No todo es una cuestión de números. Los trabajos de Jorge Gaggero, Alejandro Grimson, Alexandre Roig y Jorge Nun aportan una mirada transversal sobre “la anomalía argentina”. Una lectura sobre los actores sociales y la imposibilidad de avanzar con una reforma estructural y progresiva. Un debate que tiene mucho de corporativo.

 

 

“Respecto de la riqueza, ningún ciudadano debería ser tan opulento como para poder comprar a otro, y ninguno tan pobre como para estar obligado a venderse”.

 Jean-Jacques Rousseau. Contrato Social. Libro Segundo.

 

Los rasgos esenciales del actual sistema tributario argentino quedaron delineados en los años ’30, luego del golpe de Estado que derrocó a Hipólito Irigoyen y que clausuró la primera experiencia democrática argentina. Aunque parezca un contrasentido, no fueron los sindicatos ni la izquierda, como ocurrió en Europa, los que quebraron en el ámbito local la concepción liberal propia del siglo XIX en materia impositiva. Fue la propia restauración conservadora, que antes había bloqueado los intentos del radicalismo por instaurar el Impuesto a las Ganancias, la que dio vía libre a la imposición del tributo, reforzó la presión sobre las ventas y definió un primer y rudimentario esquema de coparticipación federal.

Lo hizo, claro está, no para redistribuir la riqueza, sino para mantener un status quo social y político amenazado por las efectos sociales y económicos de la crisis del ’30. La revuelta social estaba a la vuelta de la esquina. Una posibilidad tan cierta como la necesidad de alejar al país de un nuevo default y financiar un incipiente esquema de sustitución de importaciones.

“Con el advenimiento de Perón se verificó la utilización del andamiaje tributario establecido en los ’30 para impulsar un proceso de fuerte redistribución de los ingresos a través del gasto social y para establecer un sistema de seguridad social de alcance universal”, señala Jorge Gaggero en Argentina: Lecciones del pasado y progresos recientes, un trabajo elaborado hace algunos años para un seminario sobre Evasión Fiscal, Corrupción y Crisis organizado por Tax Justice Network.

El shock de progresividad, destaca Gaggero, se logró por una doble vía: la intervención del Estado en el mercado y una potente política de gasto social en educación, vivienda, salud y jubilaciones. Un camino muy similar al recorrido por el kirchnerismo tras el derrumbe de la convertibilidad y que, con algunas diferencias y en otro contexto, procura transitar el gobierno de Alberto Fernández.

El trabajo de Gaggero pone de relieve que la experiencia resultó exitosa en buena medida porque fortaleció la progresividad del impuesto sobre la renta, además de crear el impuesto a las ganancias del capital, lo que se conoce hoy como “ganancias eventuales”. Éxito que también se asentó en una fuerte intervención en el mercado.

El giro político permitió que la presión tributaria consolidada durante los dos primeros gobiernos de Perón, es decir Nación más provincias, alcanzara niveles de avanzada en América latina: el 18 por ciento del Producto Interno Bruto entre los años ’40 y ‘50. “El modelo de fuerte redistribución -explica el autor- logró sobrevivir durante casi dos lustros, cuando se inició el proceso de largo y gradual deterioro que se aceleró a partir de 1975”.

Desde ese momento ganaron espacio los sectores concentrados y las sucesivas crisis. “El efecto de la inflación, las eficaces acciones del establishment orientadas a minar la progresividad y las sucesivas emergencias económicas hicieron desaparecer la progresividad”, afirma Gaggero.

El resultado fue, más o menos, la estructura actual, signada por un carácter fuertemente regresivo. Su máximo exponente: el IVA, cuya alícuota general registra un nivel similar al que tiene en Francia o Suecia, pero que, a diferencia de esos países, no diferencia en forma sustancial entre consumos básicos y suntuarios. Su contracara: el débil Impuesto a las Ganancias, que recae en gran medida sobre las empresas y en forma muy limitada sobre las personas físicas.

Una explicación

 La ponencia de Gaggero no sólo es interesante porque aporta datos concretos que ayudan a comprender el éxito y la decadencia del sistema tributario argentino, sino también porque, a diferencia de otros trabajos, traza una hipótesis de las razones que signaron lo que el autor denomina “la anomalía del caso argentino”. Un camino inverso al que recorrieron los países que consolidaron un Estado de bienestar.

¿Cuáles fueron las causas que explican el paso de una estructura fuertemente progresiva a una de carácter netamente regresivo? Para responder al interrogante, Gaggero propone mirar lo que ocurrió en otros países. Señala, por ejemplo, que las razones de la persistencia de cierta igualdad en Europa aun bajo gobiernos conservadores habría que rastrearla en el campo cultural e institucional.

“La cadena histórica de sucesos por la cual el compromiso social que diera origen a la imposición progresiva (…) se afirma en una trama político-institucional en la que la sociedad participa más o menos activamente. Como consecuencia de esa participación, la imposición progresiva queda fuertemente validada a partir de su éxito y se asegura la continuidad contra todos los intentos de tumbarlos”, explica Gaggero.

El proceso, que se dio en forma menos intensa en América latina, aparece expuesto con mayor detalle en otro trabajo del autor: La progresividad tributaria, su origen, apogeo y extravío. Allí se destaca que, tras la primera y segunda guerras mundiales, las clases dominantes de los países desarrollados de Occidente se vieron sometidas a una fuerte presión democratizadora que las empujaron a ceder beneficios para evitar el mal mayor: la caída de la democracia de mercado. Nada, o muy poco de eso, ocurrió en países periféricos como la Argentina.

Una condición imprescindible

 La hipótesis agrega que el progresivo desmontaje del Estado de bienestar operado primero por la revolución del ’55, profundizado por la última dictadura, consolidado en por el menemismo y practicado por Cambiemos impactó también en los organismos fiscalizadores, que fueron sometidos a una fuerte deslegitimación, o directamente copados por parte de grupos económicos y políticos. Hoy, la ausencia de estudios oficiales sobre evasión y elusión constituirían una muestra de la debilidad en que se mueve la gestión tributaria.

“Los especialistas coinciden en que el nivel del incumplimiento considerando todos los niveles de gobierno ha estado en los últimos treinta años en el orden del 40 por ciento, con picos de hasta el 60 por ciento en momentos muy críticos”, puntualiza Gaggero. Algunos estudios estiman la evasión en Ganancias, tanto para empresas como para personas físicas, en el orden del 50 por ciento.

 “La lucha contra la evasión y el contrabando no puede ser legitimada plenamente y ganar efectividad si las más altas autoridades políticas de la Nación no logran emitir, en el plano que podemos denominar político-simbólico, mensajes adecuados”, advierte Gaggero.

El señalamiento no es ocioso. La consolidación de una conducción independiente, profesional y duradera surge, entonces, como una condición imprescindible para legitimar el accionar de los organismos fiscalizadores. Como prueba de los avatares a los que se vio sometida la administración fiscal, Gaggero puntualiza que, durante el período de la convertibilidad, las autoridades de la Afip duraron en promedio dos años y medio cada una.

La década ganada

 Gaggero señala que, durante el gobierno de Néstor Kirchner, el país consiguió revertir el avance de la desigualdad que se registró durante los ’90 y que profundizó el estallido de la convertibilidad. Entre 2003 y 2007, la diferencia de ingresos entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre de la población se redujo de 44 a 22 veces. Una dinámica que se asentó en la recuperación del empleo y del salario. Hoy, según la medición que se tome, la brecha oscila entre 20 y 24 veces. Una distancia aún sideral con relación a las 8 veces que registraba en mediados de años ’70.

En otro trabajo –Impacto del presupuesto sobre la equidad-, Gaggero y Darío Rossignolo cuantifican la acción niveladora del Estado y subrayan, por ejemplo, que durante 2010 el 30 por ciento de la población más pobre del país recibió un beneficio neto de 100 mil millones de pesos a raíz de la recaudación tributaria y la inversión social contemplada en el Presupuesto. Su contracara, el 30 por ciento más rico, debió restar a sus ingresos un total de casi 148 mil millones como consecuencia de la acción fiscal.

El trabajo consigna que ese año, con relación al Producto Interno Bruto, el gasto público alcanzó el 4,4 por ciento en Educación Básica, el 6,3 por ciento en Salud y el 1,2 por ciento en Asignaciones Familiares. Niveles muy superiores a los registrados a fines de los ’90 y durante el gobierno de Cambiemos. En síntesis: aun cuando el sistema mantuvo a grandes rasgos en el período kirchnerista su carácter regresivo, la acción niveladora del Estado achicó la brecha. Prueba de ello es que el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad arrojaba antes del pago de impuestos 0,479 puntos -apenas inferior a la década previa- y 0,288 luego del impacto del gasto público.

Igualdad, ¿qué igualdad?

 La pregunta, que el sentido común respondería desde la experiencia inmediata, se torna compleja cuando se trata de encontrar una respuesta en el plano social. En un trabajo publicado por Voces en el Fenix, Jorge Nun recorre conceptos y despeja el camino: “Una de las respuestas más clásicas del liberalismo a esta pregunta es conocida: en relación a las oportunidades que les ofrece la sociedad a sus miembros”. Sin embargo, advierte Nun, la igualdad de oportunidades no condujo en ninguna parte del mundo y en ningún momento histórico a mayores condiciones efectivas de igualdad.

Los intentos que por este camino se realizaron, aunque hayan estado impregnados de las mejores intenciones, no consiguieron cerrar la brecha entre pobres y ricos. En la práctica, apenas resultaron en un remedio para anestesiar la conciencia de los privilegiados y sus voceros.

El desafío, subraya Nun, es mucho mayor: “(…) no se trata de abolir únicamente los privilegios heredados sino también la falta de privilegios heredada”. En síntesis, según el autor, “la mayor igualdad debe tener por horizonte una razonable igualdad de condiciones y resultados”. ¿Qué parámetros deberían tomarse en cuenta para cuantificar la igualdad/desigualdad? ¿Basta con medir los ingresos?

Nun propone, además de los ingresos, una serie de indicadores que integran la noción de desarrollo humano elaborada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. “Como se desprende de este índice, la mayor igualdad de condiciones y resultados debe obtenerse, ante todo, en materia de salud, educación e ingresos, dimensiones que en la Argentina -y desde luego, en muchos otros lugares- presentan históricamente un alto grado de asociación”, concluye.

Indicadores al margen, el resultado de un plan que apunte a generar una razonable igualdad de condiciones y resultados encontrará sus condiciones de posibilidad en el campo de la política.

En este punto, el derrotero de Nun se cruza con la hipótesis “cultural-institucional” de Gaggero sobre “la anomalía argentina”. En definitiva -dice Nun- “la problemática de la desigualdad remite siempre, en última instancia, a un acceso diferente de los diversos sectores de la población al proceso de toma de decisiones, es decir, que implica en efecto una cuestión de poder”.

¿Alcanzan, entonces, con las actuales instituciones de representación democrática? La respuesta de Nun es negativa: “No bastan para corregir esta cuestión, en tanto no se encuentren enraizadas en una cultura de la igualdad, que ellas no están en condiciones de producir por sí mismas”.

Generar consenso

 “Creemos que no se puede pensar la reforma de un sistema fiscal, más si es progresiva y atenta en contra de intereses instalados, sin tener en claro la posibilidad de su aceptación o de su rechazo por parte de la población, sabiendo que la evasión o la elusión fiscal no pueden ser totalmente eliminadas por sistemas de control y de sanción”, advierten Alejandro Grimson y Alexandre Roig.

El señalamiento -contenido en el documento Los actores sociales y los impuestos– subraya la necesidad de conseguir consensos amplios y transversales para encarar reformas estructurales. Pero también pone de relieve la importancia de analizar de qué manera la sociedad, y los diversos sectores y grupos en particular, perciben la cuestión fiscal. Un escalón esencial para avanzar en el plano político y generar la cultura de la igualdad que plantea Nun.

Que la desarticulación del Estado de bienestar que encararon la última dictadura cívico-militar, el neoliberalismo en los ’90 y el gobierno de Cambiemos haya sido posibles sólo se explicaría por una apatía generalizada por la cuestión fiscal. ¿Cuáles son los mayores escollos para sumar adhesiones? Desde un plano social, Grimson y Roig apuntan que una de ellos “reside en el hecho de que los impuestos aparezcan para sectores de la población como un cálculo específico y desarticulado de otros”.

En la base de la cuestión está la imposibilidad de los actores sociales, en especial de aquellos de mayor poder adquisitivo, de visualizar la sociedad como un conjunto. “Esto debe ser comprendido como un indicio de los modos en que sedimentaron relaciones históricas en la Argentina, no sólo entre el Estado y la sociedad, sino entre los distintos sectores sociales”, agregan los autores.

No es casual en este contexto que quienes puedan pagar más generen resistencias y, a la vez, opten por servicios privados de educación y salud, o incluso de seguridad. Más aún cuando, como señala el trabajo, “la relación fiscal se inscribe en un régimen de confianza que moviliza un complejo de experiencias y significaciones sobre la captación fiscal y sus usos por parte del Estado”. Un punto que también destaca Gaggero: la necesidad de transparentar el gasto público para legitimar el accionar estatal.

Un debate casi corporativo

La discusión, va de suyo, sigue abierta y su carácter mediado queda de manifiesto, por citar apenas un ejemplo, en la recurrente polémica alentada por un amplio sector del periodismo y del establishment económico con relación al mínimo no imponible del Impuesto a las Ganancias, o en la pulseada del actual gobierno con el sector agropecuario por la suba de las retenciones. También en el aumento del inmobiliario rural en la Provincia de Buenos Aires. Una discusión que, lejos de ser democrática, se parece mucho a un debate corporativo.

Se sabe: quienes no están alcanzados por los impuestos que gravan la renta y la riqueza no tienen voz en los medios hegemónicos. Nada nuevo se dirá, y es correcto.  El 25 de abril de 1793, ante la Asamblea Nacional, en plena revolución francesa, Robespierre afirmaba: “Habláis del impuesto para establecer el principio incontestable que éste no puede emanar más que de la voluntad del pueblo o de sus representantes. Pero olvidáis consagrar el impuesto progresivo, puesto que en materia de contribuciones públicas, ¿acaso existe un principio que derive más claramente de la propia naturaleza de las cosas y de la justicia eterna, que el que impone a los ciudadanos la obligación de contribuir a los gastos públicos progresivamente según la extensión de su fortuna, es decir, según las ventajas que perciben de la sociedad?”.

Más claro, imposible. Y no se trata de alentar una revolución, o de poner en práctica una suerte de guillotina fiscal.

 

 

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