Estas fiestas que se han terminado marcan que no hay celebración sin una copa en la mano. Pero no tenemos la misma relación con el champagne, con el vino o con el whisky. Tal vez en el fondo seamos aquello que tomamos, o lo que tomamos nos ayuda a ser.
Cuenta Philip Roth en La humillación, un libro tan cruel como permite suponer su título, la historia, según él real, de un actor que solía beberse sus buenos tragos antes de subirse a escena. Cuando se lo apercibió y se le pidió que no siguiera tomando, su respuesta fue la siguiente: “Están locos, no pienso estar solo allí arriba”.
La bebida está intrínsecamente relacionada con la soledad. El tomar sin compañía es uno de los requisitos que define a un alcohólico. Aún quien no tiene con quien brindar, si decide hacerlo, se para ante el espejo para cumplir con el rito. Como para incorporar a su propia imagen a la celebración. Se separa de sí mismo para que sea posible. El ruido constante de las copas demuestra, en estos días de espumantes varios, que nadie está solo, o al menos así parece.
La palabra alcohol parece conservar cierto poder de asociación destructivo. Conozco el extraño casa de una dama, hasta hace un tiempo propietaria de un bar, quien, enseguida de venderlo dejó de tomar y cerró una historia importante. Como si al quedarse sin bebidas que vender, el precio a pagar fuera la prescindencia, de alcohol y de personas.
También el alcohol está contaminado con el virus maligno de la exclusividad. Cuando recetan antibióticos, los médicos dicen que no se los puede mezclar con bebidas que ambos afectan al hígado, uno para destruirlo, el otro en su trayecto curativo. Además de las leyendas maliciosas que asignan un poder letal a la combinación del alcohol con los barbitúricos- la bella Marilyn es el ejemplo icónico en este tema. Eso a pesar de la jarra loca, de origen cordobés, que hace saltar todo tipo de barreras poniendo en acuerdo químico los elementos deshinibidores del vino y del rivotril. Pese a eso no se registran víctimas de sus efectos. Como leyenda urbana menor se puede hablar de la muerte inevitable que acarrearía la sandía regada con vino tinto. Nadie se atreve a comprobar con su propio cuerpo el énfasis rotundo y risueño con que los médicos desestiman la especie.
También ciertas bebidas poseen algunas raras propiedades físicas. Las burbujas del champagne, parecería, llevan con más velocidad el alcohol a las partes del cuerpo en que puede hacer efecto. Lo dice Marlene Dietrich cuando canta, como nadie y con esa dicción tan afectadamente alemana, aquella frase de “You go to my head” que dice: “Te subes a mi cabeza y allí te quedas como encantadoramente detenida. Te encuentro dando vueltas en mi cabeza como burbujas en una copa de champagne”.
En “Tres rosas amarillas”, cuento conmovedor dedicado a su amado Chejov, Raymond Carver imagina el último día del autor ruso en una clínica alemana dedicada al tratamiento de la tuberculosis. Mientras agonizaba en su lecho de muerte, el médico ordena que traigan una botella de champagne. Dice Carver, sin dar mayores ni innecesarias explicaciones: “Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable”. Leyendo (sólo podemos leerlas) las últimas palabras de Chejov: “Hacía tanto tiempo que no bebía champán…”, puede decirse que no murió solo y que lo hizo sin mayores tristezas. La mujer que lo amaba le retiró la copa de la mano muerta.
Sin dudas, beber llena el mundo de animación, a veces melancólica y otras festivas. Las cosas se mueven a nuestro alrededor. Lo ha cantado Tom Waits como sólo un borracho vocacional puede hacerlo: “El piano ha estado tomando, no yo”, dice mientras cuenta que todas las cosas que pueblan el bar tienen voluntad propia, incluso su canción. La movilidad aparece también en el fantasma del delirium tremens, esa fiesta de la alucinación que convoca Horacio Quiroga en uno de sus mejores cuentos, “Los destiladores de naranja”. Eso sí, mientras Waits disfruta de esa perpetua condición de outsider, Quiroga cree en los destinos fatales y es tan moralista como sólo podía serlo su época.
Si el champagne tiene su leyenda festiva y las bebidas blancas están asociadas a la desesperación y a las derrotas intolerables, el vino goza de un aura más compleja, por eso que fue bíblicamente el primero de los alcoholes, recorrido que tiene su consagración en la idea de que el vino consagrado equivale a la sangre de Cristo que nos recorre las venas cada vez que lo bebemos, y nos santifica. Pero, salvo en su vertiente más adulterada, el clericó o la sangría, el vino no está asociado a los climas celebratorios de los finales de año. Las borracheras de vino tienen una prensa dudosa, se las asocia a cierta degradación, mientras que las alimentadas a cerveza pertenecen directamente al terreno de lo escatológico.
Pocas sustancias, sin ser mortales, ponen tan en juego la vida y la muerte como las bebidas alcohólicas, cada una con su estilo, así como hay estilos de beber. Por algo ese brindis habitual entre los judíos, lejaim, por la vida. Como sea, tanto las fiestas como el infaltable alcohol que las riega, para bien y muchas veces para mal, nos alejan del aburrimiento, de la vida repetida, de ser devorados por lo que bulle, insidioso, a nuestro alrededor. Para cerrar, una cita, que debe leerse en sentido contrario, de un hombre que escribió en tiempos aparentemente felices, pese a que se presentía la próxima catástrofe. Esto decía Siegfried Kracauer durante la república de Weimar: “Aunque uno no quiera hacer nada, las cosas se las hacen a uno: el mundo se ocupa de que uno no se encuentre a sí mismo. Y aunque a uno no le interese el mundo, el mundo ya está lo suficientemente interesado como para que uno no pueda encontrar la paz y la tranquilidad que hacen falta para estar completamente aburrido con el mundo y como el mundo, en última instancia, se merece que estemos.” Que una buena bebida nos permita reencontrarnos.
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