El mundo postpandemia pinta más complejo que el actual. Estados endeudados, empresas al borde de la quiebra, crisis sanitaria y ambiental, terraplanistas económicos y una larga lista de frustraciones y fobias auguran una mayor tensión social y política. Si el multilateralismo pierde terreno, el panorama pinta muy fiero.

La pandemia llegó para confirmar lo sabido: que los mercados no pueden reemplazar la ausencia del Estado. Mucho menos responder a las crisis y cuidar a las personas. En lo inmediato ganó la urgencia y la balanza se inclinó a favor del Estado. Megaempresas y multimillonarios, agradecidos. La heterodoxia sigue viva. La impresión de dinero en cantidades casi infinitas salvó a muchos de la quiebra. Permitió que los consumidores sigan comprando. Los banqueros no aplauden, pero festejan, mientras esperan para volver a florecer, aunque sea en el desierto de una economía colapsada.

Por lo pronto, la hiperglobalización perdió puntos frente a la autonomía nacional. El G20 priorizó la reducción de daños y se concentró en la producción local. Lo mismo el resto de los países. Ahora, las multinacionales intentan apoyarse en los mercados internos tras varias décadas de apostar a la deslocalización y de gestionar sus stocks bajo la consigna del just in time. Ahorrar mediante la subcontratación global quedó en un segundo plano. Al menos hasta que la recuperación de la demanda empuje los costos y reduzca la ganancia que reclama el capital financiero, el que apalanca y manda.

La respuesta de las megaempresas tiene lógica. El comercio global caería un 30 por ciento este año. Si Trump sigue en la Casa Blanca, la beligerante geopolítica de Washington acentuará la desconexión. Muchos sectores de la economía deberán repensarse y crecerá la pulseada por los insumos críticos. La seguridad nacional ante todo, dirán los gobiernos. Si la tendencia se acentúa, las primeras víctimas serán las ya maltrechas instituciones multilaterales. Menos posibilidades de resolver en forma ordenada los conflictos. Un mundo menos predecible. Los que tienen el poder, como siempre, intentarán aprovechar la intervención estatal para preservar sus prebendas.

El desafío no es sencillo

Los terraplanistas económicos merodean las redes sociales. Algunos lo hacen con furia y suman seguidores. La ortodoxia se trasviste en rebelde para seducir desencantados. ¿Quién puede afirmar que alienados y marginados por la hiperglobalización no se inclinarán por un nuevo Trump u otro Bolsonaro? Cierto, al menos hoy, la desigualdad social, la crisis ambiental/sanitaria y la inseguridad alimentaria son temas tan dominantes como el Covid-19, ¿pero lo serán por mucho tiempo? En los países centrales, el retorno al dirigismo se vislumbra temporal. Cederá en la medida en que la recuperación arranque.

No es difícil de imaginar. La pandemia perderá fuerza y la ortodoxia enfatizará la “urgente necesidad de priorizar la recuperación”. Nada de cambios profundos. Algunas economías rebotarán. Los paquetes masivos de ayuda fiscal y las dosis siderales de incentivos monetarios harán su tarea. La gente retornará al trabajo. La actividad, incluso, podría registrar algún impulso extra por la demanda acumulda en cuarentena. No será crecimiento, apenas recuperación. La señal que espera la ortodoxia para contraatacar.

¿El mayor peligro? Que el efecto combinado de una apresurada retirada del Estado y un imprudente relajamiento del distanciamiento social ocasione daños todavía más graves y prolongados: una crisis sistémica con recaídas crónicas. Por el momento, la retirada del fundamentalismo abre una ventana para alentar un orden donde la salud pública mundial y los acuerdos ambientales globales sean la norma, y los paraísos fiscales la excepción. La cuestión sería adelantarse a la ortodoxia. Llegar antes de de que los sacerdotes del mercado redescubran “los males de la deuda pública” y vuelvan a exigir el ajuste sinfín.

Otro desafío despunta en el horizonte. En un mundo más pobre y conflictivo, no es improbable que la preocupación por la crisis ambiental/sanitaria pierda atractivo para los atribulados ciudadanos que no llegan a fin de mes. Una nueva grieta, dirán los que apuran la retirada del Estado con promesas de mercado. Poco margen de acción y mucho daño potencial. Para algunos, el momento de avanzar con reformas estructurales debería esperar a que se reanude la inversión. No lo parece. Para entonces, habrá más desocupados y salarios más bajos. Los gobiernos, se sabe, deberán lidiar con mayores gastos para apuntalar los ya deficientes sistemas de seguridad social y salud.

Por una economía sustentable

Nunca como hoy, la crisis ambiental/sanitaria dibujó un límite tan concreto al modelo económico que impera desde hace tres décadas. El calentamiento global y la inseguridad alimentaria son amenazas tan concretas como el Covid-19. Pagar para contaminar es un suicidio colectivo. Tanto como considerar la contaminación y las pandemias como subproductos inevitables que se pueden absorber en la incesante marcha de la acumulación infinita.

Con la mirada puesta en la economía postpandemia, un centenar de académicos y científicos de diferentes universidades de Holanda elaboró un documento de cinco puntos con propuestas concretas. El objetivo: transformar la economía. La idea rectora: una vida más austera. Una economía del decrecimiento, si se quiere. Ninguna arcadia. Los puntos principales:

1) Remplazar el modelo de crecimiento indiscriminado del PBI por otro que distinga entre los sectores que pueden crecer y necesitan inversiones -servicios públicos esenciales, energía limpia, ciencia, etc.- y aquellos que deben reducirse por su falta de sostenibilidad y/o por conducir a un consumo excesivo -petróleo, gas, minería y publicidad, etc.-.

2) Desarrollar una política de redistribución del ingreso que prevea una renta básica universal integrada en una política social sólida, un fuerte y progresivo impuesto sobre la renta y la riqueza y semanas laborales más cortas; además del reconocimiento del valor intrínseco de la asistencia sanitaria y de los servicios públicos esenciales, como educación y atención médica.

3) Transitar hacia una agricultura circular basada en la conservación de la biodiversidad, la producción sostenible de alimentos y la reducción de la producción de carne.

4) Reducir el consumo superfluo y los viajes, con una disminución radical del lujo y del derroche.

5) Reducir la deuda de empleados, trabajadores independientes, empresarios pymes y de los países en desarrollo.

El desafío está claro. Se trata de elaborar estrategias. Sin embargo, como señala el manifiesto, la preocupación por el cambio climático y la salud pública se nutren de impulsos diferentes. El primero implica considerarse ciudadano del mundo. El segundo tiene raíces locales, habla de un refugio, imaginario por cierto, provisto por las fronteras nacionales. Establecer puentes entre ambas preocupaciones será central. Caso contrario, las mejoras serán temporales o muy marginales. El multilateralismo se diría imprescindible. La razón es sencilla: la desconexión puede ser gradual, pero nunca será total. Como se dijo al inicio: si gana terreno la dicotomía “soberanía versus globalización”, el panorama se pondrá más fiero.

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