Puede que muchos no conozcan la historia del periodista mendocino masacrado por los golpistas bolivianos en 2019. Esta es parte de esa historia, la de la brutalidad de aquel golpe -y del macrismo- y la del origen de la película que se estrenó sobre Sebastián.
En 1972 el poeta Juan Gelman escribió para el libro “Relaciones”, unos versos que luego fueron musicalizados por el Tata Cedrón. Allí de manera ominosa, y con cierto barroquismo tanguero, una muy oscurecida voz del Tata, avisa que “…esos pasos lo buscan a él / ese coche para en tu puerta/ esos hombres en la calle acechan/ ruidos diversos hay en la noche…/”. Con esa aparente cíclica interminable de la espiral latinoamericana, esos mismos versos podrían resonar de fondo sobre la caminata final del periodista Sebastián Moro en la aciaga noche de La Paz, en Bolivia, el 9 de noviembre de 2019, cuarenta y siete años después de que fueran escritos.
Sebastián había nacido en 1979 en Mendoza un 14 de mayo, misma fecha que el poeta y periodista salvadoreño, también martirizado y asesinado, Roque Dalton. Sebastián sin duda había leído a Roque Dalton y a Juan Gelman finalizando el siglo XX y comenzando el XXI, pero seguramente nunca imaginó que el destino lo llevaría por senderos que se fueron bifurcando hasta que “esos pasos” también lo acecharon a él.
En su Mendoza natal, desde la crisis del 2001, Sebastián se había vuelto un habitué de las marchas anti sistema, en especial las vinculadas a los derechos humanos. Caminar para él se había hecho una costumbre y sus pasos ya habían elegido la dirección del campo nacional y popular, adentrándose en varias de las calles empedradas del peronismo. Siempre estuvo vinculado a la comunicación comunitaria, y desde estas miradas fue cubriendo para Radio Nacional Mendoza, a la que aún le faltaban varios años para ser re bautizada con el nombre del ilustre dibujante mendocino “Quino”, todos los juicios de lesa humanidad (once juicios incluyendo la llamada Megacausa, que involucró desde 2014 a fuerzas policiales, militares y a cuatro jueces cómplices y encubridores) y muchas de las causas de violencia institucional en la provincia.
Con la minuciosidad de un escriba sumerio, Sebastián iba a todas las audiencias y tomaba notas con rápida caligrafía que luego pasaba en limpio a la vez que desarrollaba una redacción que abrevaba en Walsh, en Eloy Martínez y en Piglia, y que se desplegaba en análisis precisos no exentos de pulso irónico, de juegos verbales, y de largas derivas descriptivas. De a poco a Sebastián lo iba ganando el deseo de, en algún momento, escribir una novela, esa quimera de tantos periodistas inquietos, o de escritores tímidos, que han aprendido a vivir en las palabras, como éstas del cierre de una de sus crónicas en 2018:
“La sabiduría autodidacta de mi abuelo Renato, gringuito huérfano que se forjó en el hambre y se templó en la resistencia peronista; más la trashumancia de mi nono Marino, al que no conocí y acabó en la fosa común del cementerio de San Pedro en Jujuy, mendigo y seguido por culillos aborígenes después de haber cruzado el mar desde la Italia fascista a una Buenos Aires donde tuvo familia y fracasó; se me vinieron encima. Al otro día volvería a sentir lo mismo, llorando y agradecido, mientras cruzaba el mismo puente. Yo, que antes de partir, había prometido regar con saliva las raíces escondidas´’”.
Empobrecido de derechos
En enero de 2016 las nuevas autoridades de Radio Nacional Mendoza miran con extrañeza a ese flacucho de tez morena que en las tardes del programa “Despacito y por las piedras” habla con soltura de “una causa de lesa” del TOF (Tribunal Oral Federal), participa de una conversación telefónica con Miriam Medina (madre del asesinado Sebastián Bordón por la policía de San Rafael en 1997), y desmenuza un poema humano de César Vallejo y lo vincula a un texto poco conocido de Antonio Di Benedetto, el siempre irredento autor de Zama. Es un cóctel demasiado espeso culturalmente para ser digerido por los recién llegados heraldos negros que finalmente van a clausurar el programa, van a decirle a Sebastián que mejor se ocupe de postear comentarios pasteurizados en las redes sociales de la radio y en algún “desliz” burocrático, terminarán borrando más de 200 horas de sus informes de los juicios de lesa humanidad. Un golpe de nocaut bajo la línea del pantalón, atroz e infame, peor y más rastrero que un seco telegrama de despido: así son ellos.
“Empobrecido de derechos”, como escribiría más tarde Sebastián, decidió seguir camino hacia el norte andino para arribar en 2018 a La Paz y sumergirse en el proceso de cambios boliviano del que tanto le hablara su entrañable amigo y mentor Hugo de Marinis, otro mendocino, radicado en Canadá que había estado exiliado en Bolivia en los 70. Las paralelas acabaron cruzándose y cual cronopio que huye del fama, Sebastián ingresó como jefe editor en Prensa Rural, un medio gráfico de la combativa Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (la cesutcebé como se la nombra coloquialmente entre los movimientos sociales). Sebastián sintió que arribaba, finalmente, que estaba donde tenía que estar, pero el destino es una encrucijada boba que se empeña en engañar a Edipo. Pero eso todavía Sebastián no lo sabía, no podía ni quería saberlo.
En la CSUTCB volvió a la radio, hizo amigos periodistas comunitarios como él, y enemigos con los que soñaban despiertos con el retorno de la Bolivia “blanca” de Santa Cruz, para terminar de una vez con el gobierno de “ese indio aymara”. Y para devolver a Dios al Palacio Quemado (N del E: la sede histórica de los gobiernos bolivianos hasta Evo Morales), como tiempo después, pisoteando huipalas, vociferaría el “macho” Camacho, líder de los golpistas santacruceños, mientras Sebastián agonizaba ya en una clínica por la golpiza de las hordas cívicas impulsadas por el “macho”. La cruz y el garrote, cinco siglos igual diría el cantautor de Cañada Rosquín.
Uasaps y cigarrillos Derby
Pero ahora es pronto. Sebastián siente el agotamiento de dos años de trabajo que le llena el alma pero mantiene casi vacíos sus bolsillos. Es octubre de 2019 y el pequeño estudio de Radio Comunidad se llena de argentinxs. Su amiga, corresponsal desde hace años, Gloria Beretervide, le acerca al programa a una directora, María Laura Cali, que ha llegado a La Paz invitada a presentar su documental “Los ñoquis”. Es cuyana como él y la película es una ácida reflexión sobre los despidos en las áreas de cultura de la era macrista. La identificación es inmediata y agendan verse en Buenos Aires, cuando Sebastián haga escala antes de unas merecidas vacaciones con su familia. También llega Gustavo Veiga, periodista de Página/12 que le terminará ofreciendo a Sebastián cubrir el proceso electoral en Bolivia para el diario que leía religiosamente su padre en Mendoza. Otra tarea soñada que tampoco aportará demasiado a su erario pero que lo llena de entusiasmo y orgullo profesional.
Como otras veces, como casi siempre, sale de nochecita a caminar. Se suceden los carteles señalando los nombres de un recorrido tantas veces realizado: De Sopocachi a Miraflores. Bajar por Saavedra hasta Cancha Obrera, llegar al Puente Gemelo, luego directo por Beline, luego Plaza Abaroa, tomar Ecuador hasta Aguachaya, en Plaza Scout. Allí se sienta a fumar unos cigarrillos Derby. Está atento a los ruidos nocturnos y envía sus mensajes de audio por Whatsapp a su madre y hermanas: “Está linda la noche… el aire limpio…”, dice con su voz pausada, un poco agitada por la caminata en la altura paceña. Y luego mezcla el relato íntimo con el análisis político de la situación en Bolivia: cierto desgaste, algo de tensión en la relación de los movimientos sociales con Evo, pero la confianza intacta en el triunfo electoral a pesar de las amenazas del opositor Meza que suben de tono y sobre todo las del desquiciado Camacho en Santa Cruz.
Lo que sigue es un raid de violencia y de furia que significa muchas cosas: la imperiosa negativa de la oposición a reconocer el triunfo del MAS en primera vuelta; los aprietes delirantes de la OEA que dice y se desdice con un deslenguado Secretario General, el uruguayo Luis Almagro, que por las dudas condena al gobierno boliviano; el secuestro y martirio de la alcaldesa de Vinto, a quien le cortan su cabello de mujer de pueblo originario y la embadurnan de pintura roja arrastrándola cual trofeo por las calles; los asaltos a comités electorales con quema de urnas y boletas previos al recuento, las golpizas nocturnas de hordas montadas en motocicletas esgrimiendo bates de béisbol como salidos de Mad Max, la represión salvaje a cada una de las radios comunitarias para que cesen de transmitir, incluida Prensa Rural donde mantienen tres horas atado a un árbol a su director José Aramayo, jefe de Sebastián, y a quien le secuestran el teléfono para revisar sus contactos, y finalmente el amotinamiento policial para que La Paz sea tierra de nadie.
Todo esto lo sabe, lo vive y lo reporta Sebastián Moro desde su programa, compareciendo en otros y escribiendo para Página/12 o telefónicamente con algunas radios comunitarias argentinas: “…en el día la calle es de los movimientos sociales, pero al caer el sol los militantes de los comités cívicos las hacen suyas para cometer todo tipo de actos vandálicos…”.}
“Está linda la noche…”
Sin embargo, la noche del 9 de noviembre necesita salir a caminar: “…está linda la noche…” le cuenta a su familia con voz tranquila que igualmente analiza, previendo los hechos del día siguiente cuando las Fuerzas Armadas le pidan la renuncia a Evo Morales y él finalmente acceda, que “…no sé si mañana amanecemos con golpe de Estado…”.
¿Hace esa noche el mismo y rutinario camino? ¿Dónde lo emboscan esos pasos que lo buscan a él? ¿O es acaso el coche que para en su puerta? Lo que no cabe duda es que esos hombres en la calle lo acechaban, lo buscaron y lo golpearon hasta que lo dejaron o se arrastró y quedó inconsciente tendido en su apartamento, sin su pequeña grabadora ni su chaleco de periodista. Así lo encuentra un amigo, urgido a ir a la casa de Sebastián por las hermanas y la madre que lo buscaban frenéticamente por mensajes desde Mendoza. Lo lleva a una clínica cercana donde diagnostican un ACV y con cinismo escriben en el parte sobre un inexistente episodio alcohólico.
Pero el amigo, venciendo el miedo, fotografía el cuerpo de Sebastián repleto de golpes y moretones y las envía a la familia. Ellas, Raquel la madre, y las hermanas Penélope y Melody llegan a los pocos días. Ya otro médico les habla del “desplazamiento del pulmón, presumiblemente por la tortura recibida por golpes”. Y el 16 de noviembre, sin despertar, Sebastián fallece.
La pesadilla no acaba. En una Bolivia sin ley, con una Jeanine Añez que se apropia de la presidencia asaltada de fervor místico, el embajador argentino del gobierno saliente de Cambiemos, el radical Normando Álvarez García, se excusa con la familia al comienzo de la internación porque la situación le impide disponer de un avión sanitario para llevar a Sebastián a la Argentina, y ya muerto, les sugiere que cremen el cuerpo. En una coda macabra, en esos mismos días, el embajador recibe el avión Hércules que transporta desde Buenos Aires armas y municiones que serán protagonistas en las inmediatas matanzas de Sacaba y Senkata. Mientras, las cenizas de Sebastián alumbran la noche boliviana.
Hoy, a más de tres años de esas tristes jornadas, aquella directora puntana que esperaba a Sebastián en diciembre y le reconocía tozudez y precisión en su tarea periodística, estrena un documental que durante todos estos años ha construido laboriosamente tejiendo una coproducción entre Argentina y Bolivia que se llama precisamente, “Sebastián Moro, el caminante”, y que da cuenta de toda esta narración que arranca en la soleada Mendoza y sucumbe en los adoquines del clasemediero barrio de Socopachi en la Paz. La película describe con talento una página negra con un personaje pequeño y quijotesco del cual deben conocerse sus notas y crónicas, y que se agiganta en la pantalla cuando descubrimos su perseverancia en la verdad, su audacia silvestre en la defensa de los más humildes. Y su compromiso definitivo con “el violento oficio de escribir”.
*“Sebastián Moro, el caminante”, de María Laura Cali, se estrenó el 1 de junio en la Sala 3 del cine Gaumont, y se exhibirá todos los domingos de junio a las 20 hs en el Malba.