El relato de una expresa política, detenida antes del golpe del 24 de marzo de 1976, y la lucha de ingenio de las presas contra los guardiacárceles durante la última dictadura.
Yo – me dice- soy la “record woman” de los presos políticos –y estalla en una carcajada de unos dientes blanquísimos que resaltan más por el oscuro de la piel. –Así me dijo una vez un periodista yanqui que me entrevistó. Record woman ¿A vos te parece? –Y vuelve a reírse, como si no estuviera hablando de la cantidad de años que pasó encarcelada a disposición del poder ejecutivo, primero en democracia, después durante toda la dictadura, y más tarde, otra vez en democracia hasta bien entrados los ochenta.
-A mí me salvó caer con el gobierno de Isabel. Si hubiera sido un año después no estaba aquí, te lo aseguro.
-¿Cuál fue la época más dura?
-Los primeros años de la dictadura, por supuesto. Pero las diferencias fueron mínimas, no te vayas a creer. Visto a la distancia, en esos primeros meses de los militares se incrementaron las medidas de aislamiento, y eso te derrumbaba anímicamente. Ni con los abogados podías hablar. Recién después de lo de Malvinas se relajó un poco todo.
-¿Y ustedes cómo se enteraban de lo que pasaba afuera?
-Más que nada por los presos comunes. Y por algunos guardiacárceles. Pocos, pero había, un poco más humanos que los otros.
-¿Podían hablar con los presos comunes?
– Nos comunicábamos por señas, algunas veces con carteles, pero mayormente por lenguaje de señas. Estaba prohibido hablar entre pabellones. A los que agarraban hablando los mandaban a los chanchos.
-¿Los chanchos?
-Era una celda apartada, en el último piso, de uno y medio por dos, sin ventilación, con una reja a ras de piso de cuarenta centímetros que cada dos días se abría para pasar el balde de mierda y el plato con la comida, si se puede llamar comida a aquella agua hervida con un olor horrible, con un pedazo de zapallo o cebolla flotando en el medio. Y un pedazo de pan duro. Esa era la comida, cuando te mandaban a los chanchos, una vez al día y pare de contar.
-¿Así que hablaban con lenguaje de señas?
-Con los presos comunes, a la distancia, porque estaban separados de nosotros, en un nivel más bajo, y había un paredón en el medio. Para hablar teníamos que treparnos a la reja de la celda para que nos vieran. Una chica que estaba con nosotros había aprendido porque el hermano era sordomudo, y nos enseñó a todas. Y entre los presos había uno que sabía, nunca supe por qué. Y a veces también lo usábamos entre nosotras, para que no se enteraran los guardias.
-¿Y vos ibas seguido a los chanchos?
-Muy seguido.
-¿Por qué?
-Por cualquier cosa, te imaginarás. No había que buscar razones. Ellos eran los dioses. Decidían sobre tu vida. Y sobre tu muerte.
La correntina y el estetoscopio
-Y me acuerdo de una, la correntina, creo que se llamaba Ada, pero para nosotros era la correntina. La más sádica, la peor. Una madrugada yo estaba intercambiando señales con los presos comunes trepada a la reja. Cuando oíamos movimiento la que estaba subida a la reja saltaba inmediatamente a la cucheta de manera que cuando el guardia llegaba a la celda, aunque hubiera percibido algo raro, no podía determinar bien quién había sido. Las cuatro dormíamos como angelitos. Yo tenía la sensación de que muchas veces los guardias se hacían los zonzos, y nos dejaban en paz, sobre todo después del 82, como te dije. Pero la correntina…
-¿Qué pasó con la correntina?
– El día ese que yo estaba trepada a la reja oímos pasos y, como siempre, me zambullí en la cucheta, me tapé con la manta y cerré los ojos. Pero apareció ella, la correntina, con tres guardias varones, abrieron la puerta de la celda y nos auscultó a una por una … ¡con un estetoscopio! Se había conseguido un estetoscopio para eso, para poder determinar por el ritmo cardíaco cuál de las cuatro había estado trepada haciendo señas. La que estaba acelerada era la culpable. Y no se lo ordenó nadie, ella sola, de puro industriosa no más, se lo había comprado con su plata. Nos lo contó después un compañero de ella. Ese día perdí yo. ¡A los chanchos!
Y la negra se ríe con todos los dientes blancos, con las manos, con los ojos, con el cuerpo, y se ríe de los chanchos, de los guardias varones, de la correntina, del balde de mierda, del pedazo de zapallo flotando en aquel caldo pestilente pero a fin de cuentas alimenticio, del estetoscopio, de los paredones y de las rejas de la cárcel de Devoto que fue su casa durante casi diez años.
-Vos me preguntarás si le tengo odio a la correntina…-me dice después de un silencio-
– No, no te voy a preguntar eso- le digo-. Yo la odio. No sé ni quién es, pero la odio.
-Yo también, por supuesto. Pero más que odio ¿sabés qué siento? Curiosidad.
-¿De qué?
-De qué será de su vida hoy. Cómo será cargar con el recuerdo de aquel estetoscopio, qué será de aquel estetoscopio. ¿Lo tendrá todavía? ¿Cómo habrá seguido su carrera profesional? ¿Se habrá vuelto a vivir a Corrientes? ¿ Quién sabe, no?
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