En estos días de encierro obligado, hay más tiempo para entregarse al ejercicio de poner la mente en funcionamiento. ¿Con qué pensamos? ¿Con la mente, con el cuerpo? Desde Platón a Poe, de Sartre a Caetano Veloso todos tuvieron algo que decir del misterioso acto de pensar.
En una de esas cenas prolongadísimas (y hoy tan extrañadas) en las que todo es deriva, un amigo entrañable planteó que desde que tiene auto ya no se le ocurren muchas ideas, que en su época de transporte público las cosas se le venían continuamente a la cabeza. Algo externo, pasar del asiento al volante, le había cambiado el régimen del pensamiento, lo había discontinuado si puede decirse así. Es que todos tenemos nuestros lugares favorables y favoritos para pensar, algunos casi innombrables. Pensar es una de esas actividades, a pesar de que parece que no cesa nunca, de las que se habla poco y nada. Hablamos del contenido del pensamiento, que es como el estado previo a la acción. Pero no del hecho en sí, un bache que pretende cubrir el auge de las neurociencias con su nueva estrella, el cerebro. Lo que habría que saber es cuánto del pensar aclara la química cerebral y cuán verdaderas son las metáforas que se refieren a déficits en el pensamiento como ausencia de materia gris o de neuronas.
Se suele considerar que el cerebro es la sede del pensamiento, incluso alguna abuela nos diagnostica que el dolor de cabeza es resultado de haber pensado demasiado. Sin embargo, para casi toda la fenomenología del siglo pasado, la conciencia se expresa a través del cuerpo, teoría sustentada por Maurice Merleau-Ponty. Sartre compartirá esta postura durante sus primeros escritos.
Esta noción del cuerpo como espacio del pensamiento, permite entender muchas actividades en las cuales se piensa sin que intervenga el lenguaje formal. El fútbol, por ejemplo, y la mayoría de los deportes. Un jugador no piensa en términos de palabras la acción que va a realizar. Si se quiere, piensa con los pies, o para decirlo tal vez más exactamente son los pies los que piensan y deciden.
Algo parecido sucede con los pianistas. Le consulté a Adrián Iaies, quien se dedica al jazz, y esto es lo que me contestó: “Uno se mete dentro de un pensamiento netamente musical, casi como un matemático cuando trabaja en la resolución de ecuaciones”. Fabiana Galante, pianista de música contemporánea que frecuenta la música improvisada, dice que es el mismo sonido el que va indicando el camino y que sólo se cruzan palabras por la mente cuando hay alguna interferencia de afuera.
El mundo exterior plantea otro aspecto de la cuestión. Keith Jarrett no acepta que nada de afuera lo afecte y ha interrumpido conciertos porque no le permiten pensar en términos musicales, mientras que los roqueros suelen tocar a estadio lleno y acompañados del agitado bramido de sus fans. En los deportes de equipo, el pensar del cuerpo se abstrae de todo lo que ocurre alrededor. Por eso, se puede jugar al fútbol o al básquet con el fondo del aplauso, el aliento y el insulto de la afición. Con el tenis no pasa lo mismo y el sonido de un celular e incluso el llanto de un niño pueden hacer que se pierda un punto.
Cuando se trata de pensar en términos de palabras, aparecen otras cuestiones. Dice Caetano Veloso en una de sus composiciones: “Si tenés una idea increíble lo mejor es hacer una canción, se sabe que sólo es posible filosofar en alemán”. ¿Será que las lenguas nos hacen pensar de diferente manera? ¿Se pensará de igual modo en inglés que es un idioma sintético, que tiende a usar menos palabras para expresarse, que en español que ocupa más espacio para decir aparentemente lo mismo? En términos generales, una traducción del inglés al español agrega un veinte por ciento a la extensión original.
George Steiner plantea la posibilidad de que “el modo específicamente occidental de aprehensión del tiempo como progresión lineal se desprenda del sistema verbal indoeuropeo”. Puede ser también que nuestros miedos y esperanzas se desprendan a su vez de la existencia del tiempo verbal futuro que no existe en todas las lenguas. Algo que nos sucede en estos días amenazados.
Un idioma es una posibilidad pero también un límite a lo que pueda llegar a pensarse. Lewis Carrol inventó una lengua (el jabberwocky). No fue el único, basta recordar el gíglico de Cortázar- que según uno de sus críticos tiene por objeto que “no se establezca en la mente ninguna conexión directa con ningún hecho que sea posible hallar en la experiencia”. Que pensar nos saque del mundo, en vez de obligarnos a comprenderlo.
Aunque también haya comprensiones inmediatas, eso que se da en llamar intuición y que ese gran estudioso de la mente (en sus aspectos más lúcidos y también en los más enfermos) que fue Edgar Allan Poe definía como el momento condensado y veloz de un acto de pensamiento con concatenaciones muchas veces complejas. Para Poe, pensar era placer y pesadilla, si les creemos a sus personajes que no pueden dejar de cavilar e interpretar, como su entusiasta Auguste Dupin o el torturado protagonista de “El gato negro”.
Woody Allen plantea que una idea es buena mientras la estamos pensando y se degrada a medida que intentamos llevarla a la práctica. En este punto se emparienta con Platón que hace más de 2.500 años creía que las ideas eran previas al pensamiento, que existían en estado de perfección antes de su realización concreta y, en consecuencia, imperfecta. Hay una mesa ideal, que reúne de modo perfecto todo lo que hace que una mesa sea una mesa, y otras, que son aquellas ante las cuales nos sentamos, que nos traen reminiscencias de aquel mueble ideal que, de acuerdo con el mito platónico, el alma ha podido contemplar antes de habitar un cuerpo terrenal
También el pensamiento es un bien deseado. Todos quieren saber qué pensamos, aunque no necesariamente les interese. De allí las encuestas y las entrevistas. Como Facebook que nos interpela con un apremiante “¿Qué estás pensando?”. Además de aquel dicho yanqui “Un dólar por tus pensamientos”.
Como sea, parece que pensar no da descanso, si vamos a creerle al psicoanálisis de que soñar es una forma, con sus propias reglas, de seguir pensando quiénes somos y porqué hacemos lo que hacemos.
Hay quien sostiene la posibilidad de la mente en blanco, del cuerpo que no piensa. No deja de ser envidiable. Al fin y al cabo, la sensación casi todo el tiempo es que algo nos hace pensar en lo que quiere y no que pensamos lo que queremos. El colectivo donde se producían las ideas de mi amigo tiene el recorrido predeterminado.