En la primera quincena de abril de 1975, el grupo parapolicial de la ultraderecha peronista conocido como Concentración Nacional Universitaria cometió en La Plata una cadena de secuestros y asesinatos que aún siguen impunes. (Foto de portada: Luisa Córica, asesinada por la CNU).
Desde principios de 1974, cuando el sindicalista de ultraderecha Victorio Calabró reemplazó -con el apoyo de Juan Domingo Perón – a Oscar Bidegain en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, la patota platense de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) pasó de ser un grupo de choque que actuaba violentamente sobre profesores y estudiantes considerados “zurdos” o “infiltrados en el Movimiento Peronista” a actuar como una banda parapolicial a las órdenes del nuevo gobernador.
Los aprietes en patota, las tomas de centros de estudiantes combativos e incluso una ocupación del rectorado de la Universidad Nacional de La Plata pasaron a la historia para dar paso a una escalada de secuestros y asesinatos que en muy poco tiempo sembraron el terror en toda la ciudad.
Los blancos señalados eran estudiantes, docentes y no docentes universitarios pertenecientes a agrupaciones marxistas o de la llamada tendencia revolucionaria del peronismo, sindicalistas combativos y referentes del ala izquierda del peronismo.
El modus operandi era casi siempre el mismo: la patota actuaba de noche, en zonas previamente liberadas por la policía bonaerense, irrumpía violentamente en las casas para secuestrar a sus víctimas y las fusilaba esa misma noche en distintas zonas de las afueras de la ciudad. Los fusilamientos tenían una sangrienta particularidad: todos los integrantes del grupo de tareas debían disparar sobre la víctima para sellar cotidianamente su pacto de sangre.
Dentro de esa espiral de terror, los platenses de cierta edad recuerdan particularmente la cadena de asesinatos cometida por la banda la primera quincena de abril de 1975, tanto por su inusitada violencia como por la identidad de sus víctimas.
Para entonces, el grupo parapolicial estaba al mando de Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio – hasta hoy el único integrante de la CNU platense condenado por delitos de lesa humanidad – y en determinadas ocasiones recibía el apoyo de la patota de la Triple A liderada por Aníbal Gordon (a) El Viejo.
“Bella actriz fue acribillada”
El domingo 6 de abril de 1975, después de la última carrera, Luisa Marta Córica caminó las pocas cuadras que separan el Hipódromo platense de la estación del Ferrocarril General Roca. Vestía una blusa blanca, pantalón gris, saco beige y calzaba mocasines.
Luisa tenía 31 años, era estudiante de la Facultad de Humanidades, actriz ocasional -llegó a tener un bolo en la película Boquitas pintadas que consiguió como conseguía todo, insistiéndole a Leopoldo Torre Nilsson, burrero de ley y habitué de la tribuna pelousse-, trabajadora de la Contaduría de la Cámara de Diputados provincial y empleada por reunión en el Hipódromo, donde ha sido elegida delegada gremial por sus compañeros.
Esa tarde entró a la estación de La Plata pero no llegó a abordar el tren con destino a Constitución para ir a buscar a uno de sus hijos, que estaba con sus abuelos en Buenos Aires. La patota de la CNU la secuestró en medio de un escándalo. “Eran seis hombres armados, de civil. Mi mamá se agarraba de una de las columnas pero fue en vano. Amenazaron a la gente para que nadie interviniera. Eso lo supe a través de un vecino que era guarda de trenes y presenció el momento”, recuerda su hija Andrea.
El vecino que describió el secuestro nunca se atrevió a declarar. Otro testigo confirmó a que Córica se aferró a una de las columnas de la estación y que, mientras dos secuestradores tiraban de ella, otro le rompió los nudillos a culatazos para que se soltara. Se la llevaron mientras apuntaban con sus armas al resto de los pasajeros que esperaban en el hall y en el andén.
La madrugada siguiente, los pescadores de Los Talas, sobre la costa del Río de La Plata, en las afueras de Berisso, escucharon el motor de uno o dos automóviles y luego varios disparos. Pensaron que se trataba de cazadores. Recién a la tarde, dos de ellos descubrieron el cadáver, a unos doscientos metros de la desembocadura de la red cloacal, en un lugar casi intransitable, donde podría haber permanecido varios días sin que nadie lo encontrara. Luisa Marta Córica vestía la misma ropa con que la vieron sus compañeros del Hipódromo, estaba amordazada y tenía las manos atadas con alambre detrás de la espalda.
El martes 8, el diario Última Hora -editado por Héctor Ricardo García desde la clausura de Crónica dispuesta por el gobierno de Isabel Perón- describió: “El cadáver, cuyas ropas estaban tintas en sangre, presentaba diversas perforaciones producidas por proyectiles de un arma de fuego”. La nota llevaba un sugestivo titular: “Bella actriz fue acribillada”. Por su parte, el diario platense El Día informó: “Encontraron asesinada a una mujer en la costa de Los Talas. Enigma”. Para los dos medios, los obvios móviles del asesinato eran un misterio.
Recién al día siguiente Última Hora relacionó el asesinato de Luisa Marta Córica con el accionar de un grupo parapolicial: “Las versiones indican que, ahora, la pesquisa estaría orientada en otra dirección: Lucía (sic) Marta habría estado detenida en una ocasión y su tendencia ideológica sería de extrema izquierda”, publicó en una nota sin firma. En esa edición, el diario de García también dio más precisiones sobre la causa de la muerte: “Los autores del hecho habrían disparado no menos de siete veces sobre la infortunada mujer, con escopeta Itaka”.
Rubén Ángel Puppo, por entonces médico de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, no debe haber leído los diarios por esos días. En la autopsia que lleva su firma, definió como “hemorragia aguda” la causa de la muerte de Luisa Marta Córica. De los balazos, ni una palabra. La complicidad policial llegaba a ese extremo.
Zona liberada para matar a un médico
La madrugada del 10 de abril de 1975 – más precisamente a las 0.30 – el médico pediatra Mario Alberto Gershanik escuchó unos golpes insistentes, violentos, contra el portón de la casa de sus padres, en la calle 50 N° 391, entre 2 y 3, de La Plata. Segundos después también oyó un grito que era una orden: “¡Policía Federal, abran!”.
Gershanik no necesitó pensar para decidir que no iba a abrirles la puerta. Se refugió con su mujer, Graciela, y su hijo Pablo, de menos de un año, en uno de los dormitorios de la casa y discó febrilmente un número de teléfono que sabía de memoria: la guardia del Hospital de Niños. Cuando lo atendieron se identificó y dijo. “¡Me quieren secuestrar, manden una ambulancia!”. Ni se le ocurrió llamar a la policía, sabía que era inútil.
La patota demoró más de cinco minutos en romper el portón con un hacha. Entraron cuatro hombres jóvenes, de entre 22 y 30 años. Los cuatro con anteojos oscuros pese a que era de noche. Uno de ellos tiene una Itaka; los otros tres empuñan pistolas.
Después de dar vuelta la casa, intentaron llevárselo, pero Mario Gershanik les ofreció una inesperada resistencia. Tenía 30 años, practicaba varios deportes, era fuerte. Ni entre tres podían arrastrarlo. Lo golpearon y lo patearon, pero siguió resistiendo. Graciela, su mujer, trató de ayudarlo pero la empujaron. Intentaron arrastrarlo una vez más pero no pudieron. Gershanik seguía resistiendo, a los golpes, como podía. “¡Judío de mierda, te vamos a matar!”, le gritaban una y otra vez. “¡Por favor, déjenlo!”, rogó Graciela un segundo antes de que comenzaran a disparar.
Y mientras tiraban seguían gritando: “¡Judío de mierda, te vamos matar!”. Siguieron gritando sin darse cuenta de que ya estaba muerto.
Horas más tarde, el informe que el jefe de Operaciones Policiales, comisario mayor Ignacio García, eleva a sus superiores detalla: “Llevada a cabo la autopsia en la morgue de esta Repartición, se extrajeron al cadáver nueve (9) proyectiles y dos (2) tapones de cartucho presumiblemente de escopeta automática, mientras que en el lugar del hecho se secuestraron catorce (14) vainas 11.25, 17 proyectiles 9 mm., algunos de los cuales se encontraban incrustados en el piso de madera donde cayera la víctima; asimismo, un ca¬tucho intacto ‘Remington 12 C.A. Peters”.
La violenta muerte de Mario Gershanik fue título de tapa en los diarios platenses. “Un grupo terrorista asesinó a un médico en esta ciudad”, encabezó El Día en su portada. “Acribillaron a un médico de La Plata”, tituló el vespertino La Gaceta. El caso también fue noticia en varios medios nacionales. A pesar de la amplia cobertura, ninguno se preocupó por investigar cómo un operativo comando de esas características y duración —casi quince minutos— pudo ocurrir a una cuadra de la Jefatura de la Bonaerense sin que la Policía interviniera.
El matutino El Día fue más allá y terminó inventando una teoría para desestimar la posible existencia de una zona liberada por la Policía para que actuara la patota. “Este lugar (la casa de Gershanik), como se sabe, está a unos 150 metros de la jefatura de Policía, sede que está estrictamente vigilada, en especial en horas de la noche, y en tomo a la cual efectúan continuas rondas vehículos patrulleros —escribió el anónimo cronista, para después tirar una hipótesis de inigualable bizarría-. Estas circunstancias deben haber sido perfectamente estudiadas por los extremistas que actuaron en el episodio, ya que pudieron darse a la fuga sin inconvenientes una vez perpetrado el asesinato.”
Como si esto fuera poco -y en una flagrante contradicción con su propia definición de lo ocurrido como un ataque “terrorista” o “extremista”-, tanto El Día como La Gaceta publicaron que a Gershanik “no se le conocía actividad política ni gremial”. Omitieron decir que el día anterior a su asesinato había tenido una destacada participación en una asamblea de trabajadores del Policlínico del Turf (actual Hospital Rossi), donde trabajaba, para debatir sobre las malas condiciones laborales. En esa reunión, había condenado expresamente las persecuciones que sufrían los trabajadores del hospital por parte de la burocracia sindical del hipódromo platense, alineada con el gobernador Victorio Calabró.
El asesinato del infiltrado en la CNU
La edición del 12 de abril de 1975 del diario El Día llevó una vez más como título de tapa una muerte. Ahora el titular decía: “Un estudiante fue muerto a balazos por terroristas” y la bajada de tapa explicaba: “Se trata de Enrique Rodríguez Rossi, hijo del ex titular del Banco Popular que también fue asesinado meses atrás por desconocidos. El joven apareció acribillado dentro de un auto entre Villa Elisa y Punta Lara”.
Aunque la manera de actuar de los asesinos coincidía con la de la Triple A o la del grupo de tareas de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) – comandado por Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio-, los platenses más informados hicieron foco en otro lado: Enrique Rodríguez Rossi, de 22 años, provenía de una tradicional familia ligada a la derecha católica, con estrechos vínculos con el arzobispo de La Plata, Antonio Plaza. Su padre, el abogado Ernesto Rodríguez Rossi, había sido una de las cabezas visibles del Banco Popular, cuyo principal accionista en las sombras había sido monseñor.
La entidad financiera quebró en la década de los ’60, dejando un tendal de ahorristas estafados, y Rodríguez Rossi padre -quien solía jactarse de su amistad con el dictador Juan Carlos Onganía- había sido asesinado el 22 de agosto de 1974, en confusas circunstancias, en un crimen nunca esclarecido pero que algunos relacionaban con una serie de negocios turbios conectados con el Hipódromo de La Plata, mientras que otros decían tenía que ver con un supuesto enfrentamiento con monseñor Plaza. El asesinato del joven Enrique fue entonces, para muchos, una secuela de aquella otra muerte.
La verdadera historia era muy diferente. Enrique Rodríguez Rossi se movía desde muy joven en los círculos de la derecha platense, donde había conocido a algunos de los que luego serían integrantes de la patota parapolicial de la ultraderecha peronista conocida como Concentración Nacional Universitaria. Pero su ideología -que mantenía oculta – estaba en las antípodas y, poco después de ingresar en la Universidad Nacional de La Plata, se incorporó en secreto a las Fuerzas Argentinas de Liberación “22 de Agosto” (FAL22).
Su tarea en esa organización de izquierda fue utilizar esos antiguos vínculos para infiltrarse en la CNU, con el fin de conocer su estructura interna y anticipar sus acciones. Durante casi dos años, su “cobertura” funcionó a la perfección: participaba de las reuniones de la banda y luego pasaba la información a su propia organización.
Sin embargo, pasado un tiempo, algunas de sus actitudes despertaron las sospechas de sus “compañeros” de la banda parapolicial: a pesar de planificar cuidadosamente sus encuentros, fue visto en compañía de un conocido militante de la organización de izquierda. Eso, sumado a que siempre evitaba -con diferentes excusas – participar de los secuestros y asesinatos del grupo de tareas, terminó por ponerlo al descubierto.
A las 3 de la mañana del 11 de abril de 1975, el teléfono sonó ominoso en la casa de la familia Rodríguez Rossi, en la zona norte de La Plata. Atendió la madre de Enrique y una voz que no se identificó preguntó por su hijo. Cuando Enrique llegó al teléfono sí reconoció la voz, aunque no le dijo a su madre de quién se trataba.
Era un integrante de la patota que lo citó con una excusa. Enrique también utilizó una excusa para tranquilizar a su madre y pedirle prestado el auto. ‘Tengo un amigo enfermo”, le dijo antes de subirse al Dodge 1500 celeste acerado patente B-980375 y partir con rumbo desconocido.
En su edición del 12 de abril, en el desarrollo del título principal de la tapa, un anónimo cronista del diario El Día describió: “Alrededor de las 8.30 de ayer, un automovilista que ocasionalmente se dirigía de Punta Lara a Villa Elisa por el camino que une esas dos poblaciones, detuvo la marcha al observar, detenido a un costado sobre la banquina derecha, un automóvil Dodge 1500. El vehículo presentaba múltiples perforaciones de bala en la carrocería y los vidrios delanteros deshechos por los impactos. Al acercarse, la referida persona comprobó que en el asiento delantero, caído hacia el lado izquierdo, yacía el cuerpo acribillado de una persona joven. Repuesto de la sorprendente y trágica revelación, el hombre regresó a Punta Lara y se apresuró a informar a las autoridades policiales del lugar sobre lo ocurrido”.
El muerto fue identificado como Enrique Rodríguez Rossi, fusilado dentro de su propio auto en lo que los platenses ya llamaban el Camino de la Muerte.
Por un puñado de fotos
A las 11 de la noche de ese mismo 11 de abril, una patota capitaneada por El Indio Castillo irrumpió violentamente en la casa donde Marcelo Adrián Sastre vivía con su madre y uno de sus hermanos. No lo encontraron, pero amenazaron a la madre y dieron vuelta la vivienda. Robaron todo lo que pudieron, pero no encontraron lo que buscaban: unos rollos fotográficos.
A pesar de estar enterado del asesinato de su amigo Enrique Rodríguez Rossi, Sastre, de 21 años, fotógrafo y por entonces conscripto en Distrito Militar de La Plata, decidió ir a la confitería bailable Cyrano, en la calle 47 entre 8 y 9. Nunca podrá saberse por qué lo hizo, pero lo más probable es que haya pensado que lo más seguro era disimular, que su vínculo con Enrique era desconocido para la CNU.
Sastre tenía unos rollos fotográficos que a la patota de a CNU, luego de descubrir que Rodríguez Rossi era un infiltrado, se le hacía indispensable recuperar. Por eso, después de allanar su casa, siguieron buscándolo con un solo dato que les había dado la madre. “Dijo que iba a bailar”.
No había muchas confiterías bailables en La Plata de aquella época y Cyrano era una fija para los asesinos. Lo sacaron de allí y se perdieron en la noche. Su cadáver apareció horas después, con dos balazos disparados a quemarropa, en una cantera de tierra colorada ubicada en la calle 28, entre 514 y 515, de la localidad de Ringuelet, en las afueras de La Plata.
Crímenes sin condena
Aunque los crímenes cometidos por el grupo de tareas de la CNU platense entre 1974 y 1976 suman alrededor de cien, la cadena de secuestros y asesinatos de la primera quincena de abril de 1975 marca un hito de su historia.
De la veintena de integrantes de la patota, sólo uno, Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio, cumple una condena a perpetua por otros casos. En ese mismo juicio fue absuelto “por el beneficio de la duda” su principal capitanejo, Juan José Pomares (a) Pipi. Cuarenta y cinco años después, nadie del resto de la banda ha sido siquiera imputado por crímenes de lesa humanidad.
Los asesinatos de Córica, Gershanik, Rodríguez Rossi y Sastre ni siquiera se están instruyendo en los tribunales federales platenses, donde la impunidad parece ser la moneda con que se tramitan los crímenes cometidos por la CNU.
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