Como suele pasar los 24 de marzo, se juntan esos pesares que vienen de lejos y las tristezas que acarrean los nuevos tiempos. Pero eso no es un obstáculo para el entusiasmo ni para el afán de justicia, sentimientos que se reflejan en cada una de las historias que se van contando alrededor de la marcha.
Somos muchos, pero somos siempre los mismos”. No me atrevo a cuestionar el diagnóstico de Florencia, su escepticismo. Yo no tengo que criar un hijo de cuatro años solo ni me echaron hace dos meses del lugar donde trabajaba desde 2008. Tampoco estoy obligado a ganarme el mango como vendedor ambulante, no tengo un puesto cerca del café Tortoni ni es mía su pericia para fabricar bolsitas ecológicas, verdes y con una leyenda elegida para la ocasión: “Todo está guardado en la memoria, sueño de la vida y de la historia”. La chica tiene 25 años, coraje y rabia. Dice no entender cómo el pueblo (dice “pueblo”, no gente) conserva su pereza y cultiva el letargo. Y descarga: “a Macri no lo votaron con el bolsillo, lo votaron para matar de hambre a los pobres y para correr con la Policía a los que luchan. Y eso pasaba en la Dictadura, ¿no?”.
Dictadura, Memoria, Justicia, esas son las palabras que más se escuchan en la marcha y a todas hay que nombrarlas en femenino. El idioma castellano pareció haber previsto lo que hoy veo desde Avenida de Mayo y Salta hasta el Cabildo: una marea de mujeres haciéndose notar con sus pañuelos verdes y sus remeras violetas. Ellas son las que cantan con más fuerza y número en la columna que trae a los centros de estudiantes porteños: ya sonó por otras calles, por otras voces y por incontable vez el hit del verano pero calificando al Presidente como hijo de yuta, no de puta; gritan aquí a Macri que “no sea gil”, que los compañeres siempre fueron 30 mil.
La movilización se ha propuesto ser un lugar de encuentro entre el presente y el pasado. Al menos a esa cita convoca la agrupación villera “La Garganta Poderosa”. Con coloridos puestos en cada esquina a lo largo de unas ocho cuadras, declaran que Azucena (Villaflor, fundadora de las Madres de Plaza de Mayo) vive, y que también vive Marielle, la concejala asesinada a balazos en Brasil. Agregan que las víctimas de los vuelos de la muerte no murieron ahogadas y que Santiago Maldonado tampoco. Explican que Rodolfo Walsh no fue “abatido” ni puede decirse lo mismo de Facundo Ferreira, asesinado por el gatillo fácil en Tucumán. Insisten que los genocidas continúan callados y que comparten silencio con los diarios Clarín y Nación.
Se encuentran a cada paso los familiares de desaparecidos japoneses, los que reclaman por los desaparecidos de la dictadura de Francisco Franco en España, el colectivo Hijos e Hijas del Exilio (que declaran al destierro por razones políticas como una violación a los derechos humanos), los que piden por la libertad de la joven palestina Ahed Tamini (tiene 17 años y pasará ocho meses en prisión por abofetear a un soldado israelí), los miembros de cooperativas porteñas (que denuncian que el gobierno de la ciudad aún no les renovó el contrato anual y que eso pone en peligro la subsistencia de unas cuarenta empresas auto gestionadas) y los sesenta trabajadores sociales que fueron despedidos y caminaban los pasillos de la villa 31 igual que lo hacía Carlos Gustavo Cortiñas hasta que en 1977 ya no se lo vio más, era el hijo de la señora esa del pañuelo blanco, Norita.
De todos los encuentros, el más inesperado y multicolor fue el de la Coordinadora de Derechos Humanos del fútbol argentino. Hinchas de Central y de Newell’s, de Banfield y de Lanús, de San Lorenzo y Huracán, de Vélez y de Ferro, hicieron una sola bandera contra la impunidad. En cualquier cancha, esos clásicos rivales llenarían las tribunas de agresión y violencia. No ocurre aquí. Saltan y se abrazan porque son del mismo equipo. Silvina es fanática de Nueva Chicago; Enrique, de All Boys. Explican que hay un hilo oculto que tejió, casi imperceptible, las casacas de ambas divisas. Dice Silvina: “A nosotros, en 1981, la dictadura nos metió presos hinchas por cantar la marcha peronista en nuestra cancha en Mataderos. ¿Sabés quién fue el jefe de ese operativo?”. Se adelanta Enrique: “Juan de Dios Velaztiqui, el que 20 años después mató a tres pibes en la Masacre de Floresta”.
Desde hace unos años no puedo recorrer la marcha del 24 de marzo sin que se me caigan algunas lágrimas. Este sábado me pasó lo mismo. Hasta que lo vi a Nahuel. Tengo 47 años, cuarenta más que él. La abuela lo trajo desde su casa en Villa Lugano. El pibe pinta la silueta de un pañuelo de las Madres sobre el asfalto en Carlos Pellegrini y Perón. Con qué seriedad mueve el pincel, tan solemne, tan atento. Y cuando espero que levante la vista del piso para verle la cara con mis ojos húmedos, el chico, como en esos duelos de las películas del lejano oeste, tira primero: me sonríe. En ese gesto, toda la esperanza en el futuro triunfa. Y entonces sí desmiento –sin que ella se entere- a Florencia, la vendedora de las bolsitas verdes: somos muchos, siempre los mismos, pero también siempre más.