Un anticipo de “Contra el punitivismo – Una crítica a las recetas de la mano dura”, el nuevo libro de la abogada y docente Claudia Cesaroni, publicado por Editorial Planeta. Socompa reproduce aquí la introducción del trabajo, “La repetición de lo inútil”.

Una de las reglas sería entonces: cuando se esté en duda, no se debe imponer dolor. Otra regla sería: impóngase el mínimo dolor posible. La aflicción es inevitable, pero no lo es el infierno creado por el hombre.

Nils Christie

 

El domingo 4 de julio de 2021 el portal TN publicó una nota sobre la situación de los ocho jóvenes detenido desde enero de 2020 por el homicidio de Fernando Báez Sosa con el siguiente título: “Deprimidos, sin visitas higiénicas y aislados: el día a día de los rugbiers en la cárcel a un año y medio del crimen de Fernando Báez Sosa”.

Durante unas horas, #Deprimidos se transformó en tendencia en Twitter. La mayoría de los tuits comparaban la “depresión” de los jóvenes presos con el daño que les habían provocado a Fernando y a su familia, o sea, con la misma muerte. El hecho de que en el título se usara la denominación “visita higiénica” –que atrasa unos cien años– y que se la ligara al estado de ánimo depresivo generaba más indignación. Todo lo que se afirma en el artículo, cabe aclarar, no está dicho ni por los jóvenes, ni por sus familias, ni por su abogado, ya que en el texto se reconoce que no brindan declaraciones, sino por quien escribe y por fuentes imprecisas del personal penitenciario.

Alguien se puso a hacer una encuesta acerca de las “visitas higiénicas”. Las opciones eran “No deberían existir”, “Son una necesidad” o “Son polémicas”. Mi voto fue el minoritario. Más de la mitad de los votos sostenían que no deberían existir y, para un cuarto, “son polémicas”.

Se me ocurrió plantear un silogismo de los categóricos:

  • La gente que comete delitos sigue siendo
  • Las personas tienen
  • Luego, la gente que comete delitos tiene derechos.

Pero algunas personas respondieron: “Depende”. Y luego: “Si es un violador o un asesino, no”. “Si le preguntaras a una madre o un padre a quienes le violaron o le mataron la hija, seguro que dirían que no.” Vivimos en un país en el que no solo el Estado, a través de algunos de sus agentes, ha violado y matado, sino también ha metido picanas en ojos, bocas, anos y vaginas; ha quemado viva gente, la ha despellejado; ha secuestrado bebés recién paridos y los ha regalado, tirando luego al mar a sus madres; ha colgado gente de cadenas durante horas; ha dado palizas brutales y ha roto tímpanos. Y las personas que han hecho cada una de esas cosas amparadas por el Estado y las que las han ordenado o tolerado no perdieron sus derechos. No los han perdido y ni sus víctimas ni las familias de sus víctimas han pedido que los perdieran. No han perdido ni el derecho al debido proceso, que incluye tener acceso a la defensa pública, si así lo desean o lo necesitan, ni el de relacionarse con sus seres queridos, ni el derecho a la salud. Por el contrario, como en general forman parte de sectores medios y altos de la sociedad, acceden a condiciones de detención y a la satisfacción de sus necesidades de un modo mucho más integral y más eficiente que el de los miles de presos “comunes” que pueblan nuestras cárceles. Viven en prisión mejor que la mayoría, como vivían en libertad en condiciones de privilegio por sus recursos económicos, sociales y laborales.

Claudia Cesaroni (Foto: Alejandra López).

Sin embargo, no son esos casos los que provocan mayor impacto mediático o debate social. Lo que se plantea es si ocho jóvenes, detenidos y aún sin condena (pero que seguro llegará, y será muy severa pueden o no tener, eventualmente, relaciones sexuales con alguien. Esto es algo que está reconocido por todos los instrumentos de derechos humanos relativos a las personas privadas de libertad y por las leyes nacional y provincial de ejecución penal, y hace tiempo que no se discute. Incluso se han ido ganando batallas: que no haya limitación de género (hasta no hace mucho, un varón no podía tener relaciones con otro varón, ni una mujer con otra mujer, y mucho menos relaciones no binarias) y que no existan juicios valorativos sobre quién visita a una persona privada de libertad, tarea que también hasta no hace mucho tiempo realizaban lxs trabajad rxs sociales al hacer los informes sobre cada pedido de “visita íntima”.

Al discutir si un joven preso tiene derecho a mantener relaciones sexuales, se objeta lo mismo que cuando se cuestiona el derecho de una adolescente a pasar el día de su cumpleaños con su padre condenado a prisión perpetua. Quienes se oponen al ejercicio de estos derechos, por un lado, niegan la condición de humanidad de las personas que cometen ciertos delitos y, por el otro, contraponen el daño causado (la violación, la muerte) con el placer que significa acceder a ciertos derechos, como un abrazo, unas horas de festejo, un orgasmo.

¿Por qué quién le negó para siempre el derecho a un padre de abrazar a su hija o el de una madre a esperar a su hijo con su comida preferida podría disfrutar de esos placeres y alegrías? Cada vez que alguien que cometió un delito grave pretende ejercer un derecho, se reitera la misma discusión. Incluso cuando se plantean posibilidades de reinserción, como proyectos de cupos para liberados, se plantea si debe liberarse a quienes hayan cometido cualquier delito o solo algunos, los menos graves. En la cárcel, lo que encontramos son personas que cometieron delitos. Algunos de ellos muy graves. Esa es la gente con la que se decide trabajar y a la que se debe intentar acompañar con programas de inclusión laboral. La cárcel romántica, con presos poetas o militantes populares, o jóvenes pobres que solo roban celulares sin hacer daño, o ladrones de antaño, con código , no es más que una parte, no el todo, y no la más habitual. Y las víctimas y sus familias tienen derecho a que el delito se esclarezca y no quede impune, a ser reparadas y a que el Estado las acompañe todo lo que sea necesario para calmar su dolor, pero no a cos a de dinamitar los derechos de las personas privadas de libertad.

La idea de que el castigo resuelve todos los problemas se extiende como mancha de aceite y lo invade todo. Del mismo modo en que en los últimos años hemos desarmado –y aún estamos en ello– múltiples micromachismos que se colaban en conversaciones cotidianas, modos de relacionarnos , o decisiones políticas, culturales y gremiales, entre muchas otras mane- ras de exhibir una situación de privilegio masculino, intento develar múltiples micropunitivismos que se nos imponen como si el castigo y la sanción fueran no solo útiles sino, también, el único modo de abordar situaciones de diverso tipo.

A continuación, un rápido recorrido por algunos casos.

Punitivismo neocolonial: el negrito Cavani

El 29 de noviembre de 2020 Edinson Cavani, formidable jugador de fútbol uruguayo que se desempeña en el Manchester City de Inglaterra, hizo un gol. Un amigo lo felicitó en su cuenta de Instagram. Cavani le respondió: “Gracias, negrito”. La palabra “negrito” le significó una sanción de tres partidos de suspensión y una multa de 100.000 libras (unos 135.000 dólares) por haber usado un término discriminatorio. Si no fuera trágico movería a risa que una de las potencias coloniales que más masacres ha cometido a lo largo de su historia sancione a un inmigrante (no otra cosa son los jugadores argentinos, uruguayos, brasileños y de todas las ex colonias de las potencias imperiales que juegan en las ex metrópolis) por usar un térmi- no cariñoso y habitual en la sociabilidad rioplatense. Pese a las protestas, la sanción se aplicó; Cavani se perdió esos partidos y pagó la multa, y en adelante sabrá que tiene prohibido usar las palabras “negrito” o “negro” porque a la patronal neocolonial le resultan racistas.

Más allá de la interpretación sobre el uso de una palabra que es de nuestro hablar cotidiano, y que en los términos en que la escribió Cavani resulta a evidentemente respetuosa y cariñosa, ¿cuál es el sentido de no dejarlo jugar tres partidos?

¿Qué tendría que ver, aun si hubiera usado un término agresivo, con su condición de jugador? La misma situación se da cuando se sanciona con suspensiones a jugadores que ingieren alguna droga social. ¿Por qué dejar sin trabajo a una persona que tiene una adicción? ¿No sería mejor que en el primer caso se usara el “negrito” para que el propio Cavani explicara el significado afectuoso que tiene esa palabra en nuestra cultura y cómo ese significado se transforma en agresivo en otros con- textos o a partir de un tono determinado? Y, en el del consumo de drogas, ¿no sería mejor que el o la jugadora involucradxs, si lo desean, compartieran sus dificultades para evitar el consumo de estupefacientes, y eso solo si esos estupefacientes afectaran su rendimiento (porque, caso contrario, se trataría de la esfera de su intimidad y nadie tendría por qué intervenir)?

Punitivismo legislativo: el diputado chupateta

El 24 de septiembre de 2020, en plena sesión de la Cámara de Diputados, se vio una escena que en seguida comenzó a circular por las redes sociales: el diputado Juan Emilio Ameri le besaba un seno a una mujer. El presidente de la Cámara, Sergio Massa, dijo esto: “Quiero interrumpir el debate de esta ley, desgraciadamente, quiero interrumpir el debate para plantear que frente a una falta grave de un diputado en el marco de las sesiones de asistencia presencial y remota, se dio una situación que nada tiene que ver con el decoro de esta casa”.

En pocas horas, el diputado estaba fuera de la Cámara. Prácticamente nadie se opuso. A todo el mundo le pareció lógico. ¿Echar o hacer renunciar a una persona elegida por el voto popular por el hecho de haberse olvidado de apagar la cámara y estar besando en un pecho a su mujer? ¿Se hubiera tomado la misma decisión si el beso era en la boca o en la mejilla? ¿Se hubiera procedido igual si en vez de ser un diputado ignoto hubiera sido uno de los líderes de alguna bancada? Obviamente no. Entonces, se trató de una pacatería lleva- da al extremo de la sanción para frenar así el escandalete en las redes. La pregunta, otra vez, es si esa decisión, ese nivel de punitivismo legislativo, tuvo algo que ver con el hecho en sí –magnificado con palabras como “obsceno”, “pornográfico”, “inmoral”– o más bien con hacerle creer a una parte de la sociedad que el castigo es un buen modo de resolver situaciones incómodas, conflictivas o incluso antirreglamentarias. Esto es, que no hay otra forma más que la sanción inmediata sin siquiera garantizar el derecho de defensa básico de cualquier procedimiento. Si, además, el diputado es poco simpático, ingresó como relleno en una lista y será suplantado por una legisladora mejor vista y con mejores antecedentes, la operatoria es casi perfecta. El problema es que lo que sirve hoy para sacarse de encima a este mañana puede ser usado para sacarse de encima a quien incomode en serio.

Punitivismo tuitero: buscando en tu pasado

Sobre lo que se dice, hay ejemplos de mayor y de menor gravedad. Miles de personas sostienen, incluso desde sus cargos oficiales, que “los presos tienen que pudrirse en la cárcel”. En el caso de quienes detentan cargos públicos, eso es muy grave porque “pudrirse en la cárcel” quiere decir morirse sufriendo. Alguien que se pudre es literalmente alguien que no recibe atención médica y alguien a quien se hace sufrir adrede, o sea, alguien a quien se tortura. Esos discursos de odio solo están naturalizados para las personas privadas de libertad y a nadie escandalizan. Deberían ser sancionados, no penalmente, pero sí haciendo que nadie que sostenga eso pueda ejercer un cargo público. Ahora, si eso mismo lo dice (como sucede) una compañera de trabajo o el verdulero o el taxista, verbalmente o a través de un tuit, lo único que hay que hacer es tratar de construir un discurso mejor, no pedir que la/o echen, cancelarlo o suspenderlo de sus actividades, y mucho menos retroactiva- mente. Cuando se trata de opiniones del pasado, sostener que están poco menos que grabadas sobre p edra es negar la posibilidad de que las personas cambien.

Tres días después de la muerte de Diego Maradona jugaron Los Pumas, nuestra selección nacional de rugby, y los All Blacks, la selección de Nueva Zelanda. Al comienzo, los neozelandeses hicieron su tradicional danza Haka en homenaje a Diego. Los Pumas –que solo lucieron un brazalete negro en señal de duelo– se quedaron casi paralizados. Una ola de indignación se propagó por las redes argentinas. En vez de disfrutar del hermoso gesto de los All Blacks, se desató una descarga de odio contra Los Pumas porque el homenaje a Diego no había sido el que que se pretendía. Se buscaron tuits detestables de ocho años atrás de algunos de sus integrantes y se pidió poco menos que el destierro del capitán. Finalmente, se lo suspendió a él y a otros dos jugadores por ¡tuits añejos! que solo se difundieron porque a las patrullas de homenajes no les gustó el que le hicieron a Maradona. De una situación que podría haberse usado para revisar posiciones discriminatorias como las que esos tuits reflejaban se optó por la cancelación y el castigo sumario. Fin del asunto.

Punitivismo de la memoria: las bolsas negras y las vacunas

Muchas veces, cuando ante alguna situación decimos “la res- puesta penal no resuelve”, se cree que estamos diciendo “no hay nada que hacer”. Así ocurrió con las bolsas negras que tiraron en una marcha “anticuarentena” jóvenes de derecha en febrero de 2021.3 Las bolsas tenían nombres de dirigentxs políticos y de derechos humanos que supuestamente se habían “roba- do” las vacunas que les hubieran correspondido a los muertos representados por las bolsas. Hubo quienes se plantearon per- seguir penalmente a quienes las tiraron por “apología del terrorismo de Estado”. El riesgo de ese tipo de figuras penales es que se terminan aplicando, por ejemplo, a un rapero que putea a una autoridad, como sucedió hace meses en España: un hom- bre fue preso por cantar contra el rey Juan Carlos en base a la figura de “enaltecimiento del terrorismo”.

Pero, además, con las bolsas negras difícilmente podría entenderse que se estaba reivindicando el terrorismo de Estado como para sancionar bajo esa acusación a los autores. No hablo de lo simbólico; ese es otro plano y no se juzga penalmente o no se lo debería juzgar. ¿Podrían entenderse como una amenaza? Habría que forzar mucho las cosas, y el sistema penal justamente tiene que hacer lo posible para no extenderse, para no abarcar más de lo que dice una norma que define una conducta punible.

El presidente de la nación dijo en esos días, en referencia a unas decenas de vacunas que se habían dado a personas allega- das a funcionarios públicos sin respetar el orden de prioridades, “no es delito adelantarse en la fila para vacunarse antes” y muchxs se indignaron. Probablemente debió explicarlo mejor, pero el sentido es el mismo: nos parece mal que alguien reciba la vacuna antes de tiempo, pero eso no es un delito. Moralmente está mal, políticamente está mal por parte del funcionario que se la dio o la hizo dar antes –y por eso debe dejar su cargo–, pero no es un tema penal.

¿Esto quiere decir que no se puede hacer nada? Claro que no; se pueden hacer varias cosas. Por ejemplo, la policía debería haber impedido que se colgaran esas bolsas en las rejas con un simple cordón.

Después hay que explicar qué efectos e implicancias tiene esa “intervención” en la historia de nuestro país.

Otra cosa que se puede hacer es volver a la calle, porque hay ciertas disputas que solo se dan allí y no en los tribunales. Cuando la pelea es política, se hace con política: vacunando de a millones, que es lo que sucede a julio de 2021. Las bolsas quedaron en el absoluto olvido.

Punitivismo anónimo: las redes y los discursos de odio

El 16 de agosto de 2020 circuló por las redes y medios de comunicación una noticia sobre el supuesto abuso a una niña de parte de su padre, que habría “confesado” ese hecho atroz en audios de WhatsApp. La tendencia en Twitter fue #LoQuieroMuerto. Sus vecinxs estuvieron a punto de cumplir con ese deseo tuitero. Días después el hombre fue liberado porque no había ninguna prueba en su contra más que un audio que su ex mujer le atribuía. Por supuesto, su rostro y su apellido, que es el de la nena, estuvieron y están en todos lados. Cuando el juez lo excarceló, cuestionó severamente a la fiscal Magdalena González, de la UFI 3 de Esteban Echeverría: “‘La investigación de un presunto delito penal exige antes que nada serenidad y seriedad y no dejarse llevar por los apuros propios del prime time de la caja boba, o la ansiedad del periodismo malsano por conseguir algún titular escandaloso’. […] ‘La encuesta delictiva reclama seriedad y paciencia, los tiempos de una investigación no son los tiempos de los medios y debe hacerse oídos sordos a esos reclamos indebidos pues están en juego valores y bienes jurídicos mucho más importantes que los pareceres y sentires de quienes pululan en las redes y los medios’”.

El caso se siguió investigando. No se puede afirmar ni negar la responsabilidad de ese hombre. Lo que sí importa destacar es que el día que la noticia estalló, y cuando muchas personas enloquecieron pidiendo castigo inmediato, sucedieron dos cosas: una, que nadie dudaba de que eso que circulaba –un audio– era una prueba indubitable y que, como era indubitable, no había otra cosa que hacer más que terminar con el depravado. Sostener que la investigación tenía que seguir, protegiendo a la niña, hasta dilucidar qué había pasado parecía –se me ha dicho– “defender al violador”.

Estos ejemplos, entre muchos otros, muestran un modo de abordar situaciones que se caracterizan por limitar derechos y expandir el castigo. Eso, finalmente, es lo que definimos como punitivismo.

Pornográfico e inútil

Algo estamos haciendo mal. Y lo seguimos haciendo una y otra vez. No solo en nuestro país: la insistencia en el error es universal, o casi.

El mecanismo, definido por Loïc Wacquant como “porno- grafía penal”, se despliega de modo similar a lo que sucede en las películas pornográficas que vemos o que hemos visto alguna vez: empiezan con distinto tipo de escenas, pero terminan con los mismos movimientos repetitivos, rutinarios, previsibles. Desde el comienzo sabemos lo que va a pasar, más allá de los matices. En el marco penal, con la repetición del modo en que resolvemos la conflictividad social, las transgresiones a las normas, los hechos de violencia o los reclamos políticos, lo que se hace repetitivamente es aplicar dolor. Y no, como pedía Christie, en dosis mínimas, sino en cantidades industriales. Dolor de la pena contada en horas, días, meses y años; a veces, décadas. Dolor del destierro. Dolor de la tortura. Dolor de la separación. Dolor del hambre, del frío, de la sed, de la enfermedad y de la muerte en espacios infrahumanos en los que nos negaríamos a dejar a nuestras mascotas. Dolor que se extiende y no solo afecta a quienes les está directamente destinado, sino que alcanza como u a mancha venenosa a abuelas y abuelos, madres y padres, hijas e hijos, hermanas y hermanos, y a cualquiera que sienta una cuota de afecto por el apestado o la apestada.

La maquinaria puede ponerse en movimiento luego de que se produzca un delito muy grave, que por el modo de ejecutar- se o la persona a la que afecta provoca una movilización y un reclamo que se considera ineludible complacer prácticamente sin debate. En nuestro país el ejemplo más claro es el del secuestro y asesinato de Axel Blumberg en marzo de 2004, y la reacción de su padre, Juan Carlos Blumberg, que desencadenó una de las más profundas reformas penales de los últimos tiempos. El compendio de propuestas manoduristas redacta- das por el asesor jurídico de Blumberg, Roberto Durrieu –ex subsecretario de Justicia del dictador Jorge Rafael Videla–, fue aceptado casi sin discusión por la inmensa mayoría de lxs legisladorxs de todas las fuerzas políticas, temerosxs de enfrentarse a una víctima que reclamaba en medio de un dolor tan pro- fundo y cercano. Nuestro Código Penal ha sido intervenido por uno de los arquitectos jurídicos de la dictadura. Mientras cientos de los militares y algunos civiles que dirigieron, imple- mentaron y encubrieron el genocidio han sido y son juzgados como autores de los delitos más graves que puede cometer un ser humano, otros, como Durrieu, son legitimados negocian- do con él leyes penales.7 Como hemos demostrado en una investigación realizada sobre las llamadas “leyes Blumberg”, la mayoría de esas reformas ya estaban en carpeta esperando su momento en cajones legislativos. La movilizaciones encabezadas por Blumberg –que finalizaban con el himno nacional cantado por miles de personas que, a instancias del rabino Sergio Bergman, cambiaban la invocación final de “libertad, libertad, libertad”, por “seguridad, seguridad, seguridad”– hicieron que se fueran a buscar esos proyectos y se impusieran a legisladoras y legisladores que solo en muy pocos casos se atrevieron a pre- sentar alguna objeción, que era respondida desde los palcos de las Cámaras con insultos y agresiones que los ponían del lado de los secuestradores y asesinos de Axel por no votar leyes que –repetían aun quienes las votaban a mano alzada y sin dudar– no sirven, no resuelven, no evitan que se cometan hechos parecidos. El entonces presidente Néstor Kirchner, que llevaba poco más de un año de un mandato al que había accedido en una situación de debilidad política por un exiguo caudal de votos, planteó desde el Poder Ejecutivo la necesidad de votar todas y cada una de las propuestas del tándem Blumberg-Durrieu. Paradójicamente, en el marco del momento histórico en que se produjo un fuerte avance en la política de derechos humanos vinculada al pasado reciente, se impulsó una reforma penal y penitenciaria que retrotrajo gravemente la situación de las personas privadas de libertad, uno de los colectivos a los que incluso a quienes son fervientes y sinceros defensores de los derechos humanos les cuesta ver como víctimas de la violación de esos derechos.

La falsa solución punitivista, como veremos, también puede producirse frente a un hecho que no está tipificado como delito y cuya ejecución provoca escándalo o enojo. Entonces, se inventa una figura penal nueva que lo incluya, con la idea de que así no sucederá más. El último de estos modos de intentar resolver por la vía penal conductas sociales es la aprobación por el Senado de la Nación de un proyecto de ley contra el acoso callejero que tipifica como “acoso sexual en espacios públicos” una serie de conductas indeterminadas y abre el camino a toda arbitrariedad, y sobre todo, ofrece una solución aparente a conductas arraigadas en una parte de la población por patrones culturales e históricos que no se desarman con una amenaza de sanción penal, por lo demás irrisoria.

La deriva punitivista también puede aplicarse a una idea política, una conducta moral, una elección personal: todo puede ser considerado delito y todo puede intentar evitarse mediante la imposición de algún tipo de pena. Esa manera de abordar las diversas conflictividades es lo que llamamos “punitivismo”. Y no solo incluye el modo en que se plantea resol- ver problemas de violencia social e interpersonal, o conductas reprochables, apelando a mayores cuotas de pena y castigo, sino también a la forma en que ese castigo se ejecuta sobre las personas concretas, sobre la distancia entre lo que dicen las leyes y normas de todo rango y lo que se hace en la práctica a los cuerpos y las almas.

Obviamente, el castigo a las conductas supone un algo que hacer con quienes las realizan. La manera en que se trata a las personas que cometen delitos, tienen determinadas conductas o eligen una forma de vida específica ha sido estudiada en innumerable cantidad de textos, todos más o menos tributarios de Vigilar y castigar, la obra fundamental de Michel Foucault.

Este trabajo no pretende realizar un recorrido por todo lo que ya ha sido escrito. Quien quiera navegar en esos océanos encontrará una profusa bibliografía en la que con mayor profundidad y sapiencia se trabaja cada uno de los aspectos que mencionaremos aquí.

¿Cuál es, entonces, el objetivo de este libro? Discutir, de modo sencillo, accesible y con la mayor precisión posible, ideas vigentes sobre delito y seguridad; sobre presos y cárceles; sobre castigo y justicia.

Por supuesto, debatir desde una concepción político-jurídica determinada, minoritaria y que recibe críticas transversa- les desde diversas posiciones políticas. La crítica al castigo, a la imposición del dolor y al punitivismo no es fácil, porque todas y todos tenemos enemigas y enemigos particularmente odiosxs. Pueden ser los militares genocidas o los violadores de mujeres y niños o quizás un político corrupto o una ministra legitimadora de crímenes policiales. O, en un universo más privado, alguien que nos ha provocado un enorme daño o dolor personal.

Entonces, consideramos que tal vez sí sea justo descargar toda nuestra furia punitiva sobre esos oponentes que nos resultan un concentrado de la maldad humana: que vayan presos, que una vez presos no salgan nunca más, que se pudran en la cárcel. Y ahí está el problema: en el límite, o en su ausencia, cuando nada nos parece suficiente para reparar el daño y el sufrimiento que nos han provocado a nosotrxs, a nuestrxs hijxs, a alguien que queremos o a una parte de nuestro pueblo y no se nos ocurre otro modo de aplacar el dolor más que provocarlo.

En esos casos, nos parece que se justifica una apenas atenuada restauración del ojo por ojo, diente por diente para quien pone en riesgo o daña a nuestra sangre, a nuestra patria o nuestra libertad, nuestras posesiones y nuestra dignidad.

Venimos a discutir esa creencia. ¿Por qué? Porque no sirve para nada. Porque no repara nuestro sufrimiento. Porque no cura el daño que nos causaron o el que le produjeron a un ser amado. Porque si tenemos la posibilidad de ver el modo en que se ejecuta el castigo y las consecuencias que provoca en las personas –no monstruos, personas– quizás podamos entender el tipo de perversión que estamos perpetuando.

Este libro toma ideas populares con relación al crimen y al castigo; a la seguridad y el delito, a las cárceles y a los delincuentes. No son todas, pero sí son las más habituales, y las que se repiten pornográfica e inútilmente a diario.

Una a una, las vamos a cuestionar. Con datos y con conocimiento teórico y práctico. No tanto, o no tan solo, para el mundo académico, sino especialmente para cualquier persona que sienta que tiene el legítimo derecho a vivir segura y en paz, y ha sido educada en la idea de que esa paz y esa seguridad solo las obtendrá reclamando más y mayores formas de castigo sin prestar atención al dolor o al sufrimiento ajenos. Y vamos a analizar también algunos micropunitivismos, es decir, expansiones de la deriva punitiva por fuera del sistema penal formal. Hablaremos de colectivos poco presentes en la discusión pública, en primer lugar los presos y presas y sus familias, porque en las cárceles vive parte de nuestro pueblo. La cárcel es un territorio como cualquier otro –como una fábrica, una escuela, un barrio, una facultad– y allí se dan disputas, hay espacios de poder y de dominación, se juegan intereses políticos y económicos, y quienes más padecen son quienes más las- timados y vulnerados están, a quienes se ve como monstruos irrecuperables.

Finalmente, intentaremos imaginar otras respuestas, a contracorriente, con el objetivo de disminuir las cuotas de dolor que repartimos y que aceptamos imponer.

Buenos Aires, invierno de 2021

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