La corrida cambiaria se llevó puesta la planilla Excell. La dolarización y la liberalización del mercado energético tornan inviable el sendero de aumentos fijado por Cambiemos. Tarifas, naftas y gasoil amenazan con alimentar el incendio inflacionario. Un panorama con reflejo fiscal.
El desbarajuste es fenomenal. Las distorsiones macroeconómicas amenazan con hundir uno los pilares imaginados por Macri y Aranguren para resolver lo que Cambiemos postula como el origen de todos los males: el déficit fiscal. Lo que está en jaque es, ni más ni menos, que la reducción de los subsidios al sector energético. Según la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública (ASAP), la contracara de los tarifazos representaría este año la mitad de la reducción del déficit fiscal primario planificada por Dujovne.
El dilema al que se enfrenta Macri tiene consecuencias políticas y económicas. Sin ancla cambiaria, la arquitectura acordada por el gobierno con las empresas cruje por los cuatro costados. La dolarización de las tarifas y la convergencia del precio local del petróleo con el internacional amenazan con echar más nafta al incendio de los precios. En otras palabras: la corrida cambiaria se llevó puesta la planilla Excell. En este contexto, Aranguren y empresarios se afanan por encontrar alguna alternativa que les permita alejar el fantasma más temido: el denostado esquema de precios regulados.
Por estas horas, los funcionarios del Ejecutivo y las firmas del sector admiten que la disparada del dólar, que acumuló un salto de más del 25 por ciento en apenas tres semanas, torna inviable la dolarización de las tarifas del gas. Ni que decir del sendero de aumentos progresivos. Para peor, la liberalización del precio local del petróleo que dispuso Aranguren en octubre de 2017 amenaza con una nueva escalada en los surtidores. La suba del precio internacional del crudo y el salto del dólar lo obligaron a firmar de urgencia un Acuerdo de Estabilidad con las petroleras. Se concretó hace días y ya es letra muerta. En síntesis: los acuerdos que se suponían estructurales ingresaron en una zona incierta.
La pulseada del gas
Aranguren deberá sentarse a renegociar con los jugadores del sector. Son pocos y poderosos. Gas y petróleo son factores de una misma ecuación. La partida se juega en un tablero dividido en dos. Los límites son borros. De un lado están las petroleras. Un escenario dominado por YPF, Pan American Energy, Total, Wintershall y Pampa Energía, además de otras firmas de menor envergadura. Del otro están las distribuidoras: Metrogas, Ecogas, Gas Natural Fenosa, Camuzzi, Gas Nor, Gas Nea y Litoral Gas. La disputa reside en que las petroleras reclaman a las distribuidoras el pago del gas natural a un precio más elevado que el establecido a fines de 2017 en los contratos de abastecimiento.
La tensión es directamente proporcional al avance del dólar. Según las petroleras, el precio fijado en diciembre último quedó desactualizado. Argumentan que las distribuidoras pagan un 35 por ciento menos de lo que deberían. La cuestión es reconocida por las propias gasíferas. Estas últimas dicen, sin embargo, que no pueden afrontar el mayor costo. ¿La razón? Es obvia: la imposibilidad de traspasar a las boletas de los usuarios residenciales, los comercios y las Pymes el precio del gas en boca de pozo. Hoy se ubica en 4 dólares con 68 centavos por millón de BTU.
El problema no es coyuntural. El precio actual es apenas un escalón en el sendero fijado por Aranguren. Faltan otros escalones. Según la hoja de ruta oficial, hacia fines de este año debería rondar los 7 dólares con 27 centavos, para alcanzar los 7 dólares con 86 centavos por millón de BTU en 2019. Para algunos, un camino que conduce al abismo. El precio no es el único factor que alimenta la pulseada entre petroleras y gasíferas. Las distribuidoras pagan a las petroleras con una demora de 75 días. Es lo que tarda el proceso de cobro a los clientes. Una eternidad en el marco de una inestabilidad cambiaria que promete nuevos sacudones. Incluso una vez cerrado el acuerdo con el FMI. El conflicto está abierto. Algunos afirman que no habrá solución hasta que se despeje el panorama cambiario. Mientras tanto, la búsqueda de alternativas consume la agenda de los protagonistas.
La renegociación de los contratos entre petroleras y distribuidoras fue imaginado por Aranguren como una herramienta central para dar por finalizada la intervención estatal y el congelamiento de las tarifas. La posición de Aranguren es cada vez más complicada. No solo por el reflejo fiscal que tendría frenar el aumento de las tarifas. Sin no hay una solución inmediata, la primera víctima de la encerrona serán las inversiones. Ya lo anunciaron las distribuidoras. Argumentan que lo prometido para el próximo quinquenio está atados a una condición: que sus ingresos permanezcan constantes en dólares. Una quimera en la actual situación.
Nafta al incendio de los precios
El argumento de las petroleras no difiere en lo esencial. Puntualizan que la devaluación se tradujo en una caída del precio del crudo en boca de pozo medido en dólares. Aquí, lo que está en juego es el precio de los combustibles. Por el momento, el congelamiento seguirá vigente. No por mucho tiempo. En julio vence el acuerdo sellado el 8 mayo por Aranguren con los tres principales actores del sector: YPF, Pan American Energy y Shell. Desde entonces, el dólar trepó un 17 por ciento, el barril de crudo tipo Brent avanzó un 8 por ciento y el bioetanol se encareció un 8,5 por ciento. Se trata de las variables que integran la fórmula que fija el precio de las naftas y del gasoil en los surtidores. Para tener una idea del reclamo: según las refinadoras, la nafta premium debería costar ya unos 38 pesos el litro. Un precio exorbitante.
El panorama a futuro es poco menos que catastrófico. “El precio de la nafta premium, cuyo valor teórico se mueve al ritmo del precio internacional del petróleo y de la cotización del dólar, y cuyos impuestos internos, desde marzo de 2018, se mueven al ritmo de la inflación de cada trimestre, podría superar los 49 pesos por litro en diciembre de 2018”, estima un trabajo de Economic Trends. El documento, encargado por la Federación de Autotransporte de Cargas, supone que el petróleo llegará al valor de los contratos a futuro de Wall Street y que el tipo de cambio local subirá un 10 por ciento hasta fin de año. Un incremento del 75 por ciento en comparación con el precio promedio de diciembre pasado.
Como en el caso de las tarifas de gas, el traslado es inviable. De aplicarse sin atenuantes la fórmula, la disparada se verificaría también en el gasoil. Un incremento de tal magnitud en un insumo crítico repercutiría en toda la economía. Un ejemplo: solo en el primer cuatrimestre, los costos del transporte de cargas se elevaron un 10 por ciento. Otro: los precios regulados, donde las tarifas y el combustible tienen un peso central, avanzaron un 15 por ciento en el mismo período y un 39 por ciento en los últimos doce meses. Por el momento, lo único seguro es que a partir del julio habrá un alza en los combustibles del orden del 10 por ciento, Algunos dicen que será levemente menor. En cualquier caso, y aunque se sumará al 35 por ciento acumulado desde mediados del año pasado, no resolverá el atraso.
La encrucijada es notable. Lo pactado implica que si el Estado nacional no avala que los precios internos sigan el derrotero de los internacionales deberá compensar a las petroleras antes del último día del año. Para hacerlo tendrá que echar mano de subsidios directos que deberá pagar durante el primer trimestre de 2019. Un escenario muy parecido a lo que planteó el kirchnerismo. ¿Volverá el gobierno sobre sus pasos y regulará los precios? Es poco probable. No está en el ADN de los funcionarios. Tampoco en el de las empresas. El presidente del YPF, Miguel Ángel Gutiérrez, señaló hace unos días que la firma “resignó por sesenta días” la aplicación de la fórmula que actualiza los precios. Sostuvo, además, que en julio se debería retomar el esquema suspendido.
La mancha venenosa
Otra cuestión anuncia aún más presión sobre los precios mayoristas y minoristas. Se trata de la reforma impositiva que modificó los impuestos internos a la venta de combustibles y dio por finalizado el sistema de alícuotas que se aplicaba sobre el precio en la puerta de las refinerías. La nueva norma entró en vigencia el primero de marzo, pero quedó suspendida con el Acuerdo de Estabilidad. Según lo sancionado por el Congreso, la carga tributaria sobre el expendio de naftas y gasoil debería aumentar entre un 7 y un 8 por ciento en junio en función de los índices de inflación esperados para período marzo-mayo.
El esquema actual implica montos fijos que se actualizan en forma trimestral. En su momento, el oficialismo y las empresas presentaron la iniciativa como una decisión acertada. Dijeron que de esta forma se amortiguaría el impacto que pudiera tener en las bocas de expendio los mayores precios del crudo y de otras variables que inciden en los costos. Su aplicación, por el momento, quedó en veremos. La Afip, que debería elevar los montos actuales, espera órdenes. Aranguren y Dujovne deben ponerse de acuerdo. En Energía hacen cálculos. Prefieren diferir la aplicación de la reforma. Dicen que al menos hasta julio, cuando se supone aumentarán las naftas y el gasoil. En Hacienda eluden la cuestión. Dicen que la decisión es de Aranguren.
Por el momento, los problemas se acumulan. Y lo hacen al ritmo de las imprevisiones. La estampida del dólar dejó el descubierto la inviabilidad de la política energética de Cambiemos. La dolarización de las tarifas y la liberalización del mercado de los hidrocarburos, sumado a las presiones de petroleras y gasíferas que reclaman lo pactado, auguran un panorama sombrío. La mentada “señal de precios” vía tarifazos no funcionó. Las inversiones en el sector hidrocarburos cayeron casi un 25 por ciento en el último bienio. La producción de petróleo apenas quebró en febrero un récord de 23 meses consecutivos con datos negativos. Lo dicho: el descalabro es enorme y tiene reflejo fiscal. Un dato central de cara a las exigencias del FMI.