La Escuela de Chicago está en retirada. Varios reguladores entienden que llegó la hora de ponerles coto a las GAFA. ¿Los motivos? Empresas expulsadas del negocio, barreras de acceso, menos innovación, publicidad más cara y reducción de opciones para los consumidores. Algunos apuntes sobre las demandas judiciales en Estados Unidos, la posición de la Unión Europea y los aprestos en el Reino Unido para sancionar un nuevo régimen pro-competencia.
Mientras en nuestro país se disparan críticas y campañas editoriales contra cualquier intento por más modesto que sea para regular el mercado digital y el accionar de sus grandes actores, en la Unión Europea y Estados Unidos cobra fuerza la idea de establecer nuevos regímenes de competencia para los gigantes tecnológicos. En el Reino Unido, el gobierno anunció la creación de una Unidad de Mercados Digitales que elaborará un código específico para empresas como Google y Facebook. En Estados Unidos, la Comisión Federal de Comercio (FTC, por sus siglas en inglés) se sumó a la coalición de fiscales demócratas y republicanos de cuarenta y ocho estados para demandar a Facebook por prácticas anticompetitivas y reclamar que desinvierta.
Ambas iniciativas nacieron casi en sincronía. Comenzaron a tomar forma luego de que Cambridge Analytica – creada en 2013 como subsidiaria de Strategic Communicarion Laboratories – quedara bajo fuego cruzado por su trabajo de minería y análisis de datos en los procesos electorales. La demanda de los fiscales se basa en el informe del Subcomité Anti-Monopolio del Comité Judicial de la Cámara de Representantes. El dictamen recomendó la separación estructural de Facebook y la prohibición de que las plataformas dominantes operen en negocios adyacentes. El subcomité aconsejó también prohibirles futuras fusiones y adquisiciones. Además propuso establecer criterios de no discriminación para bienes y servicios similares, y exigir la interoperabilidad y la portabilidad de datos, como así también promover puertos seguros para los editores periodísticos con la finalidad de garantizar la libertad de prensa.
En Gran Bretaña, el puntapié inicial fue en 2018, cuando el gobierno le encargó al Panel de Expertos en Competencia Digital, presidido por el profesor Jason Furman, que propusiera un marco regulatorio para el mercado digital. El resultado se conoce como el Furman Review. Incluye seis consejos, entre ellos establecer una nueva Unidad de Mercados Digitales (DMU) – dentro de la Autoridad de Competencia y Mercados (CMA) -. Su forma y función la debatirá el Parlamento a principios del próximo año. En síntesis: a uno y otro lado del Atlántico coinciden en la necesidad de atenuar el poder de los gigantes digitales.
El modelo británico
Según adelantó el gobierno de Boris Johnson, el objetivo – impulsado también por el Departamento de Negocios, Energía y Estrategia Industrial y el Departamento de Digital, Cultura, Medios y Deporte – apuntará a que los consumidores tengan más opciones y un mayor control sobre cómo se utilizan sus datos personales, a que las empresas pequeñas puedan mejorar la promoción de sus productos y a que los consumidores puedan optar por recibir publicidad personalizada y no encuentren restricciones al uso de plataformas rivales.
La DMU comenzaría a funcionar en abril y se espera que tenga facultades para suspender, bloquear y revertir las decisiones de los gigantes tecnológicos, ordenarles acciones para lograr el cumplimiento del nuevo código e imponer sanciones financieras. Según lo previsto, la unidad funcionará en forma coordinada con otros dos reguladores: la Oficina de Comunicaciones y la Oficina del Comisionado de Información. El enfoque es amplio y acorde con la convergencia digital: los gigantes deberán alinearse con los objetivos de la Estrategia Nacional de Datos y el Proyecto de Ley de Daños en Línea.
El tema de la publicidad es central. Google tiene un enorme poder en las búsquedas en general, pero todavía mayor en las búsquedas de publicidad. Facebook, en tanto, acapara las redes sociales y la publicidad en general. En 2019, ambas se llevaron el 80 por ciento de las 14 mil millones de libras que sumó la inversión publicitaria en el Reino Unido. No es todo. El número de anuncios a los que están expuestos los usuarios va en aumento: pasó de 40 a 60 por hora entre 2016 y 2019. Otro ejemplo: el Furman Review consigna que pautar en Google es entre un 30 y un 40 por ciento más caro que hacerlo en su principal competidor, sobrecosto que se traslada al consumidor.
La avanzada de los fiscales y la FTC
Facebook es la segunda empresa digital en enfrentar un proceso judicial en Estados Unidos, luego de que el Departamento de Justicia iniciara una demanda contra Google en octubre de este año por abuso de posición dominante en el mercado de los motores de búsqueda. La presentación judicial ante la Corte Distrital de Columbia acusa a la compañía de Mark Zuckerberg de prácticas anticompetitivas y pide que se la obligue a desinvertir en WhatsApp e Instagram.
La demanda es resultado de una investigación que durante más de un año hicieron los cuarenta y ocho fiscales, y que se desarrolló en paralelo con otra realizada por la FTC. Ya en septiembre pasado habían empezado a circular versiones señalando que el organismo accionaría contra Facdebook tras la compras de WhatsApp e Instagram. En las audiencias de agosto en el Congreso de Estados Unidos, los CEOs de Facebook, Alphabet, Apple y Amazon negaron sin éxito las acusaciones por sus posiciones monopólicas y el ejercicio de prácticas anticompetitivas.
El escrito de los fiscales plantea que Facebook impide la competencia, reduce la privacidad de sus usuarios y obstaculiza la ganancia de otras empresas. El texto reclama que se le impida comprar nuevas empresas sin notificar a los reguladores si la operación supera los 10 millones de dólares. Exige, además, “que la justicia provea los remedios que considere apropiado”, incluyendo “la desinversión o la reestructuración de las últimas adquisiciones en empresas o líneas de negocios en las que opera”.
Por su parte, la demanda de la FTC – radicada como la de los fiscales en el Distrito de Columbia – también apunta al cuasi monopolio que tiene Facebook en las redes sociales. Señala, por ejemplo, que la compañía despliega una estrategia sistemática – que incluyó la adquisición de Instagram (2012) y WhatsApp (2014) – para eliminar a potenciales competidores, dejando a los consumidores sin opciones y privando a los anunciantes de los beneficios de la competencia. La demanda reclama también que se le prohíba imponer condiciones anticompetitivas a los desarrolladores de software.
El debate en Estados Unidos
Los mercados globales requieren soluciones globales. Hoy, sin embargo, existen unas ciento treinta jurisdicciones legales con regímenes distintos en todo el mundo, pero solo dos sistemas dominan: la ley antimonopolio de Estados Unidos – con sus orígenes en la Ley Sherman (1890) – y la ley de competencia de la Unión Europea – con raíces en el Tratado de Roma (1957) -. Aunque son divergentes, los defensores del libre mercado a ultranza monopolizaron desde mediados de la década del setenta y hasta hace poco las interpretaciones jurídicas en la materia. Los departamentos de economía y leyes de la Universidad de Chicago hegemonizaron una lectura – naturalizada por la expansión de los mercados financieros – que quebró la tradición: lo grande dejó ser malo.
Los Chicago Boys insistieron en que la competencia estructural no era requisito ni garantía para un buen funcionamiento del mercado. Argumentaban que los mercados se autocorregían frente al monopolio y que cualquier intervención debía demostrar que el comportamiento de la empresa había sido perjudicial para el “bienestar del consumidor”. Sostenían que en última instancia las mayores ganancias del productor compensaban los precios más altos pagados por el consumidor. Agregaban que una mala aplicación de la ley generaba resultados aún peores para los consumidores que la propia monopolización.
Sus promotores se guardaron un as. Sus principales juristas devinieron en jueces federales y pudieron practicar lo que habían predicado. Fue un cambio de paradigma. Hoy, algunos teóricos consideran que para reparar el daño causado por la Escuela de Chicago se debe restaurar el enfoque original. Son los “nuevos brandesianos” (New Brandeis, en inglés), conocidos así por Louis Brandeis (1856-1941), un ex integrante de la Corte Suprema pionero en la batalla contra los monopolios. Quienes militan en sus filas critican el estándar de “bienestar del consumidor” de la Escuela de Chicago y subrayan que la concentración excesiva no es solo una amenaza económica, sino una también amenaza a los valores democráticos.
Agregan, además, que el enfoque neoliberal es más ideológico que legal, y que su objetivo final es siempre minimizar la intervención estatal. Hay una tercera posición. La de quienes afirman que se solo se trataría de restaurar la competitividad. Dicen que bastaría con analizar los errores cometidos y los costos asumidos. Niegan que los jueces no pueden distinguir las prácticas más favorables y advierten que una regulación excesiva podría quedar secuestrada por competidores astutos y malintencionados. Desde este punto de vista, se trataría de mejorar la eficiencia de la ley antimonopolio, lo que no significaría abrazar la fe neoliberal. Señalan, en síntesis, que a pesar de sus orígenes en el siglo XIX, el marco antimonopolio estadounidense es lo suficientemente ágil para enfrentar los desafíos contemporáneos.
La UE regresa sobre sus pasos
Teorías al margen, la creciente lista de problemas sociales, económicos y políticos que profundizó la pandemia puso de relieve las distorsiones que existen en muchos mercados y abrió un espacio para repensar la regulación. Aunque abogados y economistas puedan discutir el significado preciso del concepto “bienestar del consumidor”, las preocupaciones – sumadas al escepticismo que reina desde la crisis de 2008 – ganaron la agenda pública. El cambio no solo se refleja en las demandas en Estados Unidos, que canalizan preocupaciones de larga data sobre la economía digital. También se nota en la Unión Europea.
La Comisión Europea fue uno de los blancos predilectos de neoliberalismo hasta que en la década de 2000 modificó su postura. Cedió ante las críticas de quienes le endilgaban no comprometerse con los supuestos beneficios del giro neoclásico que encarnó en Margaret Tatcher y Ronald Reagan. La acusaban de castigar a las empresas eficientes, favorecer a las ineficientes y desalentar la innovación. ¿La razón? El esquema perseguía una mirada amplia del “bienestar del consumidor” al reconocer que los beneficios potenciales para los consumidores también incluyen aspectos como la producción, la innovación y la variedad o calidad de la oferta disponible.
Luego de una década de apertura, el organismo parece volver sobre sus pasos. Entre 2017 y 2019, la Comisión Europea tomó algunas decisiones de alto perfil. La autoridad de competencia alemana – el Bundeskartellamt – lideró el camino. Fue en 2019, cuando demostró que Facebook hacía una excesiva recopilación de datos personales. Los defensores de una intervención agresiva interpretaron la acción del Bundeskartellamt como parte de una ambiciosa intención de proteger a los consumidores. El regulador alemán, sin embargo, limitó su hallazgo a las normas del país.
Reflexión final
Más allá de las idas y vueltas – y también de los debates teóricos -, la circulación de noticias falsas y discursos de odio, la seguridad de los datos personales, las prácticas laborales injustas y los inadecuados o casi inexistentes impuestos corporativos confirman la necesidad de regular. Los efectos de la política de competencia en el sector exceden los artículos académicos. Se diría que el mercado digital requiere de una sobredosis de competencia y una mayor regulación directa, además de una definición más amplia y concreta sobre qué se entiende por el “bienestar del consumidor”. El consenso neoliberal, que definía una legislación cautelosa y restringida dominada por la economía neoclásica, no parece viable. La tendencia emergente empuja por una mayor regulación, aunque todo parece indicar como poco probable que se acuerden los parámetros para un nuevo consenso en el corto plazo.
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