Hijo menor de una familia diezmada por la última dictadura, Gustavo Molfino utiliza su oficio, la fotografía, para mostrar los rostros de los represores. La exposición se presentó en la Cámara de Diputados de la Nación y se transformará en una muestra itinerante que recorrerá casi todo el país. Socompa presenta aquí un video que reúne esas fotos, que son imprescindibles para mantener viva la memoria.
Carlos Vilanova (a) El Gordo, represor y jefe de interrogadores del Centro clandestino de detención de Campo de Mayo, mira a la cámara desde la caja de la camioneta de la Policía de Seguridad Aeroportuaria que lo traslada al tribunal; el rostro de Roberto Fusco (a) Pajarito – el mismo apodo que su jefe, Carlos Suárez Mason – revela sorpresa en la toma que lo captura esposado, bajando de un patrullero minutos después de ser detenido; monseñor Emilio Graselli baja la mirada hacia la pantalla de su teléfono celular mientras su abogado intenta impedir que lo fotografíen cuando camina hacia el juzgado; el ex coronel Rqaúl Guillermo Pascual Muñoz saca la lengua con un desparpajo que es desafío cuando nota que el fotógrafo lo tiene en foco; el represor Jorge Gerónimo Capitán, de pantalones cortos y zapatillas deportivas, camina despreocupado por la calle sin notar que una foto probará que está violando la prisión domiciliaria; el genocida Omar Graffigna camina cabizbajo rodeado de agente penitenciarios por un pasillo del tribunal. La cámara y el hombre que la dispara son implacables: no fallan cuando se trata de capturar un rostro, de cristalizar los gestos que revelan la catadura de los genocidas.
Gustavo Molfino, el fotógrafo, tiene 55 años y es el menor de los hijos de una familia diezmada por la dictadura. Su madre, Noemí Esther Gianetti de Molfino, fue secuestrada el 14 de junio de 1980 en Lima, Perú, por un grupo de tareas argentino y trasladada clandestinamente – previo paso por Buenos Aires – a Madrid, donde apareció muerta el 21 de julio de 1980. Su historia es emblemática de los alcances del Plan Cóndor, que coordinó la represión ilegal de las dictaduras latinoamericanas. El hermano mayor de Gustavo, Miguel Ángel, periodista y escritor, militaba en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) cuando fue secuestrado en Buenos Aires el 23 de mayo de 1979 y trasladado a un centro clandestino de detención. Luego de ser torturado, fue sometido a un consejo de guerra la dictadura y pasó por distintas cárceles del país hasta que fue liberado en diciembre de 1983. Su hermana Alejandra, estudiante de la Universidad Nacional del Nordeste y gremialista docente, fue detenida en mayo de 1976 y estuvo presa en la cárcel de Devoto durante más de un año, hasta que obtuvo la opción de salir del país y se exilió en Francia. Otra de sus hermanas, Marcela Esther Molfino, militante de Montoneros, fue secuestrada por la dictadura en octubre de 1979 y permanece desaparecida, igual que su marido, el dirigente montonero Guillermo Amarilla. Sus hermanos Liliana y José sufrieron el exilio interno hasta el retorno de la democracia, viviendo en la semiclandestinidad en Resistencia, Chaco. Gustavo era un estudiante secundario con militancia en el Movimiento Peronista Montonero cuando debió exiliarse, primero en España y luego en Perú, con su madre. Luego del secuestro y asesinato de Noemí viajó a Nicaragua, donde participó de la Revolución Sandinista. Volvió a la Argentina en 1984 y es querellante en varias causas por los crímenes de lesa humanidad sufridos por su familia.
Más de 35 años después, Gustavo Molfino no olvida la última conversación telefónica que tuvo con su madre, cuando ella ya se sabía perdida. “Salvate vos, hijo, que tenés toda la vida por delante”, le dijo Noemí. “Esas palabras me llevaron a nunca dejar de reclamar justicia, e incluso a hacer mi labor fotográfica en búsqueda de los rostros del horror, los rostros de los genocidas”, dice ahora Gustavo Molfino. Esas fotos, tomadas durante años de asistencia a los juicios o en ocasiones en que una información oportuna lo puso sobre aviso del traslado o la captura de un represor fueron conformando la colección que reunió para la muestra “El ojo de la memoria”, que ya se exhibió en la Cámara de Diputados de la Nación – donde Molfino trabaja como fotógrafo oficial de la presidencia del cuerpo – y en la Universidad de General Sarmiento. En los próximos meses se convertirá en una muestra itinerante que recorrerá distintas ciudades de la Argentina.
Molfino dice que la fotografía lo apasiona desde que tenía poco más de diez años y tuvo en sus manos la cámara Kodak fiesta de su familia. Desde entonces no ha dejado de practicarla, aunque con alguna restricción casi inconsciente. “Me sigue costando sacar fotos en reuniones familiares o de amigos. Es un reflejo que tengo de los tiempos en que vivíamos en la clandestinidad y una foto en manos de los militares podía ser la posibilidad cierta de la muerte de la persona que aparecía en ella”, cuenta. Prefiere sacar fotos de la naturaleza y muy especialmente de aves en vuelo, pero los rostros de los genocidas son su obsesión. “Con el tiempo estos rostros se van a ir perdiendo y yo quiero evitarlo. Hay que ponerles caras a esos hombres que fueron dueños de la vida de tantos compañeros. Porque esto es historia y es memoria”, dice.