Además de un sorprendente poeta, un novelista infatigable y un crítico que no conocía forma alguna de condescendencia, Charlie Feiling fue una persona entrañable, cuya vida exhibió el mismo estilo intransferible que recorre sus textos. Elegante y canyengue, provocador y cultor cuidadoso de la amistad, fue un inglés que nunca terminó de serlo del todo. Este artículo, escrito desde la nostalgia y la celebración, recupera a alguien que valió la pena frecuentar y cuya obra merece seguirse leyendo. (Foto: Alejandra López).
Alguien me dijo un día que había un tipo capaz no sólo de comentar libros de poesía sino también de reescribirlos. Eran los comienzos de la revista Babel y no resultaba fácil encontrar gente dispuesta a escribir bien y gratis a cambio de un prestigio que la revista todavía no estaba en condiciones de asegurar. Lo llamé con escepticismo: de las dos razones para sospechar del otro –no conocerlo o conocerlo demasiado– yo estaba alcanzado por la primera. Cuando Charlie llegó a las oficinas de El Porteño donde entonces se hacía la revista, en diez minutos me hizo pasar de un admirativo rechazo al afecto incondicional: una aparente arrogancia, que mantenía a pesar de calzar unas escandalosas ojotas con tiras de goma oscura, fue dejando paso a una inteligencia tan cordial como para suponer en mí una lucidez a la altura de la suya. Los dos sabíamos que no era cierto. Pero en su modo de soslayarlo no había condescendencia y yo recibí de entrada uno de los aspectos fundamentales del efecto Feiling: con él, uno se volvía realmente inteligente.
Convinimos una modalidad de trabajo y a los quince días tenía sobre mi escritorio las primeras notas. Siempre reivindiqué el derecho de editor de sugerir cambios en los artículos de otros, no para imponer una escritura homogénea sino para colaborar en la dirección en que cada escritura se dispara. A las notas de Charlie, no se les podía quitar ni agregar nada: eran perfectas y discutibles. Heredero en muchos sentidos de una tradición que cree en la posibilidad de encontrar una relación ajustada y necesaria entre las palabras y las cosas, la claridad de sus argumentos no agotaba el objeto pero siempre lograba definirlo por lo que tenía de singular e intransferible. Elegía un foco y, desde él, iluminaba la extensión completa de una obra. Lo discutible de sus notas solía convertirse en irritación de algunos porque, en el caso de Charlie, la relativa arbitrariedad de toda opinión sobre arte era al mismo tiempo exacerbada y atenuada por la precisión. El efecto fue, en cualquier caso, feroz: Charlie sabía que esos artículos en Babel eran de algún modo su presentación en sociedad y quizá por ello exageró un poco los gestos de una subjetividad que no se callaba nada.
Cuando Charlie viajó a Inglaterra para trabajar como profesor en la universidad de Nottingham, lo despedimos con un asado en una casa que yo acababa de alquilar. En el patio –un agujero miserable que desembocaba en un mínimo orificio por donde el sol entraba, como en la novela de Verne, sólo en las calendas–, Sergio Chejfec se ocupaba del fuego con la misma necesaria morosidad de sus novelas. Antes de que aparecieran los invitados, le propuse a Charlie seguir colaborando en la revista con una sección de apostillas sobre autores y libros europeos. El bautizó su columna El cónsul honorario, en alusión a la novela de Graham Greene y también, y sobre todo, a su condición de corresponsal ad honorem. El primer envío confirmó que Charlie entendía que su corresponsalía era de guerra: batallas en las que tomaba partido colaborando con la munición más contundente. Junto con las notas, llegaban unas cartas breves, manuscritas con tinta verde y la letra candorosa y vertical de un exponente de la primera generación no educada en la caligrafía. Y así como en las notas parecía discutir con el mundo, en las cartas exponía el delicado y sincero interés por la suerte de todos los amigos, empezando por el destinatario.
Cuando regresó de Nottingham, antes de lo previsto y con el dolor a cuestas de una separación amorosa, le propuse compartir el alquiler de esa casa que parecía conservar reminiscencias de aquel asado. Aceptó de inmediato y más tarde se jactaba con razón de haber convertido mi cotorro de soltero en un lugar hospitalario, decorado con reproducciones de algunos pintores que admiraba: Bronzino, Hockney, Figari, Manet, Ingres, Vermeer. A las siete de la tarde de cada día, Charlie ya había despachado su tarea: uno o varios artículos y un capítulo de El agua electrizada. El aire ya no olía a asado sino a una combinación impensable de curry, alcohol y los irreductibles Particulares 30 que él abría excéntricamente por el culo del paquete. Por las noches, cuando el estupor no era demasiado grande, bebíamos con entusiasmo y sin ostentación, escuchábamos música y charlábamos, a la caza de algún endecasílabo casual y feliz que, en medio de la conversación, disparaba la confección a cuatro manos de sonetos caprichosos y puntuales. “Hagamos uno isabelino”, proponía Charlie y enseguida anotaba en una hoja el esquema de rimas para terminar en el dístico donde ambos versos riman entre sí: la misma tinta verde coloreaba la misma caligrafía robusta de las cartas. Improvisábamos un verso por turno. Los de Charlie eran a la vez clásicos y revulsivos, eruditos y canyengues y siempre se las arreglaba para escapar de las esdrújulas, las aliteraciones fáciles y las rimas empalagosas. Ambos recién separados de sendas mujeres, nuestra imaginación no estaba dominada precisamente por el optimismo, pero el pesimismo de los versos de Charlie se sostenía en una mordacidad que terminaba por alegrarnos y hacía reír a otros. Porque, a veces, la escena tenía lugar en presencia de amigos, para quienes Charlie cocinaba con generosidad y refinamiento unas salsas sincréticas que ponían a prueba mi gastritis pero que no me hubiera perdido por nada del mundo.
En el año y medio que conviví con él, Charlie fue el responsable de que la amistad no se convirtiera en una coartada para exhibir con orgullo lo peor de nosotros mismos. Detestaba del romanticismo lo que él llamaba en broma “la exhibición de una interioridad compleja” y prefería ocupar el agujero del sinsentido de la vida con argumentos, con frases perfectas, eficaces salidas de escena que nos ponían a salvo por un rato. A pesar de todo –su elegancia, su discreción, su espontánea condición de gentleman– no era un inglés. Mucho menos un argentino arquetípico. Era una de las más raras combinaciones de ambas cosas, puestas a funcionar en torno de lo que más quería: el arte, las palabras, los placeres de la mesa, los amigos. Y si su aparición en la vida literaria porteña estuvo marcada por cierta irreverencia, no pasó mucho tiempo antes de que todos encontraran en él a un interlocutor de una generosidad infrecuente, capaz de leer y enriquecer con sus comentarios todo lo que le acercaban.
Charlie murió de un paro respiratorio: la ironía lo habría hecho sonreír, de haber sido consciente de ello. Justamente él, que nos había enseñado a respirar en español, en inglés y en latín y había hecho de su voz un instrumento infalible para los argumentos, las citas memoriosas y oportunas y las invitaciones a beber hasta el fondo de la penúltima botella. Escuchar recitar a Charlie, en una escansión y con un acento que pulverizaban nuestra torpe creencia de saber una lengua, era descubrir la materialidad de las palabras: su condición de fruta disecada en el tiempo se transformaba otra vez en letra viva. Detrás de esta aptitud excepcional había, desde ya, un oído implacable que él mismo enmascaraba simulando ser sordo para la otra música: llamaba despectivamente free jazz a cualquier cosa grabada con posterioridad a Jelly Roll Morton, afirmaba preferir a Saint-Saëns frente a Schöenberg y se regodeaba en la virtual destrucción de My way, el clásico de Sinatra, en la voz de Sid Vicious. Nadie se engañaba: el tipo que era capaz de traducir infaliblemente a Propercio, definir en una frase la perversidad incómoda de un cuadro de Bronzino o explicar con pasmosa claridad las ideas de Saul Kripke, aparentaba su sordera para que no nos sintiéramos tan disminuidos.
A su regreso de Nottingham había traído, entre decenas de libros, un volumen con los poemas de Thomas Hardy. De ese florilegio austero que parece escrito directamente sobre la piedra, Charlie prefería un poema: He never expected much, que tradujo impecablemente e incluyó en su libro Amor a Roma. Algunas noches demasiado largas, ya enfundado en su anacrónico camisón a rayas y calzando sus pantuflas de cuero, Charlie se transformaba en médium de su tradición gringa. No era un espectáculo sino más bien el ritual de un agnóstico capaz de crear, en la repetición de ciertos gestos, una lógica fugaz y autónoma para escapar del vacío. La lectura solía pasar invariablemente por Swinburne, Kipling, Browning y desembocaba en el poema de Hardy: “Nunca esperó demasiado”. En Hardy, el verbo alude sólo a la desesperanza. Para Charlie, que había tomado esa frase como una de sus divisas, remitía tanto al escepticismo como a la urgencia. La muerte ya le había dado un inquietante aviso a los veintiún años y desde entonces escribía y vivía sospechando que cada cosa podía ser penúltima. No hace falta describir aquí los resultados de esa inteligencia puesta a trabajar en velocidad.
Frente a la escandalosa inoportunidad de su muerte, sólo pude decir en su momento una palabra extranjera. Al principio de nuestra convivencia, solíamos brindar en ruso: nostrovia. Con el correr de los días y los tragos, lo único que cabía pronunciar era ostranenie.
Se agradece a Gabriela Esquivada la cesión de las fotos que acompañan esta nota.