Una convocatoria política y un aria de ópera no parecen tener mucho en común. Pero, de pronto, gracias a la magia de un Geloso, la voz de un líder y de un tener se superponen. Es el momento en que un niño empieza a entender de qué va la política.

Aquel verano del 58, Pedrito llegó, como desde hacía dos años, a la hostería del tío Cayetano, a pasar dos semanas. Su madre, la hermana del tío, lo había mandado a la costa por primera vez dos años antes, cuando la epidemia de poliomielitis dejó postrados a cientos de chicos como él. Fue una manera de protegerlo, alejándolo de la ciudad por varias semanas, hasta que pasara el brote. Para Pedrito, fue la primera vez que vio el mar. Se le hizo costumbre y sus padres lo enviaron de vuelta en el 57. Ahora, llegaban los tres a la hostería, aquella semana final de enero.

El tío Cayetano tenía cuatro años más que la madre de Pedrito y gerenciaba la hostería que los abuelos habían heredado de unos primos lejanos. Pocas veces iba a la Capital y en la familia ya lo consideraban un provinciano, pese a haber vivido en Almagro hasta los 30 años, cuando el abuelo lo invitó a hacerse cargo del negocio. Había sido por el 53 y desde entonces llevaba las riendas. Mandaba cartas y regalos por Navidad y alguna vez, por negocios hoteleros, se aparecía de sorpresa en la casa de Berta y Romualdo; la última vez, cuando acababa de nacer Sofía, la prima de Pedrito. Eso había sido dos meses después del viaje iniciático del nene a la costa.

Para entonces, cada vez que Pedrito salía a la calle con su madre, solía ocurrir la típica escena en la que una señora bien vestida lo veía y tiraba el elogio consabido:

– ¡Qué nene más lindo! ¿Cómo te llamás, precioso?

– Respondele a la señora, no seas tímido –lo apuraba Berta.

– Pedro.

– ¡Ay, igual que el presidente!

Había sucedido dos o tres veces, por lo menos desde la época en que fue a la costa por primera vez. Pedrito supo así que el presidente se llamaba como él. Y también supo qué significaba esa palabra.

– ¿Qué es presidente, mamá?

– Es el que manda.

– ¿Qué manda?

– Es la autoridad principal, el que se encarga de que haya escuelas, hospitales…

– Ah…si se rompe la calesita, ¿la manda arreglar?

– Claro, hace cosas así.

Se hizo un silencio y su madre dijo otra cosa que le hizo comprender que no todos los presidentes hacen su trabajo de manera parecida.

– Ahora ya no es tan así, pero sos chiquito para entender.

 

El tío Cayetano le dio a Pedrito la misma habitación que los dos veranos anteriores, pero con una novedad: la iba a compartir con Sofía, que estaba por cumplir dos años. María de los Ángeles, la mujer del tío Cayetano y madre de Sofía, se encargó de acomodar la camita con barrotes y un cajón repleto de juguetes junto a la cama de Pedrito. Sofía era un torbellino que correteaba por todas partes. El tío Cayetano le encomendó a Pedrito que pasaran el tiempo juntos y la cuidara, que fuese por donde quisiera, pero siempre con su primita.

El primer día fueron a la playa con sus padres y Sofía. Había mucho viento y apenas se metieron al mar. Jugaron un rato en la arena, hasta el mediodía, y cuando regresaron a la hostería vieron que llegaba un Ford negro grandote, como los que se veían en las películas. Un señor flaco, de bigote, comenzó a bajar paquetes del auto. Pedrito se acercó a mirar.

– Es el señor del correo, sobrino –lo ilustró el tío Cayetano.

– Acá tiene, don Cayetano –le dijo el hombre del auto, mientras le entregaba dos paquetes color madera que decían “Frágil”.

– Tomá, haceme un favor y dejá esto en el mostrador –le pidió el tío a Pedrito.

Tomó las dos cajas y se las llevó. Sintió que adentró bailoteaba algo. Le entró curiosidad. Cuando las apoyó, el tío ya había entrado detrás suyo. Fue hasta la piecita de al lado y de un mueble sacó un aparato que puso sobre una mesita.

– Trae eso para acá, sobrino –le indicó.

Pedrito llevó los paquetes y se los dio al tío, que los comenzó a abrir. Eran unas cajas de cartón, con unos rollos adentro. Los sacó de un soporte de metal y comenzó a ponerlos en el aparato, que tenía unos moldes para acomodar las puntas de los rollos. Tocó una tecla y se sintió un sonido que salía del aparato. Un murmullo de gente empezó a llenar la habitación. De pronto, se escuchó una voz:

– Muy buenas noches. Radio Municipal saluda a su audiencia desde el Teatro Colón, donde en minutos más escucharemos Il Trovatore, ópera en cuatro actos con música de Giuseppe Verdi y libreto de Salvatore Cammarano. Los intérpretes son, en el papel de Manrico…

– ¿Qué es esto, tío? – preguntó Pedrito, maravillado.

– Esto es como el cine, pero sin imagen – le graficó el tío Cayetano-. Es un grabador de cinta abierta. Tengo un amigo que trabaja en Radio Municipal, la radio que transmite los conciertos del Teatro Colón y me manda cintas con las grabaciones porque sabe que me gusta mucho la música. Esto que envió salió por radio hace como seis meses. No hay mucho para hacer acá, no voy seguido a Buenos Aires y con esto me entretengo. Mirá.

Y le indicó el mueble de donde había sacado el aparato. Había cajas repletas de rollos. Cada caja tenía una etiqueta con el nombre de la ópera, la fecha y los intérpretes. Mientras Pedrito miraba etiquetas con los nombres de Tosca, Rigoletto, La flauta mágica y El caballero de la rosa, ya sonaba la música de Verdi en la habitación.

Estaban en eso cuando sonó el timbre de la conserjería. Un señor grandote esperaba para ser atendido. El tío se acercó. Era un nuevo huésped, recién llegado en auto. Tenía dos valijas y pensaba quedarse hasta el día siguiente. Cuando el tío Cayetano le dio la llave, el otro miró hacia la piecita, donde Manrico y el Conde de Luna se disputaban el amor de Leonora desde un grabador.

– Perdón, ¿eso que tiene ahí es un Geloso?

– Sí, señor.

– ¿Le puedo pedir un favor? –Y antes que el tío le dijera que sí, siguió: -Tengo que ir a buscar un encargo al pueblo mañana temprano, que incluye unas grabaciones de una orquesta típica en la que toca mi hermano. Yo estoy de paso y hasta dentro de unos días no voy a poder escuchar el material. ¿Me lo podrá prestar dos horitas?

– Pero faltaba más, señor. Avíseme cuando tenga las cintas y le acerco el aparato. ¿Sabe cómo funciona?

– Sí, claro. Muy amable de su parte. Yo le digo.

 

El Geloso se convirtió en un objeto de fascinación para Pedrito. El tío le explicó esa tarde cómo se colocaban las cintas, cómo se activaba el mecanismo y la manera de rebobinar los rollos y sacarlos. A Pedrito no le interesaba tanto la música como poner y sacar los rollos: los colocaba, prendía el grabador, y se quedaba mirando los rollos que giraban, no importara lo que sonara.

– ¿Querés llevarle el Geloso al señor, Pedrito? Ya me dijo que tiene las cintas- le dijo el tío al día siguiente por la tarde.- Tomá, llevalo con cuidado.

Le puso el aparato entre los brazos. Pedrito lo llevaba como si fuera un perro grande, casi a upa. El tío le corrió la mano derecha, mientras él sostenía el Geloso, y le pasó para que llevara al hombro una bolsa con varias rollos para que el huésped tuviera la posibilidad de elegir.

– Hay algunas grabaciones que tengo acá. Ya que va a escuchar algo, que pueda tener algo de variedad, ¿no?

Pedrito golpeó la puerta de la habitación. El hombre le abrió. Estaba de musculosa y con un cigarrillo entre los labios. Cuando Pedrito lo vio el día anterior tenía el pelo todo engominado. Ahora estaba con los cabellos revueltos.

– Muchas gracias, pibe –le dijo cuando le mostró el aparato.- Dejame que te ayude…¿y esta bolsa?

Pedrito le contó que era una idea del tío Cayetano darle grabaciones para que escuchara.

– Pero, que tipo generoso tu tío. A ver, pongamos algo.

Tomó al azar uno de los rollos y lo colocó. Encendió el aparato, se sintió ruido de fritura y emergió el sonido de un clarinete, con algunas toses de fondo, al que siguió una voz en italiano.

E lucevan le stelle, ed olezzava la terra. Stridea l’uscio dell’orto e un passo sfiorava la rena.

Tosca – miró la etiqueta-. Qué belleza. Gracias, pibe. Y a tu tío también. Termino de usarlo y les aviso.

Cuando Pedrito bajó, el tío estaba hablando con Rufino, el viejo encargado del almacén de ramos generales, que cada tanto se daba una vuelta con algún pedido. El chico se sentó en una mesa junto a la recepción y se puso a hojear una revista Billiken que se había traído de Buenos Aires.

– Le digo, don Cayetano, es de buena fuente.

– ¿Pero está seguro?

– Como que River sale campeón de vuelta este año. Le pasaron el dato al novio de mi hija, que está en el destacamento de la Unidad Regional. Frondizi acordó con el que le dije.

– Pero no puede ser, Rufino, si acordaron es para que vuelva ese sinvergüenza, y los militares no lo van a permitir. Es más, no creo siquiera que lo dejen presentarse a las elecciones a Frondizi. Si es cierto lo que dice y su yerno lo sabe, ¿cómo no va a estar al tanto Aramburu?

– Créame, es de buena fuente. Acordaron. Si el Gobierno los deja seguir adelante, no sé. Tampoco sé qué le dará Frondizi al otro, pero que hay acuerdo, hay acuerdo. Los seguidores del otro van a votar a la UCRI en masa. Mire, a mí Balbín mucho no me convence, pero habrá que hacer fuerza por él.

– Lo que no entiendo es cómo ese partido que está prohibido va a difundir a los seguidores del sátrapa la orden de votar a Frondizi.

– Ni idea.

 

Cayó la noche y el huésped que había pedido el Geloso se apareció en la recepción con sus valijas. Se iba.

– Ha sido un placer, la pasé muy bien pese a la corta estadía. En la mesa de la habitación está el Geloso con los rollos que me facilitó. Muy amable de su parte, fueron una grata compañía.

– Faltaba más, ¿pudo escuchar el rollo que tenía pendiente? –inquirió el tío Cayetano.

– Sí, señor, una maravilla sonaba. Es bueno el aparato.

El hombre terminó de pagar, saludó y se fue.

Al rato, la familia se sentó a cenar. Había un silencio enorme, se sentía el ruido del mar, en una noche sin viento.

– Vino Rufino, el del almacén, y me contó algo que no me gustó nada – dijo el tío, sentado a la cabecera de la mesa

– ¿Qué pasó? ¿Algo grave? – preguntó con rostro preocupado María de los Ángeles.

– Si no entendí mal, Frondizi va a ganar, y por paliza.

– ¿Cómo es eso? – se sorprendió Romualdo.- No parece mala noticia, Balbín es un carcamán.

– El problema es cómo hace para ganar.

– No te entiendo, cuñado.

El tío se acercó a Romualdo, sentado a su derecha, y le dijo, en voz baja:

– Arregló con Perón.

– ¿¡Cómo!?

– Bajá la voz, chambón. Lo que oíste. Le pasaron el dato al viejo Rufino: Pocho le da los votos a cambio que le levanten la proscripción, seguro.

– Qué sinvergüenza.

– ¿Podemos hablar de otra cosa que no sea política? – interrumpió Berta.

– Lo mío era un comentario, nomás, hermana.

– Es que yo no veo tan mal que vuelvan los peronistas, pero hace dos años que no se los puede nombrar y para eso prefiero que no saquen el tema. Será lo que Dios quiera.

Los hombres se miraron. Pedrito comía como si nada, sin prestar atención a lo que decían. Sofía estaba entretenida con un puré de manzana, que había ido a parar a su cara, más que a su boca.

– Ah, Pedrito, me olvidaba –miró el tío a su sobrino-. El inquilino se dejó el aparato en su pieza. Vos sabés cuál es. ¿Por qué no lo traes y después vas y buscás también los rollos?

Pedrito fue hasta la habitación. La puerta estaba entreabierta. En la mesa vio el Geloso. A un costado, la bolsa con los rollos. Tomó el aparato y se dio cuenta que había un rollo puesto. Lo agarró como lo había tomado más temprano y bajó la escalera hasta la cocina donde comía su familia.

– Gracias, querido…epa, hay una cinta puesta, se olvidó de guardarla –se sorprendió el tío. Dejalo ahí a un costado, yo después, lo acomodó bien. Andá y traete los rollos, querés.

El chico volvió a subir y bajó con la bolsa de rollos. En la mesa seguía la charla familiar. Se acercó a donde había dejado el Geloso. Sin que sus padres y su tío le prestaran atención, enchufó el aparato y rebobinó la cinta. Disfrutó viendo girarlas, cómo de un lado se acumulaba más cinta y del otro quedaba flaquito. Pulsó la tecla para que empezara a girar.

Queridos compañeros, es un placer muy grande poder saludarlos desde Santo Domingo – se escuchó la voz que surgía del aparato-. Llevamos ya más de dos años de lucha y resistencia contra el régimen oprobioso y oligárquico que usurpó el poder…

En eso se sintió el estrépito de un vaso. Se le había caído a su padre. Tenía el rostro lívido. Se levantó de la mesa y se acercó adonde emergía la voz.

…como es que vivimos tiempos aciagos para la Patria es que no se puede ser indiferente el 23 de febrero – siguió la voz. Una voz que Berta, María de los Ángeles, Romualdo y el tío Cayetano conocían muy bien. Había sido una voz omnipresente durante diez años.

La mano del tío apagó el aparato, justo cuando la voz decía que hay coincidencias programáticas entre nuestro movimiento y la candidatura del doctor Frondizi.

– ¿Se puede saber cómo llegó eso acá? – preguntó Romualdo.

– El inquilino. Pidió el Geloso para escuchar una grabación de música…es peronista. El muy sinvergüenza contrabandea mensajes del Pocho…en mis propias narices….

El tío vio la bolsa con los rollos y empezó a sacarlos y mirar las etiquetas.

– ¿Te dejaste algún rollo en la pieza? –lo miró fijo a Pedrito.

– No, tío.

– ¿Seguro?

– Seguro…

– Falta uno. El del tercer acto de Tosca. Me juego que el tipo se lo llevó sin querer, en vez de esa grabación…

– ¿Y ahora que hacemos? –preguntó su mujer.

– Nada, es lo mejor.

– Yo digo que quememos el rollo – propuso Romualdo.

– Solamente a ese inquilino se me ocurrió darle mis rollos…si lo escondo no pasa nada, por ahí vuelve y lo pide.

– ¡Pero vos estás loco! –atronó Romualdo.

– ¿Pero córno se va enterar?

– ¡Pero es peligroso!

– Yo digo que nos saquemos de encima esa lata – terció Berta.

De afuera comenzó a sentirse el ruido de la lluvia.

– Cayetano, con estas cosas no se juega  -lo miró nervioso Romualdo.- Elegí, lo podemos tirar al mar, o cortamos esto con una tijera, o lo quemamos…

– ¿Vos sabés lo que estás diciendo? – se puso serio el aludido. – Destruir eso es como quemar un libro. Hay gente para la que puede ser valioso. Hay muchos que creen en Perón. Esa cinta ni siquiera debe ser la única cinta que circula…

– ¿Vos decís de no hacer nada? – preguntó María de los Ángeles.

– Es que no pasó nada. Si el único que escucha música en el Geloso soy yo, nadie más tiene acceso. Y mi hermana coincide conmigo.

– ¿Cómo?

– Berta, decile, si vos al gobierno de Pocho lo ves con buenos ojos.

– No es que haya sido malo, Romualdo. Estos son peores.

Se hizo un silencio. Lo rompió Romualdo:

– En eso tenés razón.

El sonido de la lluvia que llegaba de afuera se vio alterado por el chirrido de unas ruedas de auto que frenaban. Se abrió la puerta de la hostería. Empapado, hizo su ingreso el inquilino que les había dejado como presente griego la grabación.

– Buenas noches, disculpen la hora…Me fui hace unas horas, quizás me recuerden…me dejé algo –dijo el hombre mientras se acercaba, sombrero en mano, y pálido.

– ¿Qué se dejó, caballero? – inquirió el tío.

– Bueno, hubo una confusión…me puse a escuchar la grabación de mi hermano después de escuchar los rollos que usted tan gentilmente me prestó…En fin, que olvidé sacar del Geloso mi cinta. Pensé que la había guardado, pero hace un rato me dí cuenta que el rollo que me llevé tiene una etiqueta que dice Tosca. Mil disculpas, se lo quisiera devolver…y recuperar la cinta.

Berta, Romualdo, María de los Ángeles y el tío lo miraron. Este último sonrió y se acercó.

– Claro. Mi sobrino bajó el aparato y vimos que había un rollo puesto.

El otro lo miró con rostro casi de espanto.

– Justo hace dos minutos nos dimos cuenta. Ni lo escuchamos. Debe estar apurado, tome, ya mismo lo saco.

Fue y quitó la cinta del aparato. Se la entregó. El otro le dio el rollo de la ópera de Puccini.

– Muchas gracias, no sabe cuánto le agradezco.  Disculpe la molestia.

– Faltaba más, caballero.

– Si me disculpan, me retiro.

– Lo acompaño hasta la puerta – dijo el tío.

En eso, Pedrito lanzó una pregunta.

– ¿Al final a quién hay que votar?

El hombre se detuvo, quedó paralizado.

– ¿Perdón? – dijo mientras se volvía.

– Pedrito, vos sabés bien que yo voto siempre al socialismo. Soy de Palacios… – salió del paso el tío.

– Es que hablábamos de las elecciones – se metió la tía.

– Ah…-atinó a musitar el otro.

– …pero quizás esta vez vote a Frondizi – completó el tío. Y le extendió la mano a su fugaz inquilino.

– Mucha suerte con eso.

Se lo dijo mirándolo fijo a los ojos.

– Muchas gracias.

Y salió. Un minuto después se sintió el ruido del auto que arrancaba.

– Bueno, aquí no ha pasado nada – dijo el tío mientras miraba los demás.- El 23 se verá qué pasa. Ahora mejor nos vamos a dormir.

– El susto que me pegué no tiene nombre, menos mal que el fulano vino y se llevó eso – fue la reflexión de Romualdo.

– ¿Por qué le dijiste que por ahí votas a Frondizi? – preguntó María de los Ángeles mientras levantaba a Sofía, que se había quedado dormida y no vio alterada su calma por lo que había ocurrido.

– No sé. Quizás fue una manera de decirle que sabíamos qué había en la cinta y que no nos importaba…

– A vos no te importará – lo interrumpió su cuñado.

– A vos tampoco, dejate de jorobar. El tipo se va y sigue con lo suyo. Se verá qué pasa, si Frondizi gana o no gracias al innombrable.

– “Ni vencedores ni vencidos” – dijo entonces Pedrito.

– ¿Cómo? – se asombró Berta.

El chico estaba con su ejemplar de Billiken, leyendo en voz alta. Berta se acercó. Pedrito leía un texto sobre la batalla de Caseros, de la que se acababan de cumplir 106 años. Su hijo había leído la consigna de Urquiza tras vencer a Rosas, la que un siglo después retomaron los militares contra lo que consideraban una segunda tiranía. Miró a su hijo y le acarició los cabellos.

– Sí, hijo, sí. Ni vencedores ni vencidos.

 

 

Juan Pablo Csipka es periodista y escritor. Es autor de Los 49 días de Cámpora. Este cuento integra la antología Las mil y una noches peronistas.

 

 

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?