Hace medio siglo, se estrenaba en Estados Unidos “Naranja Mecánica”, una de las obras más importantes del cineasta de Stanley Kubrick, quien aseguraba “que el gran error en las escuelas es tratar de enseñar a los niños usando el miedo como motivación”. En nuestro país, el filme sufrió un largo proceso de censura.
El 19 de diciembre de 1971, en Nueva York y Los Ángeles se abrió una auténtica Caja de Pandora: se conocía “Naranja mecánica”, la versión del ya entonces consagrado director estadounidense Stanley Kubrick sobre el polémico relato del transgresor escritor británico Anthony Burgess. Con la intención de estrenarla en nuestro país el primero de enero de 1972, Warner Bros presentó la copia en el Ente de Calificación Cinematográfica, que le exigió a la productora un mínimo de siete cortes. A la distancia, el autor de la exitosísima “2001. Odisea en el Espacio” respondió un contundente no.
“Te veré en veinte años por televisión cortada y aburrida a todo color”, decía la singular canción “Las increíbles aventuras del Sr, Tijeras” de Sui Generis del álbum “Pequeñas anécdotas sobre las instituciones” (1974) dedicada a la figura del censor cinematográfico. El tema se refería, en parte, a Ramiro de la Fuente, que ejerció ese rol desde 1966 hasta el fin de la dictadura en 1973. Una triste tarea que luego le sería encargada al cínico periodista Miguel Paulino Tato, en la breve y turbulenta primavera democrática, cuando paradójicamente volvieron los cortes y prohibiciones.
Kubrick rechazó de plano cualquier tipo de mutilación. Controlaba el negativo desde el primer segundo fuera de la cámara hasta el momento del estreno de las copias fílmicas originales, que renovaba semana a semana en las salas de todos los países de estreno. Pasaron catorce años y la película finalmente se estrenó en los cines de nuestro país. Nunca se la vio en televisión de aire, ocasionalmente en el cable, completa e igual de vigente, pero hace rato que no vuelve. Sí, en cambio, medio siglo después se la puede disfrutar en las plataformas de streaming. Aquí, la letra de la canción falló: ni cortada ni aburrida, sino todavía vigente a todo color y en copia remasterizada.
En 1971, Kubrick, según el relato de Burgess, imaginó una realidad presente o inminente, en todo caso distópica, donde una banda de adolescentes, disfrazados con un mameluco blanco con cierre, borceguíes y sombrero bombín, armados con macanas y cadenas, se dedican a sembrar terror y violencia. Tienen su propio argot, el nadsat, con unas doscientas palabras que conforman un lenguaje marginal y provocativo, que como toda jerga que se ubica en los márgenes y en el delito, sirve para esconder sus propósitos a esos pobres y tontos inocentes a los que atacan con absoluta crueldad.
El líder, la banda, Alex, protagonizado por Malcolm McDowell, quien jugaba al ping pong y al ajedrez con el director en los descansos de rodaje, ama a Beethoven, le gusta frecuentar las disquerías con vinilos y los sintetizadores Moog, pero también bailar “Singing in the Rain” al estilo Gene Kelly, pero con un toque más dark, a lo Bob Fosse, tal como se lo ve cuando viola a una mujer delante de su marido, un escritor lisiado.
Alex resulta, como todo jefe de una banda de delincuentes, un canalla con los propios, pero termina apresado y sometido por las autoridades a un curioso, nuevo y al parecer inefable método de rehabilitación llamado Ludovico, que consistía en torturarlo una y otra vez con imágenes violentas, incluso de los campos de exterminio nazis, hasta revertir su postura e instalarlo en las antípodas de su autopercepción de ganador siniestro. Pero, ¿el resto de la sociedad está bien? ¿La gente que lo rodea y los políticos que impulsaron su tratamiento son realmente “humanos”, o simplemente todo es una gran amasado de excrementos? Y aquí va la pregunta: ¿era Burgess un nihilista y Kubrick el materializador de ese mensaje desesperanzado?
Sueños no concretados
Uno de los grandes proyectos de Kubrick fue una superproducción acerca de la vida de Napoleón Bonaparte inspirada en aquella mega producción del cine mudo dirigida por Abel Gance. No lo logró. Sin embargo, no se resignó a abandonarlo para siempre. El guion que escribió abarcaba desde los 26 años del gran personaje de la historia francesa hasta su muerte. “Me fascina. Su vida se ha descrito como un poema épico de acción. Su vida sexual era digna de Arthur Schnitzler”, confesó el director en uno de sus escritos.
“Fue uno de esos hombres raros que trastocan la historia y moldean el destino de su época y de las generaciones venideras en un sentido muy concreto. Nuestro mundo es el resultado de Napoleón, del mismo modo que el mapa geopolítico de Europa es resultado de la Segunda Guerra Mundial. Nunca se ha hecho una película buena o precisa sobre Napoleón. El puro drama y la fuerza de su vida es una temática fantástica para una biografía cinematográfica. Si nos olvidamos de todo lo demás y nos fijamos solo en su relación sentimental con Josefina, por ejemplo, tenemos ante nosotros una de las pasiones obsesivas más grandes de todos los tiempos. La película no será una simple reconstrucción histórica polvorienta”, concluyó.
El problema, sin embargo, fue el dinero. La MGM no quiso apostar. “Desde el inicio hasta el final de una película, mis únicos límites son los que me imponen la cantidad de dinero de que dispongo para gastar y la cantidad de sueño que necesito. Algo te importa o no te importa, y sencillamente no sé dónde marcar la frontera entre esos dos puntos”, aseguraba el director.
Entre sus últimas aspiraciones también estuvo “Ardiente secreto”, según el relato de Stefan Zweig, que de alguna manera se emparenta con “Ojos bien cerrados”: la historia de una mujer que tiene que decidir entre vivir su propio destino o el de sus hijos, la disyuntiva entre ser mujer o madre, entre la pasión y el sacrificio, frente a la comodidad del padre, que no sufre esa paradoja.
Como legado dejó otro proyecto inconcluso: “A.I. Inteligencia Artificial”, según el relato de Brian Aldiss. Lo trabajó durante dos décadas, pero que finalmente legó a Steven Spielberg por considerarlo “más cercano a su esencia”. Muchos aseguran que el happy end de 2001 con la firma del autor de “Tiburón” tergiversaba el original de Aldiss y, probablemente, el de Kubrick. Sin embargo, los productores aseguraron que así lo había edulcorado el cineasta, fallecido en 1999.
Tras dejar la profesión de fotógrafo en 1950, y un par de cortometrajes, Kubrick sorprendió con una serie de propuestas con formato de thriller pocas veces vueltas a ver, como “El beso del asesino” (1953), con eje en un boxeador que intenta recuperar a su pareja bailarina secuestrada por el propietario del cabaret donde trabaja; “Miedo y deseo” (1955), con cuatro pilotos aéreos estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial accidentados detrás de las líneas enemigas; y de nuevo con un policial, el impecable, “Atraco perfecto” (1956), según el relato de Lionel White.
Sin embargo, el primer gran golpe de Kubrick sería con su visión de la Primera Guerra del siglo XX en “La patrulla infernal” (1957), ya con la idea de que todo se reduce a la nada misma y por lo tanto nada tiene sentido. En película, un regimiento termina siendo castigado por retroceder cuando la única alternativa era el suicidio colectivo. En 1960 se hace cargo de “Espartaco”, una superproducción con mucho de peplum de romanos – como su inmediata anterior con Kirk Douglas a la cabeza – y que, según el mismo Kubrick, se trata de un filme que si bien contó con guion de Dalton Trumbo, no tiene su impronta personal sino la de sus productores.
En 1962, nuevamente en blanco y negro, la incursión en “Lolita”, de Vladimir Nabokov, lo puso en el centro de la polémica por mostrar la relación políticamente incorrecta de un profesor cuarentón (Dirk Bogarde), que alquila la casa a una viuda, cuya hija de 12 año (la actriz Sue Lyon, tenía esa edad) lo vuelve loco a tal punto que planea casarse con la madre para perpetuarse al lado de la niña. Kubrick también probó la sátira cuando, con la pluma del new journalism Terry Southern, encaró “Doctor Insólito, o Cómo aprendí a amar la bomba y no preocuparme” (1964). En este caso, Peter Sellers mostraba cómo por obra de un pico de estupidez en el contexto del conflicto Este-Oeste, en un chasquido de dedos el mundo se podía ir al demonio.
Acto seguido, en 1966, Kubrick se ocupó de la campaña espacial de su país, pero anticipándose poco más de tres décadas según los planes ya adelantados en unidades de estrategia científica, de acuerdo al mismo autor del relato, Arthur Clarke, que puso en “2001, Odisea en el Espacio” (1968) detalles de la vida en un plataforma espacial del futuro en el que una computadora con inteligencia artificial, imaginada cuando recién se hablaba de ella, la HAL 9000 – HAL son las letras anteriores en el abecedario de la sigla IBM – intentaba tomar el comando de la operación. Sin embargo, el comandante humano de la nave podía refugiarse y envejecer en un cama palaciega, donde de alguna forma el círculo de la vida se convierte en una inacabable cinta de Moebius camino a un nuevo comienzo. No es casual que en el prólogo del extenso relato, un grupo de simios que van camino a la evolución, arrojen al aire huesos de probables animales prehistóricos mientras danzan alrededor de una inmensa y geométricamente perfecta piedra de ébano que flota en el aire representando el misterio que encierra la misma existencia.
Después de “Naranja Mecánica”, Kubrick encontró el relax contando la historia de “Barry Lyndon” (1975), un canalla aventurero sin escrúpulos del siglo XVIII al que sólo conmueve el dinero y sus títulos comprados, y al que no le incomoda destruir a sus seres amados hasta él mismo convertirse en un ser miserable. El diseño de todo lo que se ve deslumbra, como los cuadros de Constable, Hogarth y Zoffany, entre más. Pero la belleza de ese universo lleno de claroscuros, se enrarece tras la miserabilidad del personaje epónimo.
Tras aquella experiencia de exquisito gusto inglés, Kubrick, el cineasta estadounidense más británico de la historia del cine, se propuso desafiar lo conocido del cine de terror y encontró la excusa para logran una joya como “El resplandor” (1980), su versión del opus de Stephen King. Un escritor con su familia, opta por recluirse en temporada invernal en un hotel de Colorado, a cambio de encargarse de su mantenimiento. Pero serán las instalaciones y los fantasmas del lugar los que terminaran poseyéndolo en un itinerario de horror, en el que el costado “demente” de Jack Nicholson ayuda a que el modelo terminado sea una casa de muñecas perfecta, incluido el laberinto borgiano, con que el que el director amante del ajedrez haciendo cámara en mano con un recién inventado steadycam le hace jaque mate al género.
Incansable, y fiel a su ritmo, Kubrick siguió su aventura en busca de la razón de la existencia y el poder de quienes tras armas o máscaras pretenden jugar a ser Dios. Y lo materializó esta vez destrozando el mito viril o patriótico de las guerras cuando presentó “Full Metal Jacket” (1987), que en nuestro país se vio como “Nacido para matar”. El entrenamiento de un regimiento de marines de Carolina del Sur, escenas rodadas en el centro RAF de Bassingboum en el Reino Unido, es mostrado con un doble sentido: antimilitarista y antibélico en la primera parte, mientras que en la segunda, ya en acción en Vietnam, muestra la alienación in situ. Una nueva visión nietzcheana de la existencia y el sometimiento que impone una intelligentzia invisible. La segunda parte huele a muerte. La cámara del mismo Kubrick se mueve de acá para allá anticipándose a las de los audaces reporteros de las cadenas estadounidenses. Nada será igual desde entonces, ni en el cine ni en el periodismo de guerra.
Y finalmente llegó “Ojos bien cerrados”. Aquí Kubrick nuevamente se mete con la literatura, en este caso la danesa, de la mano de Arthur Schnitzler, el autor de “Lebenstraum”, qué toma cómo eje un matrimonio, Tom Cruise y Nicole Kidman, cuya relación propone una noche de transgresión en la que todo terminara de una manera curiosamente oscura, llevando al hombre a un ritual de masonería en donde, sin proponérselo, es testigo de un sacrificio humano, léase: el sexo como movilizante de la vida.
De la música clásica a la electrónica
Stanley Kubrick siempre fue un amante de la música, pero recién con “2001, Odisea en el Espacio” se lanzó con todo a darle a sus historias una impronta extra, la que significa que a toda imagen le corresponde un sonido especial. Y así fue que la banda de sonido de su aventura espacial se convirtió en clave para sostener su idea de ensoñación, de viaje fantástico por el tiempo y el espacio en el sentido mas einsteniano que se le pueda dar a la definición.
La banda de sonido incluye algunas piezas que desde su estreno se convirtieron en sinónimo del espacio, sin la necesidad de la grandilocuencia que el posterior cine del género le daría con John Williams, entre otros. Más allá del clásico preludio de “Así hablaba Zaratustra”, de Richard Strauss, y el vals “El Danubio Azul”, de Johan Strauss, es el húngaro Gyorgy Ligeti el que le daría su toque al conjunto con “Requiem”, “Lux Aeterna” y “Atmospheres”. Sin embargo, por allí también asoma Aram Kachaturian con el adagio del ballet suite romántico “Gayane”, que colabora en esta suerte de danza más allá de la gravedad alrededor de una inmensa plataforma espacial.
En “Naranja Mecánica” fue por más y eligió a la compositora trans Wendy Carlos – ese año todavía Walter -, una de las primeras clientes de Robert Moog, quien incorporó música electrónica al cine con un diez. Con su sintetizador, Carlos le dio a la obra de Kubrick-Burgess una impronta única, un sello de identidad desde la misma aparición del shockeante trailer. Así, el “amado Ludwig Van” Beethooven del protagonista aparece con un toque Moog delirante con su “Novena Sinfonía” y también el célebre “Himno a la Alegría”, en este caso con un vocoder, un seguidor de espectro vocal. Una banda de sonido que incluye “La Gazza Ladra” y la Obertura de “Guillermo Tell”, de Gioachino Rossini; “Pompa y circunstancia”, de Elgar; y hasta “Cantando en la lluvia”, partitura por la que Kubrick tuvo que pagar 10 mil dólares.
En la siguiente película, “El resplandor”, vuelve Ligeti. En “Barry Lyndon”, viaja al siglo XVIII, para elegir la “Sarabanda” de Haendel como composición que guía la historia de este vividor solo preocupado por su apariencia social. En “Nacido para matar” asoma “Hello Vietnam”, de Johnny Wright; “This Boots Was Made For Walking”, por Nancy Sinatra; “Surfing Bird-Bird is the World”, por The Trashmen; y “I Like it Like That”, por Kris Kenner; además de “Chapel of Love”, por The Dixie Cups, así como la Marcha de los Marines y media docena de jugados temas incidentales de Vivien Kubrick, la hija del realizador.
Finalmente, Kubrick eligió para la música incidental de “Ojos bien cerrados” a Jocelyn Pook y nuevamente a Ligeti, pero como leit motiv al vals de la “Suite de Jazz Nro. 2” de Dimitri Shostakovich, una mezcla de vals, polka y foxtrot, una pieza que calza perfecta para esa agitada noche que recrea el filme.