En los últimos tramos de la dictadura -y en los primeros de la democracia -, los medios cómplices se ocuparon de pintar a Bignone con dos caras complementarias: un personaje menor y el artífice de la transición a la democracia. Falacias que todavía perduran a pesar de haber sido condenado por su papel central en el genocidio.
Es un cadete, el tipo que les hacía trámites con la valijita. Así me describió en 1982 un amigo con historia militante devenido progre-peronista a Reynaldo Benito Bignone cuando quedó como último presidente de la dictadura genocida tras la retirada involuntaria y desafortunada de Leopoldo Fortunato Galtieri.
No, le dije. Bignone no es eso. Es cierto que es la línea de fuga de la dictadura, pero no lo menosprecies. Falta que lo transformen en otro Lanusse, un milico que devuelve la democracia, le dije.
Se cocinaba por entonces la luego fallida ley de autoamnistía –apoyada por el candidato peronista Ítalo Argentino Luder, el mismo del “decreto de aniquilamiento de la subversión” –, y la de mi amigo era una lectura tan fácil como esperanzada. Otro se van, se van y nunca volverán para que siempre vuelvan.
Bignone no era ningún cadete (se lo decía en el sentido de los oficinistas, no del Colegio Militar) sino todo un cuadro, de perfil bajo y mantenido en segunda línea hasta que (les) hizo falta.
Reynaldo Benito Bignone fue uno de los mejores cuadros político-militares que tuvo la dictadura genocida. Murió a los 90 años y, a pesar de las condenas por sus crímenes, esa lectura tan timorata y deliberada producida (amañada al uso nostro) de la incipiente democracia burguesa todavía lo pinta hoy como el menor de los males, como el general tarado al que le impusieron la misión de que la retirada se disfrazara de transición.
Bignone no era eso. No se trata sólo de las condenas. Tenía tres a prisión perpetua por violaciones de los derechos humanos y otras siete que superaban los 15 años de reclusión. Manejó Campo de Mayo, el mayor Centro Clandestino del Ejército, y también participó de los CCD del Hospital Posadas y del Colegio Militar. Fue parte fundamental del Plan Cóndor y se probó su participación en la apropiación sistemática de bebés.
Pero con esa imagen de cadete pelotudo –construida con el aporte fundamental de los políticos, los medios y los jueces de la democracia naciente – zafó del Juicio a las Juntas y recién en 2010, en la Causa Campo de Mayo II, recibió su primera condena.
De pelotudo nada. Basta releer la carta que dirigió “a los jóvenes” en octubre de 2006 en las fervorosas páginas de La Nación para darse cuenta. Allí instó a los jóvenes a tener una memoria completa y “a concluir lo que nosotros no supimos ni pudimos terminar”. Ni más ni menos que la aniquilación de la disidencia política y social, el genocidio.
Reynaldo Benito Bignone era –si se leen los medios hegemónicos – uno de esos viejitos que, por su edad y sus achaques, no deberían seguir presos. Y menos él, que fue el encargado de pilotear el retorno de la democracia.
Eso, quizás, funcione en el discurso de la posverdad.
Para la historia fue, es y será uno de los principales ideólogos y perpetradores del genocidio.