El enorme documental de Peter Jackson ha conmovido hasta las lágrimas a los amantes de los muchachos de Liverpool, sumergiéndolos en una melancolía agridulce. Los tramos de novela que se reproducen aquí permiten hacer una secuela emocional y ficcional -o ciencia-ficcional- de aquellos años que se inauguraron cuando Lennon dijo The dream is over.
Nota del Autor. El reino de Fu Sang (¡Introducing The Beatles!) es una novela fantástica y “de amor” aun inédita en la que diez mil argentinos guardados en nichos viajan en una nave espacial de la China roja, la Mao, con destino incierto. Ha habido algún apocalipsis berretón en la Tierra y en algún momento de la historia Los Beatles, en distintas versiones y edades, se aparecen en la nave para regocijo del protagonista y más del autor. Lo que sigue va en modo tráiler.
***
En un auto alquilado, estaban recorriendo Tierra del Fuego por la ruta 3 y luego la provincial J en dirección al Atlántico y las costas más lejanas. Viento, sol, calor, llovizna, frío, sol, llovizna, aguanieve, ventisca, nubes, sol; el clima del fin del mundo. El paso de ovejas y guanacos cruzando la ruta o a los lados; algún zorro. Música de Los Beatles en el pen-drive con un tema que Gaby festejaba yeah-yeah: sacando el brazo izquierdo por la ventanilla y golpeando el techo. Ella era la que conducía. El tema era I’m the walrus. No había problema si sonaba Within or without you.
El paisaje había cambiado. De bosque bajo fueguino, algo sombrío, a agreste y oceánico: inmensos panoramas abiertos con algo de desolados. Campos ondulados con manchones de bosque; curvas y contracurvas; riachos, el recorte dramático de la costa en el canal de Beagle; islas e islotes en el mar agitado; los árboles bandera, inverosímiles, doblados por el viento.
A veces la música con la que viajaban era clásica. El paisaje y sobre todo la costa sufrida del mar tenían una cualidad mística, de una intensidad extraordinaria. De modo que pasaron al silencio, sonido de motor y cambios de marcha. A Fede le costaba callarse. Se veía obligado a ser un copiloto atento a la vez que buena compañía, con el problema de que por cada canción de Los Beatles discurría sobre anécdotas e historias Beatle.
Periodista, cuando la primera gira de la banda a los Estados Unidos:
-¿Qué opinan de la campaña que se organiza en Detroit para eliminar a Los Beatles?
Paul McCartney: Sí, bueno, pero nosotros tenemos nuestra propia campaña para eliminar a Detroit.
Periodista en Milán: ¿Consideran a algún cantante superior a ustedes?
-Sí, la reina.
-¿Consideran más a Los Beatles o a Shakespeare?
-Shakespeare. Pero él no vendió tantos discos como nosotros.
(…)
Remembranzas nutridas por neuroquímicos, sueros y bits en el nicho oscuro. Es el amanecer de febrero de 1964. Vuela el avión que lleva por primera vez a Los Beatles a los Estados Unidos. Transmite la estación WMCA en Nueva York.
Son las 6.30 de la mañana, hora Beatle. Los Beatles han salido de Londres hace exactamente media hora. Están cruzando el Atlántico camino a Nueva York. La temperatura es de 32 grados Beatle.
Las pupilas incrustadas en las galaxias, en su féretro clausurado de 200x50x40, en la deriva de la Mao. Lo recuerda. Su bóveda craneal y el cerebro medio frío dentro del nicho cerrado, el nicho en la bóveda inmensa de la nave y la nave en el infinito. Indoloro todo; calmo y murmurante. Como se sentía el volar sobre el Atlántico, muy de noche, sin referencias horarias ni coordenadas, a veinte mil pies de altura. Solo memoria queda. Fede babea memorias amorosas de Los Beatles.
7 de febrero de 1964. Siente la murmuración del vuelo nocturno del Cleapper Defiance de Pan Am. Los Beatles haciendo chistes a bordo, en primera clase. Paul McCartney preocupado de pronto: qué podían ofrecerle ellos a los Estados Unidos. Luego la primera respuesta histérica en el aeropuerto llamado Kennedy, flamante bautismo en honor del presidente asesinado. La policía conteniendo la histeria. George Harrison diciendo “No creo haberme sentido nunca más a gusto en mi vida que cuando vi a aquellos fornidos policías irlandeses de Nueva York”.
Periodista: ¿Qué hacen cuando están encerrados en sus habitaciones?
George: Patinamos sobre hielo.
Periodista: ¿Qué les parece Beethoven?
Ringo: Me gusta, especialmente sus poemas.
Periodista: ¿Pertenecía su familia al mundo del espectáculo?
John: Bueno, papá solía decir que mi madre era una gran actriz.
(…)
La muerte de Brian Epstein. Paul ya estaba en viaje a Londres. Ante las cámaras, en aquel hotelito de Gales, John, George y Ringo, que no habló, parecían huérfanos recién estrenados, pequeños inmigrantes irlandeses de ropas pobres. La muerte, la muerte de Brian Epstein, el sentimiento de irrealidad. La muerte: It is and it isn’t, dijo George, que tendría entonces 24 años -se los recuerda como hombres grandes, adultos-. Los periodistas preguntando urgente por los planes futuros de Los Beatles destrozados. I don’t know, I dont’t know, I dont’t know, repetían. Los tres mirando alrededor -las bocas entreabiertas-, a ninguna parte.
Pattie Boyd, esposa de George Harrison, dijo: el domingo por la mañana en Bangor todos habíamos sido iniciados en la meditación trascendental y creíamos haber descubierto un nuevo estilo de vida. Luego sonó el teléfono y el mundo tal como lo conocíamos dejo de existir.
(…)
Fallo en la descarga de bits Beatles. Recuerdos no amorosos.
Lo percibe la niña de las colitas.
Memoria de Los Beatles a la deriva, disgregándose entre galaxias. Las moléculas Beatle se deshacen sin reconocerse, con pavor a no ser nada, desasosegadas. Adiós para toda la eternidad, química molecular Beatle.
Words are flying out.
Luz rota, océanos de tristeza, sonidos de risas, tonos de amor. Todo se aleja entre millones de soles. A través del universo, que se extraña acongojado.
Niña china. Voces de la nada.
(…)
La última jugada de Fede había sido ya de Lennon. Él lo reconoció así ante ella. Irse, irse del mundo, buscar refugio, salvarse. John había propuesto antes de la separación que todos se mudaran a una isla griega, algún punto en el Egeo. De 2000 islas, solo estaban 200 habitadas. Alguna debía estar disponible para alojar a los cuatro Beatles, sus esposas, asistentes y amigos. Dieron con la isla de Leslo, pudo ser, eso se dijo, pero esa isla no existe, ni sus olivares. Brian Epstein aún vivía y estaba invitado. Los cinco vivirían en un complejo de acero con cúpula de vidrio, algo que se parecería al Crystal Palace y a la Mao. El paraíso tendría un área compartida para la creación pura. Árboles, glorietas, avenidas, las casas de cada cual. Paul respondía a la invitación desesperada de John con un gesto gutural de rechazo: aaaaghhh.
Vayámonos del mundo, Gaby. A las sierras, al sur, a un caserío de los Pirineos. Es idiota que nos separemos, Gaby.
Son solo seis meses, no es una separación.
Es mucho seis meses, Gaby.
Nos va a hacer bien.
Ella tenía todo resuelto para viajar en unos días a Cambridge. Ella como pionera argentina en una red de intercambio de 26 naciones. Cuatro meses antes de que estallara la guerra, y ella en Cambridge.
Apenas volvió del aeropuerto él se puso a escuchar la versión de Danny boy de Bill Evans, creyéndose McCartney hundido, Beatles separados. Habitación húmeda y oscura en High Farm, niebla por las ventanas. Mull of Kintyre, con el sonido de las 21 gaitas de la Campbelltown Pipe Band.
En High Farm, entre las islas Hébridas y el fiordo de Clyde, Paul escribió Mull of Kyntire, un aire escocés. Pero Fede eligió Danny boy en una versión grave de Johnny Cash, descendiente de escoceses, con el único fondo de un órgano de iglesia.
Oh, Danny boy, las gaitas, las gaitas están llamando.
De valle en valle, y en la falda de la montaña.
Y si vienes, cuando todas las flores estén muertas
y yo esté muerta, pues puede que haya muerto,
vendrás y encontraras el lugar
donde descanso.
A los cuatro meses de la llegada de Gaby a Cambridge estalló la guerra.
(…)
De a cuatro solían meterse en las cocinas, siempre alegres. Se ponían a conversar con medio mundo, a oler el contenido de las cacerolas, a revolver calderos y woks, a probar diversas recetas, estudiarlas, a ponerse delantales de cocina. Usando guitarras acústicas y españolas visitaban los nichos para tocarles a los remembrantes que quedaban sus canciones más suaves, con coros sedantes. Ringo apenas percutía las puertas de los nichos con las yemas o las rozaba con unas escobillas que fabricó con pelo de vicuña. No visitaban el domo donde resonaban los goles de Messi y Maradona; el fútbol les resultaba indiferente. Iban de camarote en camarote, daban de comer a los animales. Eric Clapton no se apareció por la Mao.
Hubo la vez en que fueron a comer sándwiches a una de las balconadas con vista al espacio profundo. Gaby, Fede, Hui Ying, Paul y John.
La presencia de Hui Ying solía influir de alguna vaga manera en Los Beatles. Se mostraban hasta tímidos y menos obligados a hacer chistes y a ser irónicos, más dados a ponerse contemplativos.
Los cinco estaban en silencio mirando la misma galaxia espiralada. De pronto Paul dijo:
John, esa vez…
¿Cuál vez?
Cuando te mataron…
Ya me lo dijiste, man. Está todo bien.
No te hablo a vos, les digo a ellos.
Pero dijiste John y me miraste.
Okey. Tratá de hacer que no te hablo a vos.
Soy una tumba.
Justamente. Cuando mataron a John, cuando lo mató ese loco, cuando me avisaron por teléfono, yo estaba solo en casa, sin Linda y sin los chicos. Ella llegó y se dio cuenta enseguida de que yo estaba destrozado. Llamé a mi hermano, pero estaba demasiado hecho polvo para decir nada. A los periodistas les dije alguna pavada, que no podía aceptar la muerte de John, una tontería.
Está bien, Paul -interrumpió John-. Te lo dije un millón de veces: está todo bien.
Dejalo hablar, dijo Hui Ying. Paul tomó aire y siguió.
Estaba con un terror tan enorme que decidí ir a trabajar al estudio, con George Martin, para esconderme. Terror de que algún fanático me matara a mí. Me preguntaba: ¿ahora me toca a mí? Recién en casa lloré, lloré, lloré. Salían de todas partes periodistas para decir frases agudas o hirientes y yo seguía llorando. Me puse a gritar como un loco. Durante meses estuve en shock. No podía soportar siquiera oir palabras que se refirieran a armas. Revólver, rifle, pistola. Me temblaba el cuerpo.
John: Al menos habíamos dejado de pelear por tonterías hacía tiempo.
Paul: Yo no podía pelear públicamente con vos en parte por cobarde. Porque sabía que me ibas a ganar fácil en el campeonato de la mordacidad.
John: Eso no lo dudes.
Los cinco permanecieron callados. Hasta que Paul dijo, señalando a John:
Este hijo de puta era siempre el que nos empujaba a pasar los límites. Si llegábamos a un abismo él decía que nos jugáramos. Él era el que saltaba, el suicida. Siempre tenía que ser el más audaz, el más brillante.
Bueno, ya es suficiente, dijo John.
Tomó la cabeza de Paul entre sus manos, le besó el pelo. Después dijo puaj. Se alejó con cara de asco, se levantó y lo empujó con las dos manos. Lo empujó otra vez e inició un ejercicio de boxeo tirándole con mucho estilo golpecitos a la mandíbula, jabs y crosses de derecha e izquierda. Paul se puso de pie y comenzó a hacer un ágil juego de piernas con la guardia baja, provocando como Muhammad Alí. Poniendo la voz gruesa: “Soy el rey del mundo. Floto como una mariposa y pico como una avispa”. “Soy un hombre libre. Mi nombre es Muhammad Alí”.
(…)
Prudente, aconsejada por su propia sabiduría y la de la telépata de la Ai, Gaby fue yendo de a poco, reservándose una nueva noticia. Fede intuyó alguna ansiedad, ansiedad por contar más, pero no quiso apurarla. Tampoco quería más sorpresas que obligaran a nuevas dosis de sedantes.
Gaby se lo dijo luego de hablar y hablar a la distancia por las noches, durante semanas, como en los viejísimos tiempos de allá, el planeta madre. Le preguntó con cara de chiste, siempre hermosa:
¿Tenés a mano un traje de astronauta?
Hay miles acá, pero no nos dejan usarlos.
No, bobo. Eso ya lo sé.
Estoy recontra bobo, debe ser senilidad espacial.
Sí, se nota. No sé si decírtelo. Te vas a volver a caer de culo del nicho si te lo cuento.
No, el nicho otra vez no. Contame.
¿Seguro que estás tranquilo? ¿Estás acostado?
Sí, esperándote.
¿Seguro que estás preparado? En serio te digo.
¿Es una mala noticia?
¡Definitivamente estás muy bobo! ¿Estaría riéndome si fuera una mala noticia?
¿Vas a seguir con las introducciones?
¿Y vos vas a seguir retándome por cómo hablo?
Bueno, decime.
Vas a necesitar un traje de astronauta para venir y conocer a una gente acá, en la Ai.
Upa. ¿Qué gente?
Están Los Beatles acá.
Acá también, los tengo en las paredes del camarote.
¡No, tonto! ¡Los Beatles de verdad! ¡Los Beatles Beatles!
¿Dos Beatles?
¡¡Los cuatro!!
¿Los cuatro qué?
¡¡¡Beatles!!!
Estoy pelotudo, no te entiendo. No entiendo el chiste. Se ve que pasó mucho tiempo en el nicho.
No estás preparado, te lo cuento otro día.
¿Preparado para qué?
¡¡¡Para escuchar y entender que acá, en la Ai, que significa amor, están los cuatro Beatles!!!
¿Hicieron dedo? Mandales saludos.
¡¡¡No estoy jodiendo!!! No hicieron dedo, no sé, subieron cuando nos fueron despertando. Entraron. No sé cómo pero acá están los cuatro Beatles, amor.
(…)
Llegaron a una región del espacio donde la flota quedó detenida, sin poder moverse, sin poder hacer la menor maniobra. Lanzar fueguitos para impulsarse no daba resultado.
Era una zona algodonosa en que las naves quedaron atrapadas en hebras largas, ondulantes, blancas, como de telarañas. Mar de los sargazos. Una esfera oceánica en el espacio con calma chicha y sin salida. Examinándolas durante días supieron que las hebras blanquecinas creaban un efecto magnético y centrípeto que impedía el avance de los cruceros.
Miles de tripulantes debieron salir al vacío con sus trajes de astronauta munidos de tijeras de podar, para cortar las hebras. En los brazos mecánicos se montaron carreteles enormes. Haciendo girar grandes manivelas de acero fueron recogiendo hilo.
Cuando esa región quedó relativamente despejada -flotaban aun restos de tejido, como algas- vieron que aun así los fueguitos lanzados por los motores apenas si impulsaban a la flota.
No es algodón, es seda, dijeron.
Lo que acabamos de cortar con nuestras tijeras de podar es o era la Cortina Prodigiosa de Seda Celestial que oculta al reino de Fu Sang, concluyeron mucho más arrepentidos que eufóricos. Asustados por haber podado la cortina en lugar de correrla.
Es la última señal, confiaron. Confiemos.
Para poder traspasar esa región del espacio debieron afanarse.
Lo primero fue bajar a una de las cubiertas inferiores en cada nave, dar con decenas de remos como de quinientos metros de largo, ensamblarlos, hacerlos pasar por decenas de escotillas que daban al espacio e instalarlos en las grandes chumaceras adosadas en los flancos de los cruceros.
Lo segundo fue enseñar a miles a sentarse adecuadamente en sus bancos, empuñar bien los remos y aprender a manejarlos.
Lo tercero fue ponerse arneses y remar en el espacio.
Para marcar el ritmo de los movimientos colectivos de los brazos hacia atrás y adelante se golpearon tambores mayores adornados con dragones rojos. Para establecer pausas, se usaron gongs.
Con enorme esfuerzo las naves comenzaron a moverse, solo que lentas.
¡Es como el viaje por mar del monje Hui Shen hacia el reino de Fu Sang!, se dijeron dándose ánimos.
Al ritmo marcado por los tambores mayores y los gongs los remeros iban gritando o cantando:
¡Fu Sang! ¡Fu Sang! ¡Fu Sang! ¡Fu Sang!
Con un breve silencio entre Fu y Sang, el necesario para empujar los remos que brotaban de las quince naves.
Lo siguieron intentando durante días, sudorosos, rotando remeros.
¡Fu Sang! ¡Fu Sang! ¡Fu Sang! ¡Fu Sang!
Pero las naves se movían lentas, lastimosamente. A esa velocidad por el espacio no iban a llegar a ningún lado.
Las quince telépatas introdujeron más fuerza y coraje en las mentes de los miles de remeros de las quince naves.
¡¡Fu Sang!! ¡¡Fu Sang!! ¡¡Fu Sang!!
No había caso. Muy lento.
Ni rezando a los dioses celestiales por cada palada en el espacio profundo.
Cuando el esfuerzo de los miles de remeros parecía inútil aparecieron decenas de Beatles volando en el espacio. Lo hacían como Supermanes, aunque más parecidos a cientos de Lucys in the Sky with Diamonds.
Atravesaron el casco exterior de las quince naves y en sus inmensas cavidades resonó una vibración profunda y general de mamparas que marcaba este sonido preciso y sincopado:
Shhhht’kt turukúuuummm’a.
Shhhht’kt turukúuuummm’a.
Acento en Shhhht’kt y un redoble de batería. Las decenas de Beatles se aparecieron cantando Come Together.
De nuevo:
Shhhht’kt turukúuuummm’a.
Shhhht’kt turukúuuummm’a.
Here come old flat top
He come groovin’ up slowly
He got ju-ju eyeball
He one holy roller
He got hair down to his knee
Got to be a joker
He just do what he please.
Entraron cancherísimos por los pasillos de cada nave que separaban a los remeros, en fila india y por cuartetos encabezados siempre por Johns, que eran los que cantaban. Paul, o los Pauls, cantaba la voz grave. Todos, decenas de Beatles, dando pasitos de Folies Bergère, contoneándose como vedettes, envueltos en estolas de piel. Hubo una ovación general en el espacio lanzada por algo menos de 120 mil almas más otras 8.000, más aplausos y pataleos mentales rabiosos venidos de los otros miles de nichos aun ocupados.
Ahora sí, eufóricos, con nuevas fuerzas, remaron como furias pasando del gong y los tambores mayores al otro ritmo funky de Come Together.
A las doce horas de remar y remar dejaron atrás la región de espacio pegajoso. Cuando se probaron los motores, los motores funcionaron. No hicieron fueguitos, hicieron fuegazos. Las quince naves se lanzaron a una velocidad inconcebible. Dejaron los remos flotando en el espacio para abrazarse entre hurras dichos en cincuenta idiomas.
Aceleremos, aceleremos más.
(…)
La termosfera del planeta consistía en una marea constante de lluvia, nieve, granizo, polvo, piedras, tormentas y relámpagos. Abajo, cada media hora, se producía una aurora polar. Bien arriba los vientos viajaban a mil kilómetros por hora.
No era caos. Siete lunas y los anillos danzaban al ritmo gratísimo del Tao y el juego de las diversas fuerzas de gravedad. Sabrían luego que el planeta y las lunas atraían y doblaban los anillos internos y que estos vibraban y se ladeaban según el movimiento de las mareas.
Quietas las naves, con los motores apagados, todo era paz. Con una temperatura exterior de 20 grados, sol magnífico y con los anillos proyectando sus sombras sobre la superficie.
Ya habían descubierto que una de las lunas llevaba puestos unos géiseres que echaban chorros de veinte kilómetros de altura. Era el peso del planeta el que arrancaba el hielo interior de esa luna. De los anillos caía una lluvia perpetua de partículas de hielo ionizado que se deshacían en nieve finísima y tibia sobre prados ondulantes, bosques, campos cultivados y montañas rojas espolvoreadas. Las cumbres de las montañas se abrían como flores blancas merced a la fuerza de gravedad ejercida por las lunas. Fuego y humo de los volcanes ascendían hasta superar los cielos.
Más adelante sabrían otras cosas. Los océanos también se comportaban según el múltiple juego opuesto y armónico de las fuerzas de gravedad. Se levantaban en los mares olas de cuatrocientos metros y amenazaban con convertirse en tsunamis. Las olas subían, subían y subían aún más. Hasta que quedaban pendientes de sí mismas bien arriba, lo pensaban dos, tres, cuatro veces, permaneciendo inquietas o espléndidas, giraban en torbellino, luego en un torbellino inverso, hasta caer como montañas decepcionadas.
Los anillos eran atraídos de manera parcial, por arcos o secciones, ya fuera hacia el planeta o hacia alguna de las lunas. En un movimiento que era una maravilla de equilibrio y de Tao se acercaban gentiles a la superficie hasta casi rozar las ramas de los árboles. Luego se alejaban ondulando, rotando en torno de Fu Sang.
Sabrían con el tiempo: las gentes de Fu Sang -montadas sobre vagones hechos de cañas de bambú- usaban los anillos como viaductos velocísimos entre regiones y continentes. Así viajaban cargas, hombres, animales similares a carneros, vacas, yaks, cerdos, gallinas, gansos, faisanes y equinos.
Es hermoso, dijeron y seguirían diciendo los que acababan de llegar.
(…)
Llevando los cueros y las pieles durmieron abrazados frente al fuego. Afuera sonaban grillos, ranas y ruiseñores nocturnos.
Se despertaron bien temprano para ir a buscar con Hui Ying a las hijas de ambos, que ya estaban despiertas.
Unos vecinos les prestaron un carro que arrastrarían dos bueyes. También les prestaron un hijo para conducir el carro.
Todavía titilaba alguna estrella en el cielo cuando partieron, pero más brillaban los anillos de Fu Sang y sus lunas.
Los bueyes fueron conducidos mediante una larga pértiga. Eran cuatro sobre el pescante del carro.
Para cuando avistaron las naves sobre los platos de porcelana ya el sol estaba alto, los pájaros cantaban, lo mismo las abejas sobre las flores violetas en la hierba alta.
Miraban el vuelo alto y ancho de las grullas dragón cuando reaparecieron Los Beatles debajo de unos fardos de pasto, atrás del carro, con pajas sobre las cabezas.
Solo para cantar sus tres últimas líneas:
And in the end
the love you takes,
is equal to de love you make.
Piano marcando un ritmo regular. Doce violines, cuatro violas, cuatro cellos, cuernos, trompetas, trombones, coros en el aire, el último rulo de guitarra eléctrica, un acorde mayor final.
Desaparecieron por última vez Los Beatles.
Gaby, Fede y Hui Ying rodearon hombros con brazos, camino al reencuentro.
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