Terrorismo de Estado antes del golpe. El 12 de febrero de 1976, la Concentración Nacional Universitaria mató a un gremialista que molestaba al gobernador bonaerense Victorio Calabró. Más de cuatro décadas después, hay un solo condenado. Del resto de los asesinos, algunos han muerto y otros jamás fueron requeridos por la Justicia. (Foto: ficha de Carlos Domínguez en la DIPPBA)
El 11 de febrero de 1976, poco después de las cinco de la tarde, Omar Abel Giaccio, delegado del Pabellón de Profesionales del Hipódromo de La Plata, entró a la sede del Partido Justicialista local, en la calle 59 entre 6 y 7 de esa ciudad, con una idea fija: avisarle a un hombre que lo iban a matar.
Lo vio conversando con otras personas y lo separó del grupo con una excusa que no recuerda.
-Carlos, tenés que esconderte. Te van a matar —le dijo, en un murmullo, como se hablaba por entonces sobre la muerte.
-Quédate tranquilo, no pasa nada -respondió el otro.
-Te digo que te quieren matar. Me avisaron. Es la gente de Calabró -insistió.
-Te digo que no pasa nada. Vos quédate tranquilo, andá a tu casa y no salgas.
Carlos Antonio Domínguez, dirigente de los trabajadores del Hipódromo y presidente del PJ platense, sabía que estaba amenazado. Se había enterado por boca del propio gobernador, el sindicalista de ultraderecha Victorio Calabró, un par de meses antes cuando fue interceptado en el centro de La Plata mientras caminaba con su mujer, por un grupo de hombres que los obligaron a subir a un Ford Falcon y los llevaron hasta la gobernación. Hacía tiempo que el Hipódromo – una de las “cajas” de Calabró – estaba en conflicto y Domínguez era uno de los sindicalistas más combativos.
-Dejate de joder de una vez por todas o hacete cargo de las consecuencias – le había dicho Don Victorio mirándolo a los ojos.
Por eso, dos meses más tarde, a Domínguez el aviso de Giaccio no lo sorprendió, pero decidió no hacerle caso. Lo despidió con un gesto amigable y retomó la conversación que había interrumpido. Y después se fue a su casa.
Al día siguiente, el cadáver de Domínguez, con más de cuarenta balazos de distintos calibres, apareció en un descampado al costado del Camino Negro, entre Villa Elisa y Punta Lara, uno de los sitios preferidos por la patota de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) para fusilar a sus víctimas.
Más de 35 años después, en 2011, Omar Abel Giaccio relató estos hechos durante su declaración en el Juzgado Federal platense por entonces a cargo de Arnaldo Corazza. Allí también identificó -en fotografías que le mostraron- a los miembros de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio, Juan José Pomares (a) Pipi y Antonio Agustín Jesús (a) Tony como asalariados del Hipódromo de La Plata e integrantes de un grupo de tareas parapolicial que operaba bajo la sombra de Calabró.
El aviso del Negro Bujía
El 11 de febrero de 1976 la cuenta regresiva del golpe estaba en marcha y Calabró ya había abandonado el barco que con brutal impericia intentaba timonear la heredera de Perón. El gobernador bonaerense -hombre del sector más cerril de la derecha sindical peronista- estaba en conversaciones con los conspiradores. Para él, el golpe del 24 de marzo sería apenas un episodio de transición que le permitiría regresar tranquilamente a su casa. Mientras tanto, limpiar el territorio bonaerense de “zurdos e infiltrados en el movimiento” era una buena ocupación. La banda de la CNU era uno de los grupos encargados de la tarea. Aquel 11 de febrero, más temprano, Giaccio había recibido una advertencia de su suegro, un hombre de la pata sindical peronista más cercana a Calabró, de apellido Morrasca. “La cosa en el hipódromo se está poniendo pesada. Andá a ver al Negro, a ver qué pasa”, le dijo.
Si alguien podía tener “la justa” era Alberto Bujía (a) El Negro, secretario privado del gobernador. De acuerdo con la declaración de Giaccio -asentada en tercera persona, al estilo de los escribas judiciales-, Alberto Bujía lo recibió en la gobernación y Giaccio le preguntó qué iba a pasar, “a lo que éste le responde que se corra del hipódromo, que van a haber ‘boletas’, y que seguramente en el día de la fecha iba a caer un dirigente gremial. Siempre según la declaración bajo juramento de Giaccio, Bujía le dijo que el que iba a caer “seguramente era Domínguez, preguntándole si lo conocía”.
El Negro Bujía no hablaba al pedo. Para la pesada, el secretario privado de Calabró era la voz del gobernador. Cuando daba una orden, nadie ponía en duda de dónde venía. Bujía había sabido ganarse la confianza de Don Victorio, como también después se ganó la de otro hombre de Calabró que llegaría muy lejos: Eduardo Alberto Duhalde (a) El Cabezón, por entonces intendente a la fuerza de Lomas de Zamora. Cuando el ex bañero de Lomas se transformó en vicepresidente de la Nación, Alberto Bujía asumió como su secretario privado.
Fue ese mismo 11 de febrero de 1976 cuando, después de hablar con El Negro, Giaccio salió espantado de la gobernación y enfiló hacia la sede del PJ para avisarle a Domínguez que lo iban a matar.
Más de cuarenta balazos
En la oscuridad de las primeras horas del 12 de febrero, dos Ford Falcon, con entre ocho y diez personas a bordo, salieron de la casa quinta que Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio alquilaba en la calle 4 entre 76 y 77, en las afueras de La Plata. Era un lugar conocido e intocable para la Policía bonaerense, utilizado como arsenal y base de operaciones por la CNU.
De allí partieron Castillo, Dardo Omar Quinteros, Antonio Agustín Jesús (a) Tony, Martín Osvaldo Sánchez (a) Pucho, Juan José Pomares (a) Pipi, Alfredo Lozano (a) Boxer, Ricardo Calvo (a) Richard y Gerardo Blas (a) El Flaco. El destino había sido indicado por Castillo antes de salir: la casa donde vivía Carlos Antonio Domínguez con su mujer, Silvia Ester, y una hija del matrimonio.
La calle estaba vacía. Castillo golpeó con violencia la puerta al grito de “¡Abran, policía!”, y cuando la mujer se asomó, la empujó hacia adentro. Detrás entraron los otros, con las armas empuñadas, menos dos que quedaron al volante de los autos. Cinco minutos después salieron con Domínguez. Lo llevaba El Indio, apoyándole la pistola en la cabeza. El hombre no fue lo único que se llevaron de la casa. Entre los objetos robados había una máquina de escribir y un redoblante.
Con Domínguez en el asiento de atrás del segundo auto, enfilaron hacia uno de los lugares preferidos por la banda para terminar sus operaciones. El camino que une Villa Elisa con Punta Lara, donde siempre estaba oscuro y nunca había un alma. Un rato antes, la misma patota había secuestrado a otro gremiaslista del Hipódromo, Roberto Fiandor. Lo llevaban en el baúl del mismo auto, que no tuvieron el cuidado de cerrar bien. Cerca del destino, Fiandor pudo levantar la tapa y se tiró. Cuando lo vieron ya había ganado cincuenta metros a campo traviesa. Le tiraron sin acertarle y se les escapó.
Domínguez no tuvo la misma suerte. Lo bajaron del auto y Castillo le tiró primero, a quemarropa, un itakazo. Con el hombre en el suelo, terminaron el ritual asesino: al cuerpo caído le dispararon todos, cada uno con su arma. En total fueron más de cuarenta balas.
Una máquina de escribir y un redoblante
En el Juzgado Federal, Giaccio dijo -y en la causa quedó asentado, nuevamente, en tercera persona- que “por lo que se decía, quienes se encargaron de secuestrar y asesinar a Domínguez eran sectores parapoliciales del Gobernador, que era el (sic) CNU, los cuales hoy en día están todos sueltos. Se decía que Domínguez había estado amenazado por sectores de Calabró. Los que supuestamente participaban del (sic) CNU trabajaban en el hipódromo, como por ejemplo Tony Jesús, una persona de apellido Blanco, cree que Richard Calvo, el Chino Causa y otros que no recuerda”.
Al finalizar su declaración -todavía bajo juramento-, Giaccio reconoció tres de diez fotografías de integrantes de la CNU que le exhibieron. En ellas identificó a Castillo, a Pomares y a Jesús. Estos reconocimientos fotográficos fueron descartados el año pasado, cuando el TOF N° 1 La Plata, juzgó a Castillo y a Pomares por este asesinato.
La participación de la banda de la CNU en el secuestro y muerte de Domínguez quedó demostrada, también, por una prueba material. Cuando, después de la detención de la banda a fines de abril de 1976, una partida policial al mando del oficial principal Julio César Garachico (a) El Gordo allanó la casa del Indio Castillo, se encontró la máquina de escribir robada al gremialista. Silvia Ester Domínguez, su mujer, la reconoció. Lo que nunca más apareció fue el redoblante robado esa misma noche, que pasó a engrosar la colección de instrumentos de la barra brava de Gimnasia y Esgrima La Plata, de la que Tony Jesús y Pipi Pomares eran conspicuos integrantes.
A fines de 2016, Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio fue condenado a perpetua por este y otros crímenes. Juan José Pomares (a) Pipi fue absuelto “por el beneficio de la duda”. El resto de los asesinos ni siquiera tuvo que pasar por tribunales. Algunos han muerto, otros siguen en libertad.
(Este artículo se basa en la investigación realizada por Alberto Elizalde Leal y el autor sobre los crímenes de la Concentración Nacional Universitaria, reunida en el libro La CNU. El terrorismo de Estado antes del golpe).