“Cualquiera puede aprender unos pasos de baile, pero no todo el mundo puede bailar de verdad…”

El alemán Robert Koch es recordado sólo asociado a su peor enemigo, el bacilo que lleva su apellido y que es el causante de la tuberculosis. Hay otros seres que cargaron con su apellido y que se asociaron también a alguna enfermedad. Es el caso del holandés Hermann Koch que optó, entre tantos destinos posibles, por la literatura, esa patología. Y como buen neurótico saca partido de lo que le pasa, lo usa, escribe con eso y le va fenómeno. En una de sus novelas, Estimado señor M. -publicada en 2014-, un vecino de un famoso escritor le escribe una carta imaginaria, burlándose de su celebridad, de su aspecto físico y hasta de lo que aventura como su muerte cercana. En medio de ese impiadoso retrato, lanza algo bastante definitivo: “Cualquiera puede aprender unos pasos de baile, pero no todo el mundo puede bailar de verdad”. De esta manera, el vecino insidioso habla de la mala relación de M. con su cuerpo. Su manera de caminar el mundo es con pasos aprendidos, pasos que siempre lo dejarán bien lejos de la verdadera vida.

El baile del que se habla no es el de los profesionales sino el de aquellos que lo intentan. Imposible no remitirse a Tinelli y su show. Allí nadie baila, todos muestran pasos aprendidos con mayor o menor suerte, y son los mejores alumnos los que obtienen los puntajes más altos. Sin embargo, es la escena televisiva argentina con mayor rating, y desde hace muchísimo tiempo. Y no sólo porque la pedagogía de los poderosos jurados aplicada a los postulantes más o menos indefensos es uno de los espectáculos favoritos del estilo televisivo nacional. Baste pensar en Minguito, hoy resucitado para que siga recibiendo lecciones de buen hablar de gente que sólo tiene el mérito de detentar una situación económica muy superior a la suya. Sin embargo, hay algo más allá de la humillación, de la exhibición de poder, de la dinámica del premio y el castigo.

Allí se baila por una buena causa, no hay malos, sólo gente más o menos torpe. La estrella es siempre la que peor baila, el acompañante –cuyo nombre no suele trascender- es el que la tiene clara. Pero todas las luces van para otro lado. Es inevitable, en el mundo del espectáculo el baile tiene que ver con el poder y es esa la historia la que cuenta Showmatch, porque sin dudas es su tema favorito, para burlarse de él pero sobre todo para ejercerlo.

Muy lejos de los espacios más o menos íntimos donde saber bailar no es imprescindible y donde nuestro vilipendiado escritor podría llegar a pasarla bien. Allí, en esas fiestas de amigos y amantes de lo que se trata es de divertirse y no de mostrar lo que se sabe. Hay otros lugares para eso, como por ejemplo la milonga. Allí sólo se baila con el que tiene destrezas parecidas a uno. No se trata de juegos de seducción sino de encontrar la pareja que mejor nos acompañe. Una parte de los bailes populares funciona con estas reglas de abstinencia y de exhibición, se demuestra más de lo que se muestra. La pista es un escenario fugaz que generalmente no tiene consecuencias a la salida. La milonga no suele ser un lugar de levante, como sí lo son otros bailes que aspiran llevar a la práctica aquel viejo adagio pseudopsicoanalítico de que es “la expresión vertical del deseo horizontal”.

Pero todos estos bailes, se sepa bailar o no, forman parte de una escena dispuesta y pensada para que la gente se mueva más o menos acompasadamente al ritmo de la música.

Sin embargo, hay bailes que ocurren donde no se espera que aparezcan. A veces pueden ser conmovedores, como cuando Sting hizo subir a varias Madres de Plaza de Mayo al escenario montado en la cancha de River para que bailen. Esas mujeres lograron bailar, sin mucha destreza pero con una enorme sabiduría, la tristeza, la lucha, la soledad y la esperanza. Imposible borrarse es imagen única.

Pero hay otros que bailan solos. Cristina, Macri, hasta Michetti en su silla de ruedas. No se espera que bailen bien aunque el actual presidente haya presumido de que en su encuentro con Peña Nieto el mexicano le pidió consejos de cómo moverse en las pistas. En la escena bailable armada por Cristina se postulaba que ella bailaba la alegría de la gente que la rodeaba. Era la intérprete danzante de quienes la seguían. No alcanzaba con ponerle letra, faltaba la música. En general se trataba de “Avanti morocha”, un tema que Iván Noble no compuso para ella pero pronto pareció que había sido así. El baile peronista requiere de una liturgia, en la que ver bailar se parezca todo lo posible a bailar. Una forma de poder.

El macrismo también exhibe el poder bajo la forma de un baile. Es su gran gesto de celebración como los  movimientos al ritmo de Gilda en los balcones de la Casa Rosada el día de la  asunción de Cambiemos. Y no se convoca a ser acompañado, es un ritual solitario al que sólo el poder tiene acceso. Los que bailan son siempre los mismos. El placer del macrismo, ese que se expresa en forma de danza (pero no sólo así) es saberse dentro de una clase, experimentar esa pertenencia, disfrutar de esa persistencia en creer en sí mismos. Si se quiere, su forma de bailar es la manera elegida para demostrar que el poder, para ser tal, sólo puede ejercerse en una fiesta privada que se ve a través de los ventanales.

Pero en todas estas formas públicas de baile, desde Tinelli a Cristina y luego a Macri, lo que circulan son pasos, meros pasos. Esas formas de contagio de las que abominaba Koch el viejo y que, de la  mano de su homónimo,  delata –en la escritura casi no se puede hacer otra cosa- ese vecino insidioso que persigue,  mal predispuesto, la utopía de lo genuino, que está destinado a vivir sin coach.