Aunque los ajustes no estén de moda, la austeridad acecha. Volverá a ser postulada como una necesidad. El ex ministro de Economía de Grecia retoma la historia del británico Thomas Peel en la Australia del siglo XIX para explicar las razones profundas de los poderosos para oponerse a las políticas expansivas.

Allá por 1830, Thomas Peel decidió migrar de Inglaterra a Swan River en Australia Occidental. Peel, que era un hombre de recursos, se llevó, además de su familia, “a 300 personas de clase trabajadora, hombres, mujeres y niños”, así como “medios de subsistencia y producción por un total de 50.000 libras esterlinas”. Pero al poco tiempo de llegar, los planes de Peel estaban en ruinas [1].

La causa no fue la enfermedad, un desastre o la mala calidad del suelo. La fuerza de trabajo de Peel lo abandonó, se consiguió sus propias parcelas de tierra en el desierto circundante e hizo “negocios” por su cuenta. Si bien Peel había llevado consigo mano de obra, dinero y capital físico, el acceso de los trabajadores a alternativas implicó que no pudo llevar el capitalismo.

Karl Marx contó la historia de Peel en El capital, Tomo I para argumentar que “el capital no es una cosa, sino una relación social entre personas”. La parábola sigue siendo útil hoy a la hora de iluminar no sólo la diferencia entre dinero y capital, sino también por qué la austeridad, a pesar de su falta de lógica, sigue regresando.

Por ahora, la austeridad está pasada de moda. Los gobiernos gastan como si no hubiera un mañana – o, más bien, para garantizar que haya un mañana – y los recortes del gasto fiscal para frenar la deuda pública no clasifican entre las principales prioridades políticas. El programa de estímulo e inversión inesperadamente grande y popular del presidente norteamericano, Joe Biden, ha logrado que la austeridad descendiera más escalones en la agenda. Pero, al igual que el turismo masivo y las grandes fiestas de casamiento, la austeridad está agazapada en las sombras, lista para regresar, azuzada por una conversación ubicua sobre una inflación inminente y rendimientos de bonos débiles a menos que los gobiernos vuelvan a adoptarla.

No cabe duda de que la austeridad se basa en un pensamiento equivocado, lo que conduce a una política autodestructiva. La falacia reside en la imposibilidad de reconocer que, a diferencia de una persona, una familia o una empresa, el gobierno no puede apostar a que su ingreso sea independiente de su gasto. Si usted y yo elegimos ahorrar dinero que podríamos haber gastado en zapatos nuevos, conservaremos ese dinero. Pero esta manera de ahorrar no está abierta al gobierno. Si el gobierno recorta el gasto durante períodos de gasto privado bajo o en caída, entonces la suma de gasto privado y del gobierno caerá aún más rápido.

Esta suma es el ingreso nacional. De manera que, para los gobiernos que quieren implementar la austeridad, los recortes del gasto implican un ingreso nacional más bajo y menores impuestos. A diferencia de un hogar o una empresa, si el gobierno recorta su gasto en tiempos difíciles, también está recortando sus ingresos.

Ahora bien, si la austeridad es una idea tan mala que les chupa la energía a nuestras economías, ¿por qué es tan popular entre los poderosos? Una explicación es que, si bien reconocen que el gasto del estado en las masas insolventes es una excelente política de reaseguro contra las recesiones, así como contra las amenazas a su propiedad, son renuentes a pagar impuestos. Esto probablemente sea verdad -nada une más a los oligarcas que la hostilidad a los impuestos -, pero no explica la ferviente oposición a la idea de gastar dinero del banco central en los pobres.

Si se les preguntara a los economistas cuyas teorías están alineadas con los intereses del 0,1 por ciento más rico por qué se oponen al financiamiento monetario de políticas redistributivas que beneficien a los pobres, su respuesta giraría en torno del miedo a la inflación. Los más sofisticados irían un poco más allá: una generosidad de esas características finalmente perjudicaría a sus potenciales beneficiarios porque las tasas de interés se dispararían. Inmediatamente, el gobierno, frente a pagos de deuda más altos, se vería obligado a recortar sus gastos. Luego sobrevendría una recesión imparable que afectaría principalmente a los pobres.

Éste no es el lugar para ese debate. Pero supongamos por un momento, y en aras de la argumentación, que todos coincidieran en que imprimir otro billón de dólares para financiar un ingreso básico para los pobres no impulsaría ni la inflación ni las tasas de interés. Los ricos y los poderosos seguirían oponiéndose debido al temor de terminar como Peel en Australia: con dinero, pero desprovistos del poder para someter a los menos adinerados.

Ya estamos viendo evidencia de esto. En Estados Unidos, los empleadores reportan que no pueden encontrar trabajadores ahora que se levantan las reglas de confinamiento por la pandemia. A lo que realmente se refieren es a que no pueden encontrar trabajadores que quieran trabajar por la miseria que les ofrecen. La extensión de la administración Biden de un pago complementario semanal de 300 dólares a los desempleados ha significado que los beneficios combinados que los trabajadores reciben son más del doble del salario mínimo federal  – que el Congreso se negó a mejorar -. En resumidas cuentas, los empleadores están experimentando algo similar a lo que le sucedió a Peel poco después de llegar a Swan River.

Si estoy en lo cierto, Biden ahora enfrenta una tarea imposible. Por la manera en que los mercados financieros se desacoplaron después de 2008 de la producción capitalista real, cada nivel de estímulo fiscal que elija será demasiado bajo y excesivo a la vez. Será extremadamente bajo porque no generará buenos empleos en cantidades suficientes. Y será excesivo porque, dada la baja rentabilidad y la alta deuda de muchas corporaciones, hasta el más mínimo aumento de las tasas de interés causará una catarata de quiebras corporativas y rabietas del mercado financiero.

La única manera de superar este acertijo, y reequilibrar tanto los mercados financieros como la economía real, es aumentando de manera sustancial los ingresos de los norteamericanos de clase trabajadora y condonando gran parte de la deuda  – por ejemplo, los préstamos estudiantiles – que los mantiene sumergidos. Pero como esto empoderaría a la mayoría e invocaría el espectro del destino de Peel, los ricos y poderosos preferirán un retorno a la vieja y querida austeridad. Después de todo, su interés más importante no es conservar el potencial económico, sino preservar el poder de los pocos para someter a los muchos.

Nota

[1] “El señor Peel, se queja, se llevó de Inglaterra a Swan River, en Australia Occidental, medios de subsistencia y producción por valor de 50.000 libras esterlinas. El Sr. Peel tuvo la previsión de llevar consigo, además, 300 personas de la clase trabajadora, hombres, mujeres y niños. Una vez que llegó a su destino, el señor Peel se quedó sin un sirviente que le hiciera la cama o le trajera agua del río ¡El infortunado Peel que tenía todo planeado! Solo se había olvidado de exportar las relaciones de producción inglesas al río Swan”. (Karl Marx. El Capital, Tomo 1).

Nota originalmente publicada en The Project Syndicate.

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