El G7 diseño y el G20 aprobó el impuesto global sobre las ganancias de las grandes multinacionales. El objetivo declamado: “poner punto final a los paraísos fiscales” y construir una arquitectura tributaria global “más estable y más justa”. El acuerdo, sin embargo, no luce “histórico”, es insuficiente y aportará muy poco a los países que adhieran a cambio de renunciar a la potestad tributaria.
No sin disidencias entre los integrantes del G7, los ministros del G20 dieron luz verde a un acuerdo que sus promotores y los medios globales califican como “histórico”. El objetivo explícito se sabe: gravar desde 2023 las ganancias de las multinacionales con una “tasa global mínima efectiva del 15 por ciento”, “poner punto final a los paraísos fiscales” y “construir una arquitectura tributaria internacional más estable y más justa”.
Según la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), alcanzará a unas 10 mil empresas que facturan más de 890 millones de dólares al año, lo que generaría ingresos por unos 150 mil millones anuales. El grueso, sin embargo, provendría “de las cien más rentables que por sí solas explican la mitad de las ganancias mundiales”, según Pascal Saint-Amans, director del Centro de Política y Administración Fiscal de la OCDE.
Lo consensuado tiene dos pilares. El primero, aún sin definición, abarcaría a toda compañía cuya facturación mundial supere los 20 mil millones y obtenga una rentabilidad superior al 10 por ciento. Los fiscos en donde facturen recibirán entre un 20 y un 30 por ciento del beneficio residual, luego de que el país donde esté la sede la compañía se haya quedado con el impuesto del 10 por ciento a la ganancia. El segundo pilar, el consensuado, alcanzará a las que facturen al menos 890 millones anuales. A éstas se les aplicaría la tasa mínima del 15 por ciento.
Por lo pronto, el G20 pidió que los 139 países que integran el grupo de trabajo de la OCDE que elaboró los borradores adhieran al acuerdo. La tasa consensuada dividió aguas. Francia, Estados Unidos y Alemania hicieron campaña por una superior. Del otro lado quedaron los que atraen empresas con tasas más bajas y exenciones – Holanda e Irlanda aplican tipos de entre 6,5 y el 12,5 por ciento – que les permiten atraer a las sedes europeas de las grandes multinacionales. En el caso de Irlanda, las de Google y Apple, dos gigantes que deberán pagar la diferencia al fisco estadounidense, donde tienen su matrices.
Según Reuters, el nuevo esquema le costaría a Google un pago adicional de más de 500 millones anuales y unos 270 millones al gigante Johnson & Johnson.
Más sombras que luces
Las iniciativas para articular una política fiscal mundial no son nuevas. Son tan antiguas como la evasión y la reducción de la base imponible, o el traslado de dinero y sedes a paraísos fiscales. La discusión se aceleró por el impacto fiscal de la pandemia. La idea de una tasa global mínima venía madurando desde los ‘90, cuando se hizo evidente que las grandes compañías que lideraban la globalización digital y que hoy representan el 15 por ciento del PIB mundial evadían y/o eludían con mecanismos que potencian los riesgos sistémicos del hipertrofiado corazón financiero del capitalismo actual.
Algunos países reaccionaron luego de la crisis de 2008. Hubo algunos avances, aunque asimétricos y poco difundidos. Fue así que en 2013, se constituyó el grupo de trabajo en la OCDE que estudió una posible respuesta global a la “erosión de la base imponible y el traslado de beneficios”. La clave de la reforma debía pasar por una superación de un esquema tributario propio de un orden previo a la era digital y a la cadenas globales de valor. Un sistema en el que las empresas sólo pagan impuestos en donde mantienen presencia física. No donde obtienen sus ganancias. Una arquitectura disparó una feroz competencia fiscal y una carrera a la baja de los impuestos a las ganancias de las sociedades. En Europa, las tasas cayeron del 50 al 25 por ciento desde los años ‘80.
En el juego de acuerdos y desacuerdos, la tibia reforma acordad se dibuja como un consenso mínimo de cara a una crisis generalizada por el esfuerzo fiscal que exige la pandemia. Es lo que explica que haya quedado sin resolver qué multinacionales pagarían la tasa especial a las ganancias superiores al 10 por ciento. Estados Unidos quiere limitarlo a las 100 empresas más grandes del mundo, de las cuales 38 son estadounidenses. Sin embargo, si el criterio de corte alcanzara como proponen los europeos a las que registran ingresos por más de 750 millones anuales podrían entrar en el grupo unas 10 mil compañías.
La Casa Blanca favoreció la negociación porque encaja con su propósito de subir su impuesto a las sociedades del 21 al 28 por ciento para financiar su programa de reformas económicas y sociales, que incluye revertir la “deslocalización” de las empresas estadounidenses. De allí que haya dado el visto bueno a una tasa mínima global del 15 por ciento. En el toma y daca, Washington reclama ahora que los países que aplican la llamada “tasa Google” a los gigantes digitales – como Italia, Francia y Reino Unido – la retiren. Según Janet Yellen, la reforma “sustituirá a un enfoque objetable porque se centraba en las grandes y exitosas empresas digitales estadounidenses”.
Los “perdedores”, incluso los del Norte global, como Irlanda, exigen que se “comprendan las necesidades de los países pequeños”. Su ministro de Economía, Paschal Donohoe, estimó que el país perdería hasta 2 mil millones de euros de los casi 12 mil millones que recaudó en 2020. En la lista de los afectados figuran también Bulgaria, Chipre y Hungría, países que gravan por debajo del 15 por ciento.
Según las organizaciones dedicadas a asuntos fiscales, la reforma es poco ambiciosa y dejará en pie a los paraísos fiscales. Alex Cobham, de la Red de Justicia Fiscal, la considera “extremadamente injusta” e instó a asegurar que “los beneficios se distribuyan de forma equitativa”. Su lectura señala como “absurdo afirmar que está revisando un sistema fiscal mundial estableciendo una tasa mínima similar al que cobran Irlanda, Suiza y Singapur”. Señala, además, que la reforma perjudicará a los países pobres y favorecerá a los miembros del G7 y a las sedes de las corporaciones.
La crítica apunta centralmente a que la alícuota consensuada es más baja que las que rigen en la mayoría de los países. Afirman que debería ser más cercana a las que exhiben las jurisdicciones que no tienen regímenes de baja tributación. Hoy, la tasa promedio es del 23,7 por ciento entre los miembros de la OCDE y del 27 por ciento en América latina. Según la Red de Justicia Fiscal, si el impuesto global hubiera sido del 25 por ciento – manteniendo el mecanismo de redistribución planeado inicialmente por la OCDE -, lo recaudado sería casi el triple que con la tasa del 15 por ciento.
En la misma línea, un trabajo reciente de los economistas Anis Chowdhury y Jomo Kwame Sundaram, ambos con experiencia en organismos de Naciones Unidas, concluyeron que “la reforma privará a los países en desarrollo de lo que les corresponde”. Chowdhury y Sundaram recuerdan que la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Internacional de las Empresas (ICRICT, en inglés) pidió una tasa mínima global a las sociedades del 25 por ciento: “Lo acordado favorece a los países de origen de las trasnacionales y los mecanismos para distribuir los ingresos adicionales beneficiarán principalmente a los países ricos, donde se encuentran la mayoría de las grandes corporaciones”.
“El diablo, en los detalles”
Así tituló Joseph Stiglitz un artículo dedicado al tema. Si bien aprobó la iniciativa, la calificó como “insuficiente”. Al igual que la Red de justicia Fiscal, el premio Nobel advierte que la tasa promedio actual es considerablemente más alta que el 15 por ciento acordado, señala como probable que el mínimo global se convierta en un máximo y estima que la recaudación será mucho más baja que los 250 mil millones anuales que no pagan las multinacionales. Advierte también que los países en desarrollo y emergentes recibirán una muy pequeña fracción de esos ingresos.
En otras palabras: lo aprobado conllevaría a una nueva transferencia de recursos desde los países donde se genera el valor hacia los países más ricos – las sedes de las multinacionales -, empeorando todavía más las inequidades. Según la Red de Justicia Fiscal, el 60 por ciento iría a los miembros del G7 – Estados Unidos (31%), Reino Unido (4%), Alemania (7%), Francia (5%), Italia (2%), Canadá (2%) y Japón (11%) – y el 12 por ciento a China. América latina recibiría apenas el 3 por ciento: unos 8 mil 700 millones. Un aumento promedio del 4,5 por ciento por impuestos a las empresas.
Stiglitz, además, introduce un crítica estructural: que no se puede avanzar hacia un sistema tributario global si no se define en forma integral lo que se considera como ganancia corporativa. Se trataría – según sus palabras – de “acordar una contabilidad estándar para que las nuevas técnicas de evasión impositiva no reemplacen a las viejas”. También propone limitar la larguísima lista de deducciones permitidas y revisar el viejo sistema de precios de transferencia que – dice Stiglitz -”no está a la altura de la globalización del siglo XXI y las multinacionales aprendieron a manipular para registrar sus ganancias en jurisdicciones de baja tributación”.
Stiglitz también advierte sobre otros aspectos problemáticos. Uno de ellos: la resolución de disputas. Las propuestas de la OCDE mantienen el modo de arbitraje que prevalece en los acuerdos de bilaterales de inversión. Es decir: tribunales constituidos por jueces de los países de origen de las corporaciones. “La respuesta debería ser un tribunal fiscal global con la transparencia, estándares y procedimientos que se esperan de un proceso judicial del siglo XXI”, propone el economista.
Otra problema se relaciona con la prohibición de adoptar “medidas unilaterales”, algo destinado a frenar la propagación de los impuestos digitales. El premio Nobel afirma que el umbral de 20 mil millones de dólares deja a muchas grandes multinacionales fuera del radar. “Dado los riesgos para la base imponible de un país, pero también por la dificultad de concluir acuerdos internacionales y el poder de las grandes corporaciones, es probable que los gobiernos deban que recurrir a medidas unilaterales”, advirte Stiglitz.
En este contexto, según el premio Nobel, “no tiene sentido que los países renuncien a su potestad tributaria por un acuerdo limitado y arbitrario”. En otras palabras: los compromisos exigidos no son proporcionales a los beneficios otorgados. “Si los ingresos impositivos no aumentan, como se promete, y si los mercados en desarrollo y emergentes no obtienen un porcentaje mayor de esos ingresos, el impuesto mínimo tendrá que ser aumentado y revisadas las fórmulas para asignar los derechos fiscales”, concluye el premio Nobel.