Parecía que la Plaza de Mayo no iba a llenarse pero de a poco fue llegando cada vez más gente. Habló Sergio y dijo lo que había que decir. Hubo tiempo para echar a los provocadores y para que el reclamo de justicia se expresara una y otra vez.

La lluvia es una cosa que sucede en el pasado. Como la justificación de una desaparición, nuestro otro deporte nacional. Venimos a la marcha con el ánimo sepia, un color que no se adueña -como debería- de un cierto ayer sino que parece proyectarse al mañana. La garúa sobre la Plaza de Mayo no está a la altura del verso de Borges, pero acaso sirva para desanimar la irrupción belicosa de los neo anarquistas a sueldo del Estado. Eso sí que es futuro: el sueño de Osvaldo Bayer, materializado en el desfile de multitudes libertarias. Pero los jovencitos de capucha son, entre tantas cosas, pésimos actores y tienen faltas de ortografía que avergüenzan tanto como su manera de ganarse el pan. No pintaron el Cabildo, hicieron mutis por el foro cuando la propia gente los señaló.

 

Todos nos miramos. Nos contamos. Camino a la estación Pellegrini, en el subte B, una mujer de unos 60 años escribía con un marcador negro punta gruesa sobre su remera con la cara de Maldonado la palabra “Justicia”. Y le preguntaba a su compañera cuánta gente habría hoy. Salí a 9 de Julio y me tenté con lo mismo. Hay una sensación como de ser menos, como de ser pocos. Se irá con el correr de la tarde. Los que no se van nunca son los dos carros hidrantes sobre San Martín, al lado de la Catedral. Otros tres esperan tras el vallado, esa cicatriz de fierros que corta el lugar en dos por detrás de la Pirámide.

El escenario, las consignas, los puestos que venden remeras y hasta el humo de las parrillas construyen una certeza doble: el reclamo por Maldonado ya tiene sus huellas icónicas; eso volverá a la lucha irremediablemente larga. Allí, en el segundo hogar de las madres del pañuelo blanco, todos sabemos que tendremos que volver a venir. El que primero lo dice es Sergio: “Vamos a pedir justicia todos los días hasta que se sepa la verdad”. Hay que hacer silencio un rato y pedir, como reza la liturgia pagana, que se calle el del bombo. El hermano de Santiago no grita. Vale redefinir al grito, porque a veces no cuenta el volumen de la palabra sino el peso de su contenido. Y Sergio denuncia el “festival de canalladas” dichas sobre el caso. La frase es un cross a la mandíbula de la indecencia. Hará impacto, por eso, solo en los que todavía conservan una dosis de vergüenza y honestidad. Quedan excluidos un sinfín de –los nunca mejor definidos- cagatintas.

En la Plaza ya se sabe que el pueblo tiene muchas dificultades en saber de qué se trata. Por eso la pancarta sostenida por un chiquilín es centro de muchas fotografías y otros tantos consuelos. No somos los que quisiéramos, podríamos ser más, pero estamos aquí, vinimos, hay mucha gente “suelta”, se permite todo menos aflojar. Estamos alertas, también. Armados con el celular, atentos a filmar, revisamos cada esquina, prejuzgamos ciertos peinados cortados a cero en la nuca, pautamos puntos de encuentro si hay desbande.

Sin estridencias, dejamos la Plaza mirando hacia todas partes, por las dudas. Me piden de Socompa unas líneas. Tal como aprendí de él, no me jacto de lo que escribo sino de lo que leo: reincido con Borges, el que –como mirando a Santiago- sabe que solo una cosa no hay; es el olvido.