El arte de la autora de Sensatez y sentimientos sigue haciendo interesar a sus lectores por las peripecias de personajes inventados hace más de dos siglos. Vista como una especie de antecedente de Henry James y de  James Joyce, rescatada cada tanto por el cine, Jane Austen puso en marcha una máquina de narrar de engañosa simpleza que la convirtió en una escritora tan entrañable como imprescindible.

La parte narrativa de sus novelas se compone de aquellos incidentes de tipo corriente que pudiera haber observado la mayor parte de la gente y sus personajes se conducen de acuerdo con motivos y principios que los lec­tores pueden reconocer como los mismos que los rigen a ellos y a la mayor parte de sus amistades”. Así escribía sir Walter Scott en 1815 en su reseña de Emma, la última de las novelas de Jane Austen que se publicara en vida de la autora. La observación es acertada y aparentemente poco alentadora. Sin embargo, quien se atreva a la magnífica aventura de recorrer las páginas de los escritos de esta in­glesa de provincia nacida en Steventon en 1775 y muerta el 18 de julio de 1817 en Winchester, puede llegar a descu­brir, en medio del deleite y el apresuramiento por devorar sus páginas, algunos de los secretos básicos que hacen a una buena narración.

En su obra más famosa, Orgullo y prejuicio, publica­da en 1813, pero anterior en su escritura a Sensatez y sentimientos, quedan en evidencia los recursos de una es­critora destinada en poco tiempo a convenirse en un clá­sico de la literatura universal. El argumento suele soste­nerse en la mirada y sensaciones de un personaje -siempre femenino- que es quien organiza, a pesar de tratarse de relatos en tercera persona, el universo narrativo. Sabe­mos lo que va sabiendo ella al mismo tiempo que sufrimos con sus pasiones y disfrutamos con sus alegrías. Por otro lado, se trata en general de un personaje dotado de dis­cernimiento, buen humor y un sentido agudo de las exi­gencias de la vida social. Pero al hacer que la lectura que­de guiada por una perspectiva como esa -juiciosa, diverti­da pero ansiosa por lo que los hechos significarán para su vida-, Jane Austen incorpora al lector a la discusión de los acontecimientos que se narran; se duda de su veracidad y se alien­ta o se teme su desenlace.

Lo que hace que las novelas de Jane Austen se sigan leyendo con sumo placer después de tanto tiempo tiene que ver con una mecánica semejante a la circulación de los chismes. Esto permite suponer que su forma de narrar debe mucho a un lugar de la mujer de su época, cuyo pa­pel es el de mantener el interés por la información y tener a su cargo su circulación en un modo doméstico que re­quiere de una habilidad narrativa que ha sido bastante e  injustamente desvalorizada desde una perspectiva masculina.

Todo es una versión

En las escenas familiares en las que transcurren sus novelas, todo queda sujeto a más de una versión. Así, en Orgullo y prejuicio el joven caballero Darcy es considera­do de una manera por parte de los personajes y de otra por los demás. El gran talento de Jane Austen está en la manera en que da y retacea al mismo tiempo la informa­ción para que durante gran parte de la novela las dos versiones sobre Darcy puedan ser verosímiles, lo que hace fac­tible una variedad de desenlaces que mantienen en vilo al lector. Lo de Jane Austen es quizá la forma más refinada de la novela sentimental, teñida de un realismo sin fisu­ras, seguramente aprendido en algunos de sus contemporáneos, como Henry Fielding o en el Doctor Samuel Johnson, cuya preceptiva parece haber dado el tono distante y severo de su prosa no exenta de una feroz ironía.

Algo similar ocurre con Sensatez y sentimientos, la primera novela publicada por Jane Austen y que apareció en 1811 luego de varios rechazos editoriales y que tuvo una primera ver­sión con un título que hacía relación a sus dos protagonis­tas: Elinor y Marianne. Tampoco fue publicada con el ver­dadero nombre de su autora aunque alcanzó en su mo­mento un significativo éxito si se considera que Orgullo y prejuicio fue presentado como “un nuevo libro de la autora de Sensatez y sentimientos “. Es Elinor, la hermana mayor de los Dashwood, quien sostiene sobre sí toda la trama, son sus ojos los que nos hacen ver y su espíritu el que nos hace presentir el destino de dos jóvenes damas de clase media provinciana que entran en contacto con las burguesías rurales acomodadas de principio del siglo XIX en Inglaterra, un entramado social recurrente en el mapa narrativo de Jane Austen y que tiene matices autobiográficos.

Es decir, la autora no se propone narrar más allá de lo que conoce. Todo es doméstico en Jane Austen, no hay si­quiera el presentimiento de una realidad que ocurra más allá del pequeño espacio de los amores desencontrados  y de la rutinaria vida social en las provincias. No hay si­quiera rastros difusos de los acontecimientos que conmo­vían a Europa en los años de su formación literaria: la Re­volución Francesa o las guerras napoleónicas, salvo que se considere la presencia de militares en sus novelas como una lejana señal de todo aquello. Pero las indagaciones de Jane Austen, aunque aparentemente más estrechas, apuntan sin em­bargo a la construcción de personajes arquetípicos y que defiendan, a través de sus actos y sus palabras, determi­nadas posiciones ante la vida. En ese sentido, los títulos de sus obras, cuando no aluden a una heroína, son bastante transparentes. Mientras que el orgullo y el prejuicio son barreras -de ambos lados del reducido espectro social con el que trabaja-, para el amor y la comprensión, la sensa­tez es una manera adecuada de combatir los excesos sen­timentales, lo que también puede ser leído como una ba­talla estética de una escritora que siempre abominó de las exigencias sociales de la vida literaria y que se limitó una palabra que parece poco adecuada ante la vitalidad de su obra- a escribir novelas perdurables.

En efecto, las creencias  y actitudes del personaje de Marianne en Sensatez y sentimientos remiten a un tipo de heroína que empezaba a ganar espacio en el folletín romántico de la mano de escritoras como Anne Radclife y que hará eclosión más tarde en las novelas de las herma­nas Brönte. Frente a ella, pero en una posición en la que se combinan al mismo tiempo la piedad, la censura y la comprensión, se coloca el personaje de Elinor, su herma­na, que articula la pasión individual con el entorno so­cial. Marianne es el arrebato, Elinor el principio de cierta sabiduría provinciana que hace del equilibrio entre el pu­dor femenino, el amor y la buena educación el leit-motiv de su vida. Esta tensión, que puede parecer a simple vista poco atractiva, involucra posiciones básicas que hacen que la narrativa de Jane Austen haya vencido las limitaciones del tiempo. Al no salir de su entorno, trabajándolo en intensidad y no en extensión -es notable la ausencia casi total de digresiones en sus relatos-, Jane Austen logra configurar una trama donde los personajes se convierten en modelos de determinadas actitudes en un espacio aco­tado del que obtiene toda su riqueza.

Curiosidades bastante malsanas

A esto habría que agregar una idea del sentido de la literatura como forma de saciar una curiosidad malsana, que es la de entrometerse en la vida de los demás, aunque se trate de personas de papel. Las acotaciones de la autora, las formas de su intromisión en el relato -que no son anticipaciones de lo que ha de pasar a la manera del folletín a la francesa- dejando caer aquí y allá comen­tarios sobre sus personajes y sobre las formas de la vida so­cial, apuntan a este sentimiento de curiosidad al que Jane Austen agrega ciertas dosis de ironía de una agudeza y mordacidad inaudita. El poeta inglés W. H. Auden decía que Joyce era apenas un aprendiz en cuanto a malevolen­cia si se lo comparaba con Jane Austen.

Es que ese realismo con que trabaja el ideal romántico y lo socava de costado, haciendo que el lector simpatice de entrada con Marianne y destruyendo esa simpatía inicial a favor de Elinor a medida que avanza el libro, es de una cruel­dad y a la vez de un buen humor que llena de luminosi­dad las páginas de una historia que de otra manera se pa­recería a tantas otras. La literatura de Jane Austen es un triunfo del estilo, después de renunciar a él. Su prosa es llana, poco devota del despliegue de adjetivos, directa y, sin embargo, la construcción de sus relatos es particular­mente trabajada. Si se quiere, es el triunfo absoluto del plan narrativo que a su vez abre el espacio para que esa historia se convierta en real mientras se la lee, obligando al lector a una participación que tiene que ver con lo que se decía más arriba, con el chisme que es, en definitiva, una discusión por momentos malevolente y por otros pia­dosa de la vida ajena.

No cabe duda de que un escritor como Henry James debe mucho a esta forma de narrar los hechos que utiliza­ba Jane Austen y que es elegir un modo de circulación ate­nuado y esquivo de la información, que no otorga al au­tor ninguna sabiduría especial por sobre los personajes y que se da la libertad de dejar entrever su ácida visión del mundo.

Es que esta inglesa que murió a los cuarenta y dos años, de cuya vida se sabe apenas que vivió soltera, que tal vez haya tenido un desengaño amoroso y que fue reco­nocida en su época como una escritora predilecta, des­confiaba de la sencillez sin dejar de practicarla y su lega­do de seis novelas (además de las nombradas habría que agregar Mansfield Park, Persuasión y La abadía de Nort­hanger)  es una muestra imborrable de este precepto litera­rio. Esos seres comunes de los que hablaba sir Walter Scott en su reseña de Emma cruzaron la frontera y se convirtie­ron en personajes que aún hoy convocan la participación de los lectores y los aferran a sus libros.