Los países ricos han drenado 152 billones de dólares del Sur global desde 1960. Un trabajo de los economistas Jason Hickel, Dylan Sullivan y Huzaifa Zoomkawala repasa de manera clara y precisa las mecánicas que este saqueo.
Desde hace tiempo sabemos que el ascenso industrial de los países ricos dependía de la extracción del Sur global durante la época colonial. La revolución industrial europea se basó en gran medida en el algodón y el azúcar, que se cultivaron en tierras robadas a los indígenas americanos, con el trabajo forzado de los esclavos africanos. La extracción de Asia y África se utilizó para pagar la infraestructura, los edificios públicos y los estados de bienestar en Europa, todos los indicadores del desarrollo moderno. Pero, a su vez, los costes para el Sur fueron catastróficos: genocidio, despojo, hambruna y empobrecimiento masivo.
Finalmente, a mediados del siglo XX, las potencias imperiales retiraron la mayoría de sus banderas y ejércitos del Sur. Pero durante las décadas que siguieron, los economistas e historiadores asociados a la «teoría de la dependencia» alegaron que los patrones básicos de apropiación colonial seguían vigentes y continuaban definiendo la economía global. El capitalismo nunca terminó, argumentaban, sólo cambió de forma.
Tenían razón. Investigaciones recientes demuestran que los países ricos siguen dependiendo de una gran apropiación neta del Sur global, que incluye decenas de miles de millones de toneladas de materias primas y cientos de miles de millones de horas de trabajo humano al año –incorporados no sólo en productos básicos, sino también en bienes industriales de alta tecnología como teléfonos inteligentes, ordenadores portátiles, chips informáticos y automóviles, que en las últimas décadas han pasado a fabricarse mayoritariamente en el Sur.
Este flujo de apropiación neta se produce porque los precios son sistemáticamente más bajos en el Sur que en el Norte. Por ejemplo, los salarios pagados a los trabajadores del Sur son, por término medio, una quinta parte del nivel de los salarios del Norte. Esto significa que por cada unidad de trabajo y recursos incorporados que el Sur importa del Norte, se ve obligado para pagarla a exportar muchas más unidades.
Los economistas Samir Amin y Arghiri Emmanuel lo describen como una «transferencia oculta de valor» desde el Sur, que sostiene altos niveles de ingresos y consumo en el Norte. La fuga se produce de forma sutil y casi imperceptible, sin la declarada violencia de la ocupación colonial y, por tanto, sin provocar protestas ni indignación moral.
En un reciente artículo publicado en la revista New Political Economy, nos basamos en el trabajo de Amin y otros autores para cuantificar la magnitud de la fuga debida al desigual intercambio durante la era poscolonial. Descubrimos que la fuga aumentó drásticamente durante los años ochenta y noventa, cuando se impusieron los programas neoliberales de ajuste estructural en todo el Sur global. En la actualidad, el Norte global importa del Sur productos básicos por valor de 2,2 billones de dólares al año, en precios del Norte. En perspectiva, esa cantidad de dinero bastaría para acabar con la pobreza extrema, a nivel mundial, aun siendo esta quince veces mayor que la actual.
Durante todo el periodo que va de 1960 hasta hoy, la fuga ascendió a 62 billones de dólares en términos reales. Si este valor hubiera sido retenido por el Sur, contribuyendo a su crecimiento según sus propias tasas durante este periodo, tendría hoy un valor de 152 billones de dólares .
Son sumas extraordinarias. Para el Norte global (y aquí nos referimos a Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Israel, Japón, Corea y las economías ricas de Europa), las ganancias son tan grandes que, durante las últimas dos décadas, han superado la tasa de crecimiento económico. En otras palabras, el crecimiento neto del Norte depende de la apropiación del resto del mundo.
Para el Sur, las pérdidas superan por un amplio margen las transferencias de ayuda exterior. Por cada dólar de ayuda que recibe el Sur, pierde 14 dólares sólo en drenaje por el intercambio desigual, sin contabilizar otros tipos de pérdidas como los flujos financieros salientes ilícitos y la repatriación de beneficios. Por supuesto, la proporción varía según el país –es más alta para unos que para otros– pero en todos los casos, el discurso de la ayuda oculta una realidad más oscura de saqueo. Los países pobres están desarrollando a los países ricos, no al revés.
Los economistas neoclásicos tienden a ver los bajos salarios del Sur como algo «natural» –una especie de resultado neutral del mercado–. Pero Amin y otros economistas del Sur global sostienen que las desigualdades salariales son artefactos del poder político.
Los países ricos tienen el monopolio de la toma de decisiones en el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), tienen la mayor parte del poder de negociación en la Organización Mundial del Comercio, utilizan su poder como acreedores para dictar la política económica en las naciones deudoras y controlan el 97% de las patentes del mundo. Los Estados y las empresas del Norte aprovechan este poder para abaratar los precios de la mano de obra y los recursos en el Sur global, lo que les permite lograr una apropiación neta mediante el comercio.
Durante las décadas de los 80 y 90, los programas de ajuste estructural del FMI redujeron los salarios y el empleo en el sector público, al tiempo que recortaron los derechos laborales y otras normas de protección, todo lo cual abarató la mano de obra y los recursos. Hoy en día, los países pobres dependen estructuralmente de la inversión extranjera y no tienen más remedio que competir unos contra otros para ofrecer mano de obra y recursos baratos con el fin de complacer a los barones de las finanzas internacionales. Esto garantiza un flujo constante de aparatos desechables y moda rápida hacia los consumidores acomodados del Norte, pero con un coste extraordinario para las vidas humanas y los ecosistemas del Sur.
Hay varias formas de solucionar este problema. Una de ellas sería democratizar las instituciones de la gobernanza económica mundial, de tal modo que los países pobres tengan una participación más justa en la fijación de las condiciones comerciales y financieras. Otra medida sería garantizar que los países pobres tengan derecho a utilizar los aranceles, las subvenciones y otras políticas industriales para crear una capacidad económica soberana. También podríamos dar pasos hacia un sistema global de salarios dignos y un marco internacional de regulaciones medioambientales, que pondrían un nivel mínimo a los precios de la mano de obra y los recursos.
Todo ello permitiría al Sur captar una parte más justa de los ingresos del comercio internacional y liberar a sus países para una movilización de sus recursos en orden a la eliminación de la pobreza y la satisfacción de las necesidades humanas. Pero alcanzar estos objetivos no será fácil; requerirá un frente organizado entre los movimientos sociales dirigido hacia el logro de un mundo más justo, en contra de aquellos que se benefician tan prodigiosamente del statu quo.
Autores:
– Jason Hickel, Académico de la Universidad de Londres y Miembro de la Real Sociedad de Arte del Reino Unido.
– Dylan Sullivan, estudiante de posgrado en el Departamento de Economía Política de la Univer-sidad de Sidney.
– Huzaifa Zoomkawala, investigador independiente y analista de datos con sede en Karachi.
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