Miles Davis fue un tipo inquieto que solía inventar cosas para luego alejarse de ellas. Una historia de renovaciones y búsquedas que es posible rastrear en sus grabaciones y que hablan de una obra que todavía sigue escribiéndose.
En la suma de los discos de Miles se puede asistir a un retrato en movimiento de un trompetista al que Duke Ellington calificó con acierto, aunque quizás sin demasiado afecto, como el “Picasso del jazz”. Un recorrido en que fueron apareciendo cosas: las incansables y a veces insatisfechas búsquedas musicales del propio Davis, la irrupción del soul y el funk, de la mano de James Brown y de Sly and the Family Stone, las luchas por los derechos civiles, las Panteras Negras, el adiós de Miles a la droga y su entrada a la popularidad que queda certificada por una de estas ediciones, tal vez de las más bellas, que registra en dos CDs su actuación en el Carnegie Hall durante mayo de 1961, en dos sets, uno junto a su quinteto y otro acompañado por la big band conducida por Gil Evans.
Sucesión acelerada
Al igual que Picasso, pero en tiempos condensados, se van sucediendo los períodos de Miles. Primero, lo que se llamó la etapa cool, de la que quedan sólo algunos rastros en Milestones, grabado con el primer quinteto, con John Coltrane en saxo tenor, y que revela una pieza no muy reconocida en el repertorio de Davis, Sid’s ahead, interpretada con arreglos sorprendentes y que muestran que se encuentra ya con un pie en lo que se llamó el jazz modal, y cuya mejor representación es Kind of blue, por otra parte el disco más vendido de la historia del jazz.
Luego vendrían los tiempos del segundo quinteto, cuya formación se termina recitando de memoria: Herbie Hancock en piano, Wayne Shorter en saxos, Ron Carter en bajo y Tony Williams en batería.. Y, finalmente, el gran salto al vacío que representan In a silent way y Bitches Brew, grabados ambos en el curso de 1969.
Frustrado el intento de tocar con Jimi Hendrix, a quien admiraba al punto de asistir a sus funerales, la cuenta pendiente de Davis fue ser contemporáneo de la música que sonaba a su alrededor. Para esos tiempos, el jazz no formaba parte de la banda de sonido del mundo, donde se escuchaba a los Beatles (sin dudas, Miles quedó, como tantos otros, bajo la influencia de Sargent Pepper), el soul, y un pop atravesado por el ritmo y la electricidad. No casualmente para estos experimentos cambia la base rítmica de su quinteto e incorpora a Dave Holland y Jack De Johnette en lugar de Carter y Williams. Había que cambiar los tiempos y la manera de cortar la música.
Podría decirse que en los diez años que van desde finales de los 1950 a mediados de los 1960, Miles Davis fue sinónimo de la vanguardia del jazz y una demostración de que esa música, pese a su complejidad y alto grado de experimentación, podía llegar a ser popular. Pero sin dudas el trompetista suponía que ese ya no sería el camino de llegar al gran público y, sobre todo, de captar a los jóvenes. Davis estaba envejeciendo junto a sus oyentes.
En consecuencia y más allá del talento de cada uno de los músicos convocados, está claro que en 1969 la apuesta era también generacional. Se suponía que intérpretes que no habían cumplido los treinta años traerían el gen de esa nueva música. Visto con perspectiva histórica, no parece tan así. Davis siguió en control de su propia música y produjo una serie de discos en los que estaba presente su historia anterior, como matriz, pero también como fantasma.
Sexo y renovación
El sonido de su trompeta no ha cambiado, la elegancia de los arreglos sigue siendo una preocupación, pero lo nuevo es la relación entre solistas y grupo. Algo que va a marcar la carrera de Davis hasta su muerte en 1991. El grupo arma una especie de colchón sonoro sobre el que navegan los solos.
Suele considerarse a Bitches Brew como el acta de fundación de lo que se conoció como jazz-rock, una línea musical en la que se destacaron varios de los participantes de esas grabaciones: Chick Corea, John McLaughlin, Herbie Hancock, Joe Zawinul. El fenómeno fue intenso pero efímero, aunque lo interesante es que el propio Davis no siguió por esta senda y refirió otras indagaciones que se reflejan en discos como On the Corner, de 1972 , Big Fun de 1969, y Live Evil de 1970 (una mezcla de registros en vivo y grabaciones en estudio).
Las ilustraciones elegidas para cada una de estas grabaciones arman una especie de contradicción. Bitches Brew y Live Evil tienen en sus portadas creaciones de Mati Klarwein (el mismo que dibujó la célebre tapa de Abraxas, de Santana), mientras que las viñetas de On the Corner y Big Fun fueron obra de Cortez “Corky” McCoy. En el primer caso, se trata de un surrealismo hiperrealista, con imágenes tan precisas como delirantes. Lo de McCoy tiene más que ver con la caricatura, la sátira, un costumbrismo irónico en el que aparecen las figuras callejeras del ghetto: el gigoló, la prostituta, el activista político, todos vestidos a la moda de fines de los 60 (pantalones anchos y peinados afro)
Mucho se ha teorizado acerca del paso de Miles del jazz pleno a estas contaminaciones. El propio Davis explica en su autobiografía: “Yo quería cambiar de rumbo, tenía que cambiar de rumbo, pero sólo para continuar amando lo que tocaba y seguir creyendo en ello.”
Pero no todos creyeron que estas razones fueran estrictamente musicales. Con habilidad de publicitario, el también trompetista Wynton Marsalis, empeñado en preservar la pureza del jazz, atribuye los cambios de Davis a su afán de contactarse con un público más amplio en el que poder encontrar chicas. El argumento es poco serio, se lo mire por donde se lo mire, sobre todo si se tiene en cuenta que Miles enamoró nada menos que a Juliette Greco y mantuvo, según rumores, un affaire con Jeanne Moreau.
Lo cierto es que el cambio tuvo entre sus consecuencias que Miles renovara su público y que para muchos quedara definitivamente instalada su imagen de renovador permanente y que se hallaba siempre un paso adelante del resto. Una imagen que se repite en booklets, en blogs y sitios dedicados a su música y que abona su propia autobiografía.
Pero los dos ilustradores, con sus opuestos estilos, hablan de que las cosas no eran tan claras entonces y tampoco resultan definidas hoy. En On the Corner (de la que salió en Estados Unidos una caja de seis compactos), Miles (que aparte se sale de repertorio e interpreta también órgano) incorpora técnicas de mezclado de tapes, sobregrabaciones, electrificación de instrumentos como el sitar, enorme variedad de percusión (algo que se debe también a su contacto con los brasileros Airto Moreira y Hermeto Pascoal, quien toca piano y canta en Big Evil), como si quisiera expandir al infinito las tonalidades de su música. Algo que se combina a la perfección con el arte de Mati Klarwein, pero la búsqueda es unirse a ese mundo en ebullición –el de las nuevas formas de sociabilidad que ensayaba la sociedad negra de entonces, entre la adaptación, el horizonte del regreso a las raíces africanas, la violencia de siempre y la oferta siempre incumplida de ser parte del sueño americano- que retratan las caricaturas de McCoy.
Escuchar esos discos hoy produce una rara sensación. Es, por un lad,o redescubrir búsquedas y sonidos que, de tan olvidados parecen nuevos. Pero eso, a pesar de volverlos sorprendentes, no termina de hacerlos placenteros. En esas disonancias, en esas mesetas sonoras que se despiertan cuando Miles toca la trompeta, hay una búsqueda no resuelta. ¿Cómo hacer que no muera una música, el jazz, que sufrió en menos de un siglo todos los cambios y todas las influencias posibles, para que siga siendo un sonido contemporáneo? Para responder a esa pregunta, Miles se fue quedando solo, tocando a un costado del escenario, por sobre lo que interpretaban los demás, entregando un sonido bello hasta quedar vacío de sentido y haciendo de la música un continuo, sin interrupciones. Un hermoso camino hacia ese abismo.
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