De pie, a un costado del escenario, el director dice “acción” y la cámara empieza a rodar la fiesta de bodas del enano Hans y la equilibrista Cleopatra. Desde una de las cabeceras de la mesa, el enano Angeleno anuncia: “¡La aceptamos!”; la cámara lo abandona y gira hacia Joseph-Josephine, el hombre-mujer, que corrobora entusiasta: “¡La aceptamos, la haremos una de los nuestros (One of us)!”. Todos cantan, en un coro que va in crescendo: “¡One of us!“, hace punta otro de los enanos; “¡One of us!“, corean la mujer barbuda y la mujer sin brazos. “¡One of us!“, machacan juntos los microcéfalos, el hombre esqueleto, las siamesas, el resto de los enanos y otra decena de freaks mientras golpean rítmicamente la mesa con los puños o los cubiertos. Desde la otra cabecera, Cleopatra, flanqueada por Hans y el gigante Hércules, los mira. Al principio se la ve perpleja; después, horrorizada. Se levanta y retrocede un paso. Ahora Angeleno salta sobre la mesa y derrama una botella de champagne dentro de una ensaladera de la que hace beber, uno por uno, a todos los freaks. Finalmente se la ofrece también a Cleopatra, para que beba con ellos. La novia estalla: “¡Ustedes, sucios, asquerosos, monstruos, fenómenos, váyanse! – les grita – ¡¿Quieren hacerme una de ustedes?! ¡Fuera de aquí!”. Los freaks se levantan espantados, retroceden y salen de escena para dejarla sola con Hans y con Hércules, los tres vértices del triángulo fatal. “¡Corten!”, dice el director y sonríe satisfecho.

Corre 1932 y Tod Browning está filmando la película con la que soñó toda su vida. Viene de dirigir Drácula, a disgusto, protagonizada por Bela Lugosi, un actor que le desagrada aún más. Hubiera querido hacerla con Lon Chaney, su socio favorito de la etapa del cine mudo, pero Chaney tuvo el mal gusto de morirse justo un año antes de que los estudios Universal lo contrataran para dirigir la historia del vampiro de Transilvania. Ahora Browning les ha arrancado el presupuesto para hacer Freaks y ésa es su revancha.

Se las vendió como una película de terror, pero está haciendo otra cosa, sin salirse del género. Basada en Spurs, un relato corto de Tod Robbins, Freaks es una historia de amor, traición y venganza en un circo. La trama es sencilla: Hans (Harry Earles), el enano, está perdidamente enamorado de la bella equilibrista Cleopatra (Olga Baclanova), que lo desprecia mientras mantiene una relación secreta con el musculoso Hércules (Henry Victor). A su vez, la enana Frieda (Daisy Earles, hermana de Harry en la vida real), ama también en secreto y desinteresadamente a Hans. Enterada de que el enano va a recibir una cuantiosa herencia en Alemania, Cleopatra decide seducirlo para casarse con él y luego – en complicidad con Hércules – matarlo para quedarse con todo el dinero. El plan funciona a la perfección hasta la fiesta de bodas (Browning remarca la importancia de la escena con un cartel que la anuncia, quizás reminiscencia de los recursos del cine mudo), durante la cual Cleopatra intenta envenenar a Hans sirviéndole champagne de una botella en la que ha derramado una sustancia que, supone, será letal.  Pero entonces los freaks le cantan que ahora es una de ellos (¡One of us!, le taladran los oídos) y Cleopatra no puede resistirlo: su horror y su desprecio por los fenómenos del circo, incluido su flamante marido, quedan en evidencia. También el plan criminal, porque poco después Hans agoniza en la cama de su carromato. Solidarios con el enano engañado y resentidos por el desprecio de Cleopatra, los fenómenos deciden hacer justicia con sus propias manos. En una emboscada tan lenta como pavorosa, la rodean y se escucha un grito desgarrador. Después se verá que los freaks han cumplido con su palabra: han transformado a la bella equilibrista en una de ellos, literalmente. One of us.

El final se precipita: Cleopatra, mutilada, convertida en una suerte de gallina con cabeza humana (el único efecto especial de la película) será objeto de siniestra exhibición. Hans se recuperará y viajará a Alemania, donde recibirá la herencia y vivirá en un palacio. Allí lo seguirá Frieda poco después, para que la pareja (de parejos enanos) pueda encontrar el verdadero amor.

Pero detrás de la trama está la otra historia, la que Tod Browning quiere realmente contar. La condición humana de los freaks, de los fenómenos de circo. Y los muestra en sus actitudes y acciones cotidianas, en sus afectos y sus frustraciones, en la extraña normalidad de sus vidas (basta ver con qué naturalidad el hombre gusano, que carece de pies y manos, enciende un cigarro y lo enciende de verdad). No hay trucos en Freaks, sus actores no actúan de fenómenos sino que lo son. Todos y cada uno – la/el hermafrodita, la mujer barbuda, los microcéfalos, el hombre esqueleto, los diversos tipos de enanos, las siamesas, la mujer sin brazos y siguen las firmas – son verdaderos freaks. Sin maquillaje alguno.

Es que Tod Browning se siente (casi es) parte de esa comunidad. No la mira – ni la muestra – desde afuera sino desde bien adentro. De un adentro que se le hizo carne a los 13 años, cuando se incorporó a la troupe de un circo en su Louisville natal para recorrer los Estados Unidos. Todavía tiene pesadillas con su primer número, el de cadáver viviente, cuando lo enterraban – después de que un supuesto médico certificaba su muerte – en un ataúd que tenía, oculto, un precario sistema que le permitía respirar. Ahí pasaba 24 horas, comiendo apenas unas bolitas de leche en polvo, hasta que lo desenterraban y lo “resucitaban” mediante poderes mágicos. Años después, cuando ya era un director de cine consagrado, contaría: “La primera vez fue la peor. Cuando sentí  la arena golpeando contra el ataúd empecé a sentir pánico. Pero horas después me invadió una profunda calma, como si realmente hubiera muerto”.

Por eso, ahora que filma la escena culminante de Freaks en uno de los estudios de la Universal, Tod Browning siente que está dirigiendo, por primera vez, su propia película. No sabe, todavía, que los jerarcas de la compañía lo obligarán a cortar una decena de escenas protagonizadas por sus amigos, los fenómenos, para no herir la sensibilidad del público. No sabe que su película original de una hora y media quedará reducida a apenas 64 minutos. Tampoco sabe que será un estrepitoso fracaso comercial que prácticamente acabará con su carrera pero que, con el correr del tiempo, se convertirá en una obra de culto.

Ignora también que muchos años después Bernardo Bertolucci utilizará su escena cumbre para anclar el sentido de otra gran película llamada Soñadores (2003), donde tres pendejos – bastante creciditos ellos, pero sin poder superar esa condición – creen hacer su propia revolución mientras la historia les pasa por encima en el Paris ardiente de mayo de 1968. (Hay una escena sublime, donde los tres personajes – dos chicos y una chica – corren gritando “¡One of us!” por los pasillos del Louvre, esquivando a los guardias de seguridad del museo, mientras la represión policial cobra muertes en las calles de Paris… y, acto seguido, Bertolucci inserta un cachito de la fiesta de bodas con los freaks cantando precisamente eso). La falta de imaginación al poder.  O la estúpida pero (auto)gratificante impostura  del como si.

Tod Browning no sabe nada de todo esto mientras filma su película. Ni siquiera intuye que será objeto de incontables homenajes, lecturas e interpretaciones. Hombre de Hollywood al fin, su rebelión de los fenómenos de circo no tiene nada de revolución, ni siquiera de redención. Es la historia de una venganza que no brinda a sus verdaderos protagonistas otra ganancia que la de reducir al enemigo a su propia condición. La de transformarlo, a él también, en un freak, en uno de ellos. One of us.

Por eso, y sólo por eso, Freaks es una película de terror.

Nada de esto le importa al director mientras sigue la escena detrás de las cámaras. Es pura concentración. Una concentración que le es un poco esquiva a quien ahora escribe – a las apuradas, en la redacción – las últimas líneas de esta nota y, tal vez por haber visto muchas veces la película (que, vale insistir, no deja de ser una de terror), cree escuchar a su alrededor un cántico machacante que lo obliga a levantar, inquieto, la mirada:

¡One of us! ¡One of us! ¡One of us!

The end.