólo por los productores, sino por los hombres, que, al margen de Bogart, no siempre la quisieron como ella merecía. Lauren Bacall habla en todo momento de su fragilidad, de una necesidad imperiosa de ser querida que se convertía en obsesión cuando estaba con un hombre que no acababa de comprometerse. “Siempre me influyó, creo, la ausencia de mi padre. A los 10 años dejé de verlo para siempre. Ese abandono, pienso que marcó mis relaciones sentimentales”.

Años más tarde, cuando ella era ya una actriz reconocidísima y estaba actuando en Broadway, su padre llamó al teatro exigiendo 12 entradas. Ella creyó verlo en una de las primeras filas. Esa imagen fugaz fue todo. Ya no volvió a verlo. Parece lógico, ella no lo oculta, que Bogart se convirtiera en su padre, su amigo, su amante y un esposo leal. Fueron una pareja querida, con personalidad, rodeados siempre de amigos, comprometida. Lauren fue más lejos aún que Bogart en su protesta por las investigaciones que abrió el Comité de Actividades Norteamericanas contra todo aquel que oliera a comunista. Sus años junto a Bogart fueron, se aprecia claramente, los mejores de su vida, aquellos en los que se sintió más protegida. No hay más que ver las fotografías del álbum familiar de la pareja con sus hijos para respirar esa felicidad. Luego vino la enfermedad de él, la desesperación, y el apoyo de un amigo, Frank Sinatra, que daría mucho que hablar. Siempre se ha especulado sobre cuándo comenzó exactamente el azaroso romance que mantuvo con el cantante, si antes o inmediatamente después de la muerte de Boogie. Pero no hay duda de su lealtad hacia el esposo. Al contrario, su recuerdo es omnipresente: cuando habla de ella, el discurso se desliza hacia él. Todas las respuestas acaban en Bogart.

Teniéndola delante se me borra la imagen de las películas; su presencia es la de una de esas mujeres mayores neoyorquinas que bajan a pasear al perro y se paran a hablar en las esquinas, acostumbradas a la sociabilidad de un Nueva York mucho más habitable, irremediablemente perdido, que caminaba mucho más despacio que ahora, del que queda la presencia de estas mujeres fuertes, con rostros llenos de fuerza, hijas de los mil exilios judíos de la Europa del Este.

“Sí, esto es horrible. No quiero ser pesimista, pero en Nueva York tienes que andar siempre con cuidado por los coches, por las bicicletas, para no jugarte la vida. Antes era una ciudad para pasear; hoy, no. Y se han perdido los modales, ¿no lo ves? ¿Por qué está la gente tan enfadada? Quedan cosas, claro: mi supermercado favorito, mi querido Zabar’s, ¡me encanta Zabar’s!, o algunos restaurantes como el café Luxembourg o mi chino favorito, el Shun Lee; pero se perdieron aquellos maravillosos deli, en los que un día, como algo especial, te dejabas el dinero en aquellos sándwiches, aquellos helados… Eso ya no existe, no es igual”.

-Éste es un barrio muy judío. ¿Le pesó mucho su condición de judía?

-Mucho, hubo un tiempo en que el antisemitismo estaba en todas partes. Me acomplejaba, me ponía tensa pensar que en algún momento debía confesarlo. Fíjate que cuando tenía 16 años tuve un novio de la marina que me dejó cuando se enteró. Bueno, mi madre no era religiosa; mi abuela, sí. Pero el concepto sobre los judíos era muy cerrado; se pensaba que todos tenían la nariz grande, eran feos, pensaban siempre en el dinero.… No se puede decir que nosotros respondiéramos a esa idea.

-Y el ‘glamour’, ¿es algo del pasado?

-Completamente. La mediocridad hoy afecta a todo. El nivel de este país ha caído en picado, nos ha superado la vulgaridad; gran culpa de eso la tiene la televisión, que crea estrellas continuamente. Cada tipo que sale en una serie, ya es una estrella. Nosotros queríamos ser actores. Para colmo, tenemos el peor presidente de la historia. Ser norteamericano podía ser un orgullo en aquellos tiempos, pero mira ahora, con este idiota. Yo tenía a Roosevelt en un altar; Roosevelt era mi padre, mi héroe. Hoy día, mi sitio está aquí; pero si no viviera en Nueva York, viviría en París.

Lauren Bacall, aquella muchacha alta, de pecho plano, rostro que denotaba inteligencia y sentido del humor, que quería ser Bette Davis y estudió con tesón en la Academia de Actores; la cría que se pasó gran parte de su carrera temblando, aprendiendo paso a paso cómo era su oficio, sufriendo la angustia de una carrera desigual en la que no siempre hubo productores llamando a su puerta, decidió un día contar su vida: “Pensé que no quería que quedara en el olvido, que la gente joven podía aprender algo de mi experiencia”. Lauren Bacall, la joven que se enamoraba rápido, casi antes de que se enamoraran de ella, que se entregaba apasionadamente, conserva intacto ese brillo particular de la ironía que la hizo tan atractiva en el cine. “Sí, eso era importante en mi familia, el humor. Eso es lo que me ha salvado en la vida”.

-¿Y ahora?

-¿Ahora? Tengo una buena vida. Tengo tres hijos, nietos. Mis hijos son gente seria, con buenas parejas, que cumplen con su vida. Y tengo a Sophie [Sophie levanta la oreja al ser citada], que es una gran compañera. Bajo al parque a pasearla, aunque ahora me he torcido un tobillo y no puedo moverme. La gente me saluda, sí, esas señoras que te agarran del brazo cuando hablan contigo, que es algo [se ríe] que no puedo soportar.

Han pasado dos horas, ¿dos horas? Su secretaria ha entrado por tercera vez a decirnos que es tardísimo. Entonces me muevo hacia adelante para apagar la grabadora que está en la mesita, y aún no me explico cómo, pero mis botas resbalan en el suelo de tarima de tal manera que me escurro hasta quedarme completamente sentada en el suelo. Lauren Bacall me mira asombrada: “¿Y eso?, ¿cómo has hecho eso?”. “No sé, me resbalé”, le digo. Y suelta una carcajada. “Perdona que me ría”, dice, “pero es que ha sido muy gracioso”.

A pesar de mi aturdimiento escucho su risa; la risa grande, fresca, de una de esas mujeres a las que la edad nunca acaba de vencer del todo.

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