A cuatro años de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, las hipótesis sobre lo que pasó con los 43 jóvenes son múltiples, pero no se ha podido dilucidar por qué los desaparecieron ni qué pasó.
No nos disparen, somos estudiantes! – gritaron los jóvenes tirados sobre el piso.
-¿Querían enfrentarse a hombrecitos? Pues aquí los tienen, ahora aguántense cabrones – replicó un policía.
La balacera cruzó por encima de sus cabezas; no podían moverse ni hablar, cualquier acción llevaba como correlato el asesinato. Las primeras patrullas los interceptaron en Iguala, al sur de México, en la noche del 26 de septiembre del 2014. Tal cual lo habían hecho todas sus generaciones precedentes, tenían como objetivo final llegar al DF. Claro que nunca sucedió, los disparos no eran al aire.
La policía municipal, estatal y federal los atacó en nueve puntos de la ciudad. En una operación perfectamente sincronizada los persiguieron con un claro fin: impedir que los ómnibus recién tomados por los jóvenes salieran de Iguala.
Agarraron piedras y comenzaron a arrojarlas a la policía, pero las piedras y las balas no son comparables y la derrota estaba escrita de antemano. Las víctimas no eran azarosas, los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa son hijos de campesinos e indígenas que se forman en un modelo de educación popular y autogestivo. No es un dato menor que de 40 escuelas que nacieron en los años 20 de la mano de Lázaro Cárdenas hoy solo queden 14, las que constantemente se enfrentan a un recorte presupuestario y una disminución de matrícula. Esto último se agravó tras la desaparición forzada de los 43 normalistas.
La represión contra los estudiantes mexicanos no es novedad. La masacre de Tlatelolco, en 1968 durante la presidencia de Gustavo Días Ordaz, donde cientos de personas fueron reprimidas y masacradas mientras reclamaban mayor autonomía universitaria, mejoras laborales y libertad para los presos políticos se ha convertido en uno de los emblemas de las reivindicaciones estudiantiles, como así también en una sombra negra en la política mexicana que aún no ha tenido respuesta. Justamente, esta marcha de los jóvenes normalistas anticipaba la conmemoración de los 46 años de esta masacre, el próximo 2 de octubre. Pero ellos nunca llegaron. El patrón represivo se repetía en el país que el mismísimo Porfirio Díaz definió “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.
Aquel 26 de septiembre el mensaje del gobierno de Enrique Peña Nieto fue claro. La represión dejó seis personas asesinadas, varios heridos y la desaparición de 43 estudiantes, de quienes no se conoce absolutamente nada, ni si quiera si permanecen, o no, con vida -aunque las versiones oficiales se empeñen en contar otra historia-. De hecho, a cuatro años de aquella noche solo han sido identificados los restos de dos de los estudiantes: Alexander Mora Venancio y Jhosivani Guerrero de la Cruz. De los otros 41 jóvenes solo se sabe que la última vez que los vieron la policía los subía a sus patrullas, en una acción coordinada, eficaz y despiadada.
“Vivos se los llevaron, vivos los queremos”
La consigna que levantaron los familiares de los normalistas, tras lo ocurrido la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre se convirtió en un emblema de las miles de desapariciones forzadas en México. Los restos hallados los primeros días de octubre de 2014 en fosas comunes evidenciaron una situación que es moneda corriente en este país.
Ocho personas por día, 236 por mes, 2.833 por año y 34.000 en total han desaparecido en México desde que en 2006 se inició la “lucha contra las drogas”. Eso dicen las cifras oficiales, pero distintas ONGs hablan de cerca de 300 mil, un promedio de casi 70 personas a diario de las que no se sabe absolutamente nada.
Las hipótesis sobre lo que pasó con los 43 jóvenes son múltiples, lo cierto es que al día de hoy no se ha podido dilucidar por qué los desaparecieron ni qué pasó. Mientras la versión oficial justificaba la represión policial argumentando que los estudiantes se proponían “reventar” el acto de María de los Ángeles Pineda – esposa de José Luis Abarca – por la presidencia municipal de Iguala, la realidad de los hechos mostró que en el momento que los estudiantes entraron a la ciudad el evento ya había culminado.
Un enfrentamiento entre cárteles fue otra de las teorías presentadas por el gobierno de Peña Nieto. Según esta versión, integrantes de “Los Rojos” se habrían filtrado entre los estudiantes, lo que habría provocado el enfrentamiento con “Guerreros Unidos”, aunque a más de uno le llamó la atención que los sicarios infiltrados se defieran sin armas de fuego y con piedras.
Por otro lado, la versión del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) afirmó que la intervención de todas las policías – municipal, estatal y federal -, ocurrió porque uno de los camiones tomado por los normalistas tenía escondido en algún compartimento droga o dinero. Esta hipótesis sostiene que los desaparecieron porque creyeron que trataban de robarles ese supuesto cargamento a los Guerreros Unidos. Así, los normalistas habrían quedado atrapados entre el poder de los narcos y una clase política cómplice y servil a sus intereses.
La historia oficial es una farsa
“Privados de su libertad, ejecutados, calcinados, triturados y arrojados al río” San Juan, sentenció el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, al dar a conocer el informe oficial sobre lo ocurrido en Iguala el 26 de septiembre, mal llamado “verdad histórica”. Era el 27 de enero de 2015, exactamente faltaba un mes para que Murillo dejara su cargo entre críticas de familiares y organismos de derechos humanos por la cantidad de errores en los que había incurrido el informe.
Declaraciones de policías y acusados que se contradicen, escenas del crimen sin investigar y otras no preservadas, ropa con sangre que jamás fue analizada, pruebas que se mezclaron y videos desaparecidos, son algunos de los argumentos que hacen que la “verdad histórica” no sea más que un cuento mal orquestado.
La versión oficial que argumentó que “policías corruptos” entregaron a los jóvenes al cartel Guerreros Unidos, quienes luego asesinaron e incineraron los cuerpos de los normalistas en el basurero de Cocula se sostiene principalmente por las confesiones de quienes serían los victimarios. Pero, según un informe del Alto Comisionado de Naciones Unidas 34 personas de las 65 que hay detenidas hasta el momento confesaron bajo tortura, una práctica extendida en el aparato judicial mexicano según la onu y Amnistía Internacional.
Por su parte, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), el GIEI y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), afirmaron que ese incendio nunca sucedió. Además, el giei advirtió que las tres confesiones que se obtuvieron para identificar el lugar y la forma en que se cremaron los restos de los normalistas fueron realizadas bajo tortura.
La existencia de un quinto autobús, que la Procuraduría General de Nación (PGR) no consignó en el expediente, también fue denunciado por el GIEI, pero Peña Nieto no escuchó. Incluso en el sexto y último informe de su gestión de gobierno, en agosto pasado, volvió a defender la “verdad histórica” y afirmó: “Lamentablemente pasó, justamente, lo que la investigación arrojó”.
Tiempo de reparación
El 1 de diciembre México tendrá por primera vez un presidente de izquierda, Andrés Manuel López Obrador asumirá su mandato y las esperanzas de los familiares de los jóvenes de Ayotzinapa se depositan sobre él.
Durante su campaña electoral, López Obrador declaró abiertamente su compromiso en ayudar a esclarecer lo ocurrido el 26 y 27 de septiembre, al tiempo que manifestó que buscará traer de regreso al GIEI al país, para ampliar las investigaciones. El Grupo había dejado México en abril 2016, luego de advertir que el gobierno de Peña Nieto obstaculizaba su tarea central.
Además, en junio de este año un tribunal de Tamaulipas ordenó iniciar nuevamente toda la investigación, argumentando que la realizada por la PGR “no fue pronta, efectiva, independiente ni imparcial”. También ordenó conformar una Comisión para la Verdad y la Justicia, una sentencia que podría sentar un precedente histórico para los miles de casos de desapariciones forzadas en México.
Iniciando su mandato, López Obrador tendrá en lo ocurrido en Ayotzinapa una prueba de fuego para demostrar cuán dispuesto está a realizar cambios profundos en el sistema político y judicial mexicano, como así también en enfrentarse a quienes han impedido conocer la vedad de lo ocurrido aquella noche.
Los padres esperan encontrar a sus hijos, la sociedad exige respuestas y el mundo posa sus ojos para saber si habrá voluntad y capacidad política para resolver un crimen de lesa humanidad que se ha convertido en la voz de todos los desaparecidos mexicanos.