“Si la risa es la respuesta a una anticipación frustrada, en el caso de Monterroso, nos reímos al tomar conciencia de nuestras fallas trágicas, de nuestras cegueras culturales y de nuestra irrelevancia metafísica”, escribe el autor de este breve ensayo a modo de homenaje en el centenario del nacimiento de un maestro del microrelato, género con el que abordó temáticas complejas y fascinantes.

 

“Cuando escribo, siempre estoy haciendo un llamado a la rebelión o a la revolución, pero lo hago tan sutilmente que mis lectores generalmente se vuelven reaccionarios” (Augusto Monterroso).

 

Los libros tienen su propia suerte” es el título del texto que abre la colección La palabra mágica de Augusto Monterroso. Ese ensayo, inspirado en la célebre frase de Terencio, habent sua fata libelli, imagina los posibles destinos de un libro que muchas veces “va a prosperar o va a ser olvidado, o ambas cosas, cada una a su tiempo”. Los autores también tienen su hado y en ese texto, típicamente autobiográfico, Monterroso trata de imaginar posibles futuros para sí mismo, y algunas posteridades. Pues bien, hoy, a cien años de su nacimiento, Tito llega puntualmente a su destino!

Llega con esa forma lenta de caminar y de moverse, como si agradeciera al aire la amabilidad de imponerle resistencia, y llega con aquella mirada engañosamente ingenua con que observaba a su interlocutor, entre pestañeos imprevisiblemente postergados. Tito Monterroso era un alma pura, profundamente ética e insobornable como pocas que he conocido, pero a la vez era brutal, despiadado y dispuesto a sacrificarlo todo por un hallazgo literario. En uno de tantos perfiles sobre Monterroso, María Luisa Blanco apunta: “No hay ninguna distancia entre este hombre exacto y cuidadoso y su refinada obra”. Observación perspicaz. Aquella parsimonia legendaria de Monterroso tiene su correlato en la minuciosidad de su escritura; y su mirada pícara encuentra su contrapartida en la candidez desgarradoramente satírica de sus cuentos. Pero si acaso hay un punto donde esa relación entre gesto y obra se manifiesta cabalmente es aquel donde coinciden aquella risita socarrona, casi inaudible y el sarcasmo subterráneo que cruza, como línea de fuego, toda su literatura; un sarcasmo sutil pero descomunal, como esos pequeños terremotos que aunque no se sienten, terminan poco a poco desencajando el planeta.

Si la risa es la respuesta a una anticipación frustrada, en el caso de Monterroso, nos reímos al tomar conciencia de nuestras fallas trágicas, de nuestras cegueras culturales y de nuestra irrelevancia metafísica. Nos reímos a pesar nuestro y escuchamos el eco de su risa solapada mientras destruye dogmas y desenmascara hipocresías, incluyendo la suya propia. Alejado de la energía barroca de otros grandes escritores latinoamericanos de su generación, como Cabrera Infante o Roa Bastos, Monterroso practicaba un estilo que se acerca más al giro sutil y elíptico de un Jonathan Swift o un Thomas De Quincey. La sátira de Monterroso también es política, pero solo en la medida en que entendemos la política en su sentido más amplio de compromiso con la dignidad.

Sin lugar a dudas, el compromiso de Monterroso trascendía lo coyuntural: hizo del sarcasmo una forma más efectiva de soñar la resistencia y la sublevación. A pesar de que nunca renunció al compromiso cívico, desde los tempranos 40’ cuando luchaba en la clandestinidad y en las calles, contra la tiranía de Ubico en Guatemala, Monterroso siempre deslindó lo estético de lo político. Como todo gran satirista, se pregunta, “¿cuántas verdades elude el ser humano?”, pero como Rulfo o como Cortázar, perseguía por sobre todas las cosas “la verdad literaria”. Reconocía que “la literatura no sirve gran cosa para cambiar la situación política de ningún país”, y por eso su compromiso apunta a la sensibilidad y se manifesta no solo en textos de franca intención política como “Mr. Taylor” (alegoría del capitalismo), o “Primera dama” (alegoría del marxismo), sino también en el impulso sarcástico de aquellos textos más ambiguos como “El dinosaurio”, “La fe y las montañas” o “La rana que quería ser una rana auténtica”. En fin, las fábulas de Monterroso son fábulas desmoralizantes, no solo porque reflejan la decepción que la humanidad inspiraba en él, sino porque rompen los pactos tácitos del género: no hay allí la felicidad de un final ni la consolación de una moraleja.

A Monterroso le gustaba decir que aquella frase, habent sua fata libelli, era lo único que había perdurado de Terencio. Sabía que eso no era verdad que, de hecho, la obra de Terencio había sobrevivido y que la cita era parcial. Pero le causaba gracia que una divisa sobre el destino de los libros pudiera ser lo único perdurable de un autor cuyos libros serán algún día destinados al olvido. La expresión original decía Pro captu lectoris habent sua fata libelli: “De la capacidad del lector depende el destino de los libros”. Monterroso confiaba en la capacidad de los lectores y por eso su sátira es atenuada (como el virus de las vacunas), dirigida a producir no una risotada llena de lenguas, encías y gargantas sino una risita quevediana, tristona que revela el rictus de las quijadas y nos enfrenta ante el claqueteo y la danza macabra de nuestros propios huesos.

Como remate de aquel ensayo sobre la suerte de los libros, Monterroso decide imaginar los laureles de un destino promisorio, y dirigiéndose a ese escritor imaginario que es él mismo, anticipa:

Los niños de las escuelas irán el día de tu aniversario a la calle que lleva tu nombre, y el ministro dirá su discurso, mil quinientos años lejos, y tú podrás ver desde el lugar en que estés a aquellos seres extraños diciendo palabras en un idioma que ya no comprendes, y en un momento dado el ministro levantará la vista y el brazo y agitará su papel en la mano como saludándote y como diciéndote no te preocupes por tu mensaje, estamos contigo y te queremos mucho, en tanto que los niños mirarán asimismo hacia lo alto y se llevarán las manos a los ojos cubriéndolos, no sabrás si del sol o de tu propio resplandor.

De esos ministros, desde ya, se ríe Monterroso, pero también de sí mismo y de las señoras de los diputados que se pasean por las vereditas floridas y de los soldados ascendidos a generales y de los profesores norteamericanos y de los conquistadores y de los periodistas y de los monjes perdidos en la selva Maya y de los poetas laureados con su libro bajo el brazo y de los escritores como nosotros que nos sentimos un Balzac celebrando hoy a Augusto Monterroso con nuestros discursillos tan bien pulidos y con adjetivos tan lindos que sin duda nos concederán una porciúncula de gloria o al menos una novelita publicada en Alfaguara. La sátira de Monterroso ofende por su libertad y corta hasta la médula por su autenticidad… y es por eso que lo queremos tanto y lo seguimos leyendo deslumbrados.

 

Nota. Este diciembre el mundo de las letras hispanas celebra el centenario del nacimiento del escritor Augusto Monterroso. De origen hondureño, nacionalizado guatemalteco y exiliado en México, Monterroso es considerado un maestro del relato corto en la literatura hispanoamericana. Por la influencia y calidades de su obra recibió el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias que concede el gobierno de Guatemala y el Príncipe de Asturias de las Letras. Pablo Baler, admirador y discípulo de Monterroso, ha coordinado para la ocasión un dosier en Rialta Magazine. Lo integran notas, comentarios o ensayos debidos a algunos de los escritores latinoamericanos que estuvieron a su lado en distintos momentos de la vida. La evocación viene entonces de parte de su viuda Bárbara Jacobs, los escritores Juan Villoro, Luisa Valenzuela, Pablo Montoya, y el propio Baler.