La negociación con los acreedores se prolonga, el acuerdo económico-social no se concreta y el esfuerzo fiscal roza su límite. La hoja de ruta inicial se la llevó el coronavirus. La agenda sigue siendo la misma: deuda, inflación y déficit. La que marcó Alberto Fernández antes de asumir. El futuro no se hizo esperar y apura definiciones.

Las finanzas públicas destruidas, la presión cambiaria y la inflación que no cede, sumadas a una solución de la deuda que se alarga, marcan la cancha. Un desafío descomunal. Algunos, incluso con buenas intenciones, advierten que demasiado para agregar una reforma de la justicia federal. Argumentan que un Stornelli más, o un Bonadío menos, poco cambian en lo inmediato. No lo parece. Se verá. Por lo pronto, la derecha no pierde tiempo y agita el descontento desde el prime time con los remanidos fantasmas del populismo, la impunidad y las estatizaciones. No es para minimizar. Se vio en el caso Vicentin. Hasta las buenas intenciones pueden deshilacharse.

Es conocido que la pandemia se montó sobre un prolongado estancamiento que ahondó la cruel agonía que arrancó en 2018, cuando la anunciada corrida cambiaria se concretó, demolió el demencial plan de endeudamiento de Cambiemos disparó la desocupación y la fuga de capitales marcó el récord de 27 mil millones de dólares. Tras ocho meses de gobierno, la agenda económica sigue siendo la misma: deuda, inflación y déficit. La misma y en el mismo orden que señaló Alberto Fernández antes de asumir. Tranquilizar la economía, diría Martín Guzmán. Tarea titánica en un mundo inmerso en un tiempo desquiciado que paraliza la razón.

Está claro que coronavirus de por medio, la fase superadora de los Tres kirchnerismos, tal y como la pensaron entre otros Matías Kulfas, es una meta mucho más ardua de alcanzar que hacia fines del año pasado. Ya entonces, el PBI a precios constantes era más bajo que en 2009 y el coficiente de Gini el más alto en casi una década. El plan original, que partía de una resolución rápida con los acreedores y un acuerdo económico-social que generara un entorno estable para capturar inversiones e impulsar un crecimiento sostenido, es improbable. La nueva nueva normalidad apura definiciones. Algunas más urgentes que otras, pero todas relevantes.

La nueva realidad está aquí

Los últimos datos del Indec hablan de una crisis apenas amortiguada por un esfuerzo fiscal sin precedentes, aunque menor al realizado por otros países de la región. El plan de gastos que debate el Congreso por estas horas indica que el año cerrará con un déficit de entre el 8 y el 10 por ciento del PBI. Persianas que se bajan, empresas a media máquina, concursos de acreedores, quiebras en puerta, suspensiones, despidos encubiertos y el derrumbe de la inversión privada son signos de una situación que llegó para quedarse. Trascenderá la coyuntura y ya pone límites precisos a la salida keynesiana imaginada por el neokirchnerismo.

¿Será suficiente para escapar a la encerrona el esfuerzo público por sostener los ingresos de los sectores más vulnerables? No pocos señalan que serán cada vez menos efectivos, que se irán diluyendo con el paso del tiempo. Son los que advierten que los estímulos fiscales y monetarios no funcionan como lo harían en tiempos de normalidad. En otro escala y con diferente intensidad, lo mismo ocurre en las economías centrales. Ponen como ejemplo la parálisis de los sectores no esenciales y los cambios que impone el coronavirus en los hábitos de consumo. El virus, en definitiva, actúa como un impuesto sobre las actividades que implican un contacto humano cercano.

Las transferencias desde el Estado a las familias se vuelcan casi en su totalidad a bienes esenciales. No derraman hacia otras actividades. Los estímulos no se multiplican con la eficacia esperada. La consecuencia no deseada: una mayor concentración del ingreso y un incremento del ahorro entre los sectores de altos ingresos. Ni siquiera el fuerte gasto público que ronda el 5 por ciento del PBI puede detener la bestial caída de la actividad por el derrumbe de la demanda interna y el estancamiento que registran las exportaciones. En los hechos, la masiva inyección de liquidez puede terminar alimentando la dolarización de ahorros por parte de los sectores que consiguen mantener sus ingresos al tiempo minimizan gastos e inversiones.

Necesario, pero insuficiente

La idea de que una buena negociación con los acreedores es condición para el éxito de lo que vendrá es relativa. Es condición necesaria, pero no suficiente. A pesar que están bajo presión, los grandes fondos siguen haciendo su juego. Incluso a espaldas de la Reserva Federal de Estados Unidos. Invierten en activos seguros, a sabiendas que la FED limitará la volatilidad. Poco y nada ayudan a la reactivación global.

El tema quedó expuesto en un correo que Randall Quarles, uno de los gobernadores de la FED, envió a sus colegas europeos. Su contenido lo publicó el Financial Times. El hombre se manifestó “harto” del accionar de los fondos y propuso que en la próxima reunión del G20 se discuta una mayor regulación. El Gobierno nacional, por ahora, confía en que logrará acordar. Si algunos acreedores no quieren entrar deberían esperar. Llegado el caso, nadie podrá argumentar que Alberto Fernández no hizo todo lo posible. Y es verdad. No es poco lo que se cedió entre la primera y la última propuesta. La oferta inicial, que apenas sumó una adhesión del orden del 20 por ciento, se diluyó en la lógica de la pulseada.

Por el momento no habrá términos de intercambio favorables en el comercio internacional. Tampoco crecientes niveles de reservas en el Banco Central para pilotear los desequilibrios. Mucho menos habrá crédito externo para cubrir el desfasaje en las cuentas públicas. Incluso de concretarse, el muy mentado impuesto extraordinario a la riqueza será apenas un parche. No viene mal recordarlo, la emisión tiene un límite. Muy poco margen para una recuperación traccionada solo por el gasto público. Una situación que obligará a mantener las más que razonables restricciones que rigen en el mercado cambiario. Un factor de permanente conflicto.

Fue uno de los temas durante la videoconferencia que mantuvo Kulfas con las compañías nucleadas en la poderosa Cámara de Comercio de los Estados Unidos en Argentina. “No tenemos vocación de regular el mercado de cambios ni tener precios máximos”, fue la respuesta. Anticipó, sin embargo, que el paquete de sesenta medidas que anunciará Alberto Fernández en los próximos días apuntará a darle más participación a las pymes locales en las cadenas de valor. Será, va de suyo, en detrimento de las importaciones. “No lo hacemos como una crítica a la globalización, sino como una forma de atender al contexto”, aclaró. Kulfas, además, confirmó que entre los anuncios estará también el envío al Congreso de la demorada nueva ley de hidrocarburos. Minería, economía del conocimiento y agroindustria serán otros de los ejes.

¿Economía de guerra?

Jacques Attali no tiene fama como Thomas Piketty y Joseph Stiglitz. Es economista, ingeniero, jurista y una de las figuras relevantes de la intelectualidad francesa. Asesoró en los ‘80 a François Miterrand y fundó en 1991 la Banca Europea para la Reconstrucción y el Desarrollo. “Debemos ponernos en economía de guerra”, suele decir. ¿Por qué? El hombre, que no descarta las nacionalizaciones, afirma que solo una economía en modo guerra permite enfrentar un peligro mortal. Su propuesta es concentrarse en la producción de bienes esenciales: salud, alimentación, energía, información y educación. El resto quedaría para una fase posterior.

Foto: Horacio Paone.

Por estos pagos, no pocos sugieren algo similar. Se trataría, incluso, de apelar a instrumentos que en otras circunstancias podrían calificarse como extremos. Argumentan que agotada la capacidad fiscal y sin acceso al crédito internacional, con una inversión extranjera mínima y la interna dependiendo del impulso estatal, el desafío transita por implementar un programa que movilice los recursos internos. El objetivo: una masiva reconversión de puestos de trabajo que podría alcanzar sectores  completos. En lo inmediato: trabajo intensivo de poca calificación. Obra pública de pequeñas dimensiones en todo el país. Ocupación para los desocupados.

La alternativa suena lógica ante la imposibilidad, al menos por el momento, de un amplio acuerdo para impulsar un programa keynesiano. La actitud refractaria del capital concentrado impide intentarlo. Tan difícil como generar en el corto plazo un entorno estable que facilite la inversión extranjera y aliente las locales. El riesgo de demorar las decisiones es obvio. En el plano social, una creciente conflictividad asentada en la destrucción generada por Macri y profundizada por la pandemia. En el plano político, la descomposición del caudal político acumulado por el gobierno.

Se dijo en este mismo espacio. Los bancos centrales y los gobiernos esconden la dimensión real de la crisis. No hay cisne negro. El nuevo coronavirus se montó sobre una economía global ya enferma. La masiva inyección de liquidez equivale escapar hacia adelante. Aquí y en el mundo. De nada sirve disfrazar la situación con optimismo. La acelerada reducción del empleo formal y el aumento del desempleo están en curso. Ya no se trata de llegar hasta las próximas elecciones. Ni siquiera de ganarlas. Refundar el Estado y reconvertir la economía son las claves. En el mientras tanto, la tarea es tender un puente hacia esos objetivos con la generación masiva de puestos de trabajo. Habrá que pensar en imponer sacrificios a los que más tienen para obtener los recursos.

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