Lo del 8M fue también una celebración de las luchas pasadas y una comprobación de lo que se ha avanzado y del camino que queda por recorrer. Un espacio para decir y decirse en el que no faltó la diversión. Al fin y al cabo, la calle ya no era machista.
Había algo distinto, pero ¿qué? ¿Eran los colores? El verde, como modo de subrayar el pedido de Aborto Legal ya. Verde en los ojos, en los pañuelos que colgaban del pelo, atados al cuello o en los carros de bebés que se abrían paso ante una marea de mujeres que avanzaba a paso lento. Las había muy jóvenes. Chicas que llegaban con carteles escritos con esmero: “Ni tuya, ni yuta”; “Saquen sus rosarios de nuestros ovarios”, “Somos las voces de las que no tienen voz”. Había mujeres más grandes, claro, pero se respiraba un algo juvenil. Fue un aglomerado heterogéneo y voraz que rodó, rodó, que viene rodando. Tal vez ayer se tiñó de eso la marcha, de un espíritu de festejo por haber cruzado una línea, como quien mira hacia atrás un segundo para ver todo lo recorrido, para ver esa puerta que por fin se logró abrir, aunque por delante quede mucho recorrido, el bosque espinoso a atravesar.
Esta vez se vibraba una alegría obstinada que pasaba de mano en mano, de cartel en cartel. Organizaciones, estudiantes, sindicatos, agrupaciones de chicas trans, grupúsculos de amigas, chicas que llegaban solas. Por ahí andaba la bandera de la Resistencia Gorda contra el liberalismo magro. Cada cuerpo es una lucha. Ayer hubo un paréntesis para la angustia. Trescientas cincunta mil personas, sólo en Buenos Aires. Hubo marchas en todo el país. Hubo marchas en todo el mundo. Una conciencia de ese en simultáneo.
Desde el borde de Plaza de Mayo, cerrada por reformas, hasta el Congreso, no quedaba un centímetro libre. Pero ganaba la amabilidad, la mayoría de las veces. Incluso cuando en la 9 de julio una fila de motoqueros atravesó la columna de Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal Seguro y Gratuito y abrió un surco con sus motos. Se escucharon algunas puteadas, claro, pero ganó la calma, el “dejalos que pasen”… También se escuchó el hitazo de estos días MMLPQTP. Aunque la pelea fue por cambiar el “puta” por “yuta” (más tarde, en la estación Miserere del subte, unos artistas callejeros interpretaron una versión en cuerdas y los pasajeros y la muchedumbre que volvía de la marcha agregaron las voces y sonó el eco en todos los pasillos).
Liliana Daunes leyó el documento: “Nos paramos porque exigimos espacios para ser oídas y tomar decisiones sobre lo que nos afecta. Porque nuestra participación dentro de las estructuras tradicionales de la política, del sindicalismo y en el Estado aún son una expresión de deseo. En la Argentina, en el sector sindical las mujeres ocupan el 18% de los cargos pero pocas veces están sentadas en las mesas en donde se discuten salarios o finanzas”. Un texto elaborado en el contexto de una serie de asambleas multitudinarias, con claves políticas fuertes y contundentes, que repudió cualquier uso oportunista que pueda hacerse por parte del gobierno: “Nuestra fuerza callejera empujó a este momento histórico en el que el derecho al aborto legal, seguro y gratuito exige ser tratado en el Congreso y nos declaramos en alerta y movilizadas frente al uso oportunista del sistema político de nuestro histórico reclamo de autonomía”.
A la vuelta, en los colectivos, en los subtes, se puso en evidencia la mezcolanza: mujeres que volvían de la marcha, al lado de mujeres que volvían de trabajar y clavaban la vista cansada en sus celulares, al lado de mujeres que viajaban con sus novios de la mano con una rosa roja ya algo marchita a esa hora del día. Ahí se ve que algo cambia, que no todo cambió.
¿Qué fue lo distinto? Esa alegría de saberse en la calle. De reconocerse desde el viaje en subte, por el pañuelo verde, por las escrituras en los cuerpos. Por fuera y por dentro de este 8M los números siguen dando en negativo: el Indec anunció que en cuatro años se cuadriplicaron los casos registrados de violencia de género, todavía falta que se nacionalice la Ley Brisa, de reparación económica para los hijos de mujeres que fueron víctimas de femicidio, la precarización laboral sigue afectando en especial a las mujeres. Lo de siempre está ahí, el bosque espinoso no se corre del camino. Hay que atravesarlo –o pasarle la topadora-.
La escritora Natalia Ginzburg una vez escribió: “Conocemos bien nuestra cobardía y bastante mal nuestro valor”. Quizá ayer se vibraba la alegría por el valor encontrado y hecho red y fue eso lo que marcó la diferencia. Quizá lo resumía bastante bien el cartel que una chica había armado sobre una caja de galletitas: “Nos quitaron tanto que terminaron quitándonos el miedo”.