La relación con la lectura también está inevitable y dialécticamente atravesada por la relación con el mundo. No leer desde el poder es una de sus múltiples posibilidades.
Habitamos un mundo que ya estaba hecho antes de que llegáramos. Tal vez sea por eso que suponemos que las reglas que lo gobiernan –sobre todo aquellas ligadas a lo cotidiano- son eternas como el fuego y el aire. No es un mérito menor de los libros de historia que recorren hábitos y costumbres desde el pasado hasta el presente el devolvernos como sujetos marcados por la época en que nos tocó vivir. No construyen una gesta que nos define como continuadores esforzados de un pasado glorioso o épico, sino que muestran que eso que nos resulta tan natural no era siquiera imaginable hace un tiempo. O sea, apuestan a que nos veamos como sujetos críticos, es decir que no demos nada por hecho y definitivo. Nos invitan a colocarnos en una saludable incomodidad con lo que tenemos alrededor. Entre esas prácticas sujetas a la rara voluntad del paso del tiempo está la lectura. Que cada tanto reaparece (y esta vez con el trasfondo del conflicto docente), bajo formas cuantitativas (si se lee más o menos que antes) y cualitativas –los problemas de comprensión de textos que hoy esgrime un presidente -que sólo lee teleprompters– para execrar la educación pública, Hay lecturas que se eligen (o se pueden comprar) y otras en las que se cae. Como siempre, el macrismo simplifica los problemas complejos porque no interesa resolverlos o administrarlos, sino suprimirlos, por ahora por vía de la descalificación del otro, esa presencia tan molesta como imprescindible.
Mientras ciertas zonas de la literatura reclaman una participación activa del lector (Cortázar fue un excesivo talibán de esta teoría), se dice que en las redes sociales, la lectura es vista como una actividad pasiva, al borde de lo innecesario. Lo que vale es escribir, generar textos, sean del género que sea, desde poemas hasta el relato de vivencias personales, de comentarios sobre la realidad hasta la explicitación de adhesiones deportivas o políticas. Lejos parecemos estar de ese aserto de Borges, que repitió tantas veces, de que es mucho más difícil ser un buen lector que un buen escritor.
Para el autor de Ficciones, leer significaba la imprescindible tarea de justificar –ese verbo tan sugerente- la existencia de un libro, de completar su sentido, de devolverlo a la vida, de transformarlo en amigo. Idea que marcó su idea de los libros y de la amistad, donde nada se define por la frecuentación sino por esa mágica posibilidad de renovar el afecto aunque haya pasado mucho tiempo. Volver a abrir el Quijote o Moby Dick luego de años es recuperar, habiendo pasado por otras experiencias, desilusiones y esperanzas, algo de aquello que el tiempo parecía haberse llevado para siempre.
Cuenta Walter Benjamin en un breve texto al que tituló “Desembalando mi biblioteca”: “Sólo puedo rogarles que me acompañen al desorden de cajas recién desclavadas, la atmósfera en la que flota un polvillo de madera, el suelo cubierto de papeles rotos, entre pilas de volúmenes recién vueltos a la luz del día, tras dos años de tinieblas, para así compartir en parte no ya la melancolía sino la tensión que los libros despiertan en el alma de un verdadero coleccionista. Pues es un coleccionista quien les habla, y a fin de cuentas no habla más que de sí mismo.”
Basta leer las cartas que le envía a su amiga Gretel Adorno en la que le pide permanentemente que le envíe sus libros al exilio. El coleccionista no admite la pérdida de sus invalorables posesiones. Pero hay otras relaciones posibles con los libros. El novelista francés Georges Perec estableció que el número adecuado de ejemplares en una biblioteca es de 365. Uno por cada día del año. Y para hacer entrar un nuevo ejemplar, había que desprenderse de otro. Dura disciplina, aunque sea formulada con humor. El argentino Chamico (seudónimo de Conrado Nalé Roxlo) proponía en la ficción lo mismo que el matrimonio entre los pioneros del psicoanálisis argentino Enrique Pichon Rivière y Aminda Aberastury actuaban en la realidad: arrancar las hojas del libro a medida que se lo iba leyendo, como una forma de ir dejando definitivamente atrás las páginas recorridos. El buen libro, dirían ellos, siempre tiene algo de efímero.
Pero esa familiaridad con ese objeto al que Umberto Eco calificaba de artefacto perfecto, el libro, hoy está enfrentada a nuevas reglas, pues hay un nuevo espacio de lectura: la pantalla, donde todo transcurre en la dinámica del link y del hipertexto. La pantalla es un lugar del que no se sale, el libro tiene más que ver con lo trashumante.
La otra modificación tiene que ver con una fantasía que tiene raíces muy antiguas y que es la posibilidad de poseer todos los textos. Eso quisieron ser la Biblioteca de Babel y la de Alejandría. Hoy pareciera que todo está allí, disponible a un doble clic de distancia. Leer se ha vuelto realidad y utopía al mismo tiempo, pero se las sigue arreglando para ser placentero y un vicio que nadie que lo haya adquirido puede abandonar, sea en el formato que sea, como aquel personaje del relato de Borges que caminaba hacia la horca leyendo un libro.
Tener un presidente sin libros (algo que compartimos con los yanquis) es una forma más desesperanzada del camino al cadalso. Exhiben ese rechazo con orgullo, los hombres prácticos no pierden su valioso tiempo con palabras puestas sobre un papel. Pero saben que hay muchas formas de no leer, la de los poderosos que no lo precisan –no casualmente son personas que han hecho de la riqueza (personal pero también como valor que divide a la gente entre ricos y pobres) un verdadero Aleph. Desde ese lugar ven, miran, pero no leen. Pero creen que no leer es para ellos no tener las manos atadas y para otros no poder desatarse.