Fue un hombre de intereses ilimitados; el dibujo, la poesía, la música –sobre todo el jazz- la docencia y un precioso cultivo de la amistad. Gran conversador, hablaba con la misma exactitud con que retrataba personajes. Aun con ciertos claroscuros de su etapa final, fueron muchas y entrañables las huellas dejadas por Hermenegildo Sábat.

Tuve la suerte de trabajar con él cuando fui editor en el suplemento cultural de Clarín (1990-91) y corresponsal del suplemento cultural de El País de Montevideo (1989-95). El trato sostenido durante esos años dio lugar a una forma inevitablemente asimétrica pero cierta de la amistad.

En el diario, los intercambios estaban acotados por el nerviosismo y la urgencia de una redacción, pero mis visitas cada dos semanas a su taller en el barrio de San Telmo, para retirar los originales de sus dibujos que debía mandar a Montevideo, fueron permitiendo encuentros más amables y menos casuales.

Yo aprovechaba para admirar su trabajo mientras sus alumnos se iban yendo. Y después, ya a solas con él, para cambiar opiniones sobre jazz, tango y música clásica. De entrada, él siempre tenía un aire de andar masticando limones, una expresión que su innegociable guardapolvo gris o azul acentuaba lúgubremente. Con el transcurrir de los minutos, ese rictus iba dando paso a una franca afabilidad mientras me mostraba nuevos hallazgos de su colección de titulares ridículos que cazaba en diarios rioplatenses. Y quedaba definitivamente en el olvido cuando estallaba en carcajadas al contarme alguna de las infinitas anécdotas sobre músicos y otros artistas que recopilaba con fruición. “Eddie Condon”, me contaba, por ejemplo, “fue un guitarrista notable y un alcohólico no menos notorio. Cada tanto, tenía que internarse para una desintoxicación. Una de esas veces, cuando su mujer fue a verlo al sanatorio, le mostró un papel en el que había hecho una lista de músicos arruinados por la bebida y otras adicciones. Tras repasarla minuciosamente, el único comentario de Condon fue: ‘Nos está faltando un baterista’”.

Otro de sus tópicos predilectos era evocar sus tiempos en el mítico semanario uruguayo Marcha, la relación entablada allí con Juan Carlos Onetti, por entonces secretario de redacción de la revista, con su director, Carlos Quijano, y con quien había propiciado involuntariamente nuestra amistad, el crítico de cine Homero Alsina Thevenet, que dirigía el suplemento cultural de El País para el cual yo le encargaba habitualmente sus incomparables retratos. Dibujaba con sus relatos con la misma precisión indeleble de su lápiz.

No era extraño que, al irme, me regalara un cassette o un cd que según él tenía repetido, una postal con una foto de Borges tomada por Diane Arbus, o la copia de alguna de sus propias, magníficas fotografías de músicos que finalmente reunió en otro de sus libros memorables: Imágenes latentes (2001).

 

Cené varias veces en su casa, donde solía recibir con generosidad, acompañado de su esposa, Blanca. Era frecuente, en esas ocasiones, encontrarse con músicos en vivo –desde una small jazz band hasta un cuarteto de cuerdas– que él había convocado para amenizar la velada. Tuve el honor de asistir a su 70° cumpleaños, en el que se dio el gusto de tocar el clarinete junto a algunos de los músicos de jazz argentinos que más admiraba en un restaurante de la Costanera hoy extinto. Para la ocasión, nos había hecho llegar una invitación con una inverosímil foto de su juventud y la leyenda: “A los postres, el septuagenario saludará a los presentes”.

También me hizo orgulloso destinatario de uno de los pocos ejemplares de la edición reducida de un libro de poemas de su propia cosecha: Poemastros, luminosa colección de versos libres coronada por amables sonetos. Según me contó al regalármelo, el libro fue producto de sus lecturas juveniles y de la influencia conjunta de su padre, profesor de literatura, y de su tío abuelo, Carlos Sábat Ercasty, poeta de cierto renombre que fue referencia ineludible del joven Pablo Neruda, como este mismo admite en sus memorias, en la que le dedica un par de páginas. En el libro, que ahora tengo en mis manos, aparecen sus preocupaciones habituales: la música, la pintura, el periodismo, la política, la literatura y los amigos. Releo con nostalgia su dedicatoria generosa y me encuentro con poemas como este:

 

MURIÓ PERO NO

Combato la evidencia:

que Orlando Goñi murió

y no habrá más noches

junto al gordo Pichuco

Hugo Astor David y Kicho Díaz

lo que no es cierto

e indiscutible

porque los discos están vivos

y nunca se equivocan

sean o no escuchados

pero no es lo mismo

son ilusiones auditivas

que renuevan suplicar:

 

Se solicita el paradero

del pianista Orlando Goñi

señas particulares

más triste que Pichuco.

 

Hablar de música y de músicos le iluminaba el rostro como ninguna otra cosa. No obstante, en una entrevista que le hice hace unos 15 años para La Nación, cuando le pregunté a qué se dedicaría si tuviera que elegir una sola de las varias actividades que cultivaba con invariable talento, me respondió: “Creo que a mí lo que me genera más curiosidad para resolver problemas es pintar. Muy probablemente, tenga la suerte de vivir muchos años y, a esta altura, sé que hay algunas cosas que son inexorables. Por ejemplo, que los cuadros esperan. Vos tenés la tela ahí y se establece un diálogo, una batalla, una lidia de toros. Hay un cuadro que está esperando. Ya no uso la espátula para rascar, ni romper la tela, ni nada por el estilo. Me he sosegado en ese sentido, pero no en la expresión, que entiendo que sigue siendo bastante dura, digamos”.

Esa misma dureza, en los últimos años, la volcó a sus opiniones políticas sobre el kirchnerismo, desestabilizadoras e incluso antidemocráticas, y no pude evitar alejarme de él, sin remedio y con profundo dolor, un dolor que se acrecentó cuando apareció su cuestionable retrato de Santiago Maldonado.

Lo vi por última vez hace unos tres años, en la inauguración de la muestra de un amigo común. Tenía un aspecto tan envejecido, frágil e indefenso que no me atreví a decirle nada sobre esas cuestiones. Me saludó con el afecto de siempre y yo intuí que no volvería a verlo.

Hoy me arrepiento de no haberme animado a decirle lo mucho que lamenté la ferocidad de su antikirchnerismo. Pero, por sobre todo, lamento no haberle dado ese abrazo muy grande que uno le debe a un amigo –que, además, fue un artista notable– cuando sospecha que será el último.

Que en paz descanses, querido Menchi Sábat.