Dos medios – uno británico, el otro norteamericano -, casi al unísono, intentaron etiquetarlo como una suerte de “creador tóxico” con argumentos que no apuntan a refutar su talento sino que se sostienen en pequeñas mezquindades. La realidad es una movida de la crítica cultural del establishment que intenta disciplinar el arte.

Dos artículos de este mes, uno en The Guardian y otro en The New York Post, han dibujado en la frente de Quentin Tarantino un punto rojo de láser. No son malas críticas por su última película, ‘Once upon a time in Hollywood’, porque los autores no parecen interesados en escribir sobre lo que existe, sino en convertir a Tarantino en el nuevo hombre tabú. Ejercen por tanto esa otra clase de crítica tan abundante en la prensa anglosajona desde que el #MeToo convirtió Hollywood en un sueño húmedo de Joseph R. McCarthy. Voy a llamar estalinismo cultural a esta disciplina destructiva que consiste en hacer listas de obras y creadores supuestamente peligrosos para la sociedad.

El estalinismo cultural es la deriva sensacionalista en la que ha desembocado parte de la crítica cultural desde que los departamentos de humanidades de las universidades se convirtieron en máquinas de vomitar muchachos altivos, ultrapolitizados y hostiles a cualquier trayectoria con la más mínima traza de genialidad. Los dos artículos, que son su exponente perfecto, no se refieren a las obras de Tarantino sino a pecados imaginarios. Esta forma de analizar obras y trayectorias ha hecho ya muy popular a más de un comisario por aquí, así que cuento los días para que alguno de los replicantes españoles haga el coro.

Los autores pretenden refutar el talento de Tarantino, su filmografía y su carrera bajo la etiqueta de creador tóxico. Para ello subrayan que el director ha trabajado demasiado con Weinstein, que sus personajes femeninos son maltratados en la ficción y que dijo en 2003 que no creía que Polanski hubiera violado a una menor. Exageran acusaciones como la de Uma Thurman, que dijo que Tarantino la sometió a grandes riesgos en sus rodajes, y en este caso los titulares sí lo dicen todo: ‘Ya no hay sitio en Hollywood para la explotación de Tarantino’ (The New York Post) y ‘Fin del romance: por qué hay que cancelar a Tarantino’ (The Guardian).

Reconoceréis al estalinista cultural porque confunde el análisis con dar órdenes al lector, y el problema con un peligro fatal para la sociedad. Cualquier lector razonable se pondría en guardia ante artículos que le digan con tan poca sutileza que hay que “cancelar” a un cineasta, pero en Estados Unidos gobierna Trump y el Reino Unido votó Brexit. Si no se puede tomar el Palacio de Invierno, se destruye lo que se deja destruir y se derriba lo que se deja derribar. De ahí que la izquierda le haya cogido tanto gusto a la purga interna.

Después de ser acusado de “comportamiento sexualmente depredador”, el presidente Trump seguía ahí. Por este motivo que, como señaló el intuitivo Boris Izaguirre en la primera hornada del #MeToo, la mayor parte de los triturados por este progresismo histérico han sido progresistas. Ellos caen, y qué poderoso se siente el mediocre cuando consigue hacer caer a alguien más valioso que él. Tanto como el funcionario que te amarga el trámite un lunes por la mañana: es el poder igualador de la ventanilla aplicado a la cultura de masas.

Esto lleva ya años funcionando así. El lunes difaman la memoria de Albert Einstein y atribuyen sus descubrimientos a su mujer, el martes tumban una película de Scarlett Johansson porque iba a interpretar a un trans, el miércoles piden que se quiten los cuadros de Balthus del MET de Nueva York, y el jueves, después de tirar al cubo de reciclaje los huesos de Louis CK, miran a su alrededor poseídos por la tremenda glotonería de la destrucción: la fuerza que los ha hecho temidos y respetables. Quieren más.

Me dirán que exagero, que solo son dos artículos, pero llevamos suficiente tiempo metidos en esto como para relativizar el poder del gregarismo. La calumnia, decía ‘Falstaff’ de Verdi, es un vientecillo sutil que se va infiltrando lentamente hasta hincharse y envolverlo todo. Esos dos artículos han puesto un estigma y cuando los gregarios lo vean, empezará a multiplicarse. Si consiguen que vejar a Tarantino dé puntos de santidad social, aparecerán nuevos denunciantes en busca de su medalla. La piara necesita que el barro se mantenga húmedo.

No hay que “cancelar” a Tarantino, hay que cancelar el estalinismo cultural. No podemos permitir que el crítico se convierta en un comisario. Con la talentofobia pasa como con la xenofobia: lo grave no es que exista, porque el humano siempre es imperfecto, sino contribuir a que el sistema la normalice. Si nuestro sentimiento de culpa, nuestra cobardía o nuestra desidia entregan más y más poder a estos denunciantes aficionados, el artículo de The Guardian sobre la necesidad de “cancelar” a un director genial se multiplicará.

Y no hace falta que recuerde con cuántos individuos y cuántas obras están consiguiendo llevar a cabo su purga estos censores virtuosos.

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