Hay hasta una ciencia de la felicidad y los gobiernos utilizan mediciones que evalúan hasta qué puntos sus habitantes son felices. Según los expertos, ser felices nos hace mejores y así podemos hacer felices a los demás. Objetivo o punto de partida, en estos tiempos neoliberales la felicidad está de moda.

La historia de la felicidad puede pensarse como una historia de relaciones. Cuando anhelamos la felicidad, anhelamos que se nos relacione con ella, lo que por transitividad supone que se nos relacione al conjunto de cosas relacionadas con ella. Y acaso sea la promesa de que la felicidad es aquello que se recibe por establecer las relaciones correctas la que nos orienta a relacionarnos con determinadas cosas.

La felicidad dicta la organización del mundo. Debo esta idea de la felicidad como una forma de construcción del mundo al trabajo de los estudios feministas, negros y  queer, que se han ocupado de mostrar distintas formas en que la felicidad se emplea para justificar la opresión. La crítica feminista del “ama de casa feliz”, la crítica negra del mito del “esclavo feliz” y la crítica queer de la sentimentalización de la heterosexualidad en términos de “dicha doméstica” me han enseñado mucho acerca de la felicidad y las condiciones de su encanto. En torno a cada una de estas críticas se nuclean extensas tradiciones de activismo político y práctica intelectual, dedicadas a exponerlos desafortunados efectos de la felicidad y a enseñar de qué manera se ha utilizado a la felicidad para redefinir ciertas normas sociales como bienes sociales. Podríamos decir, incluso, que estos movimientos han luchado más contra la felicidad que en favor de la felicidad. Simone de Beauvoir señala con acierto que el deseo de felicidad se traduce en una forma política concreta, una política de la ilusión, una política que exige a los demás vivir conforme a ese deseo. En sus propias palabras, “no sabemos demasiado lo que significa la palabra felicidad, y mucho menos cuáles son los valores auténticos que encubre; no hay ninguna posibilidad de medir la felicidad ajena y siempre es fácil declarar feliz una situación que se quiere imponer”.

Retomo estas críticas de la felicidad para hacerme algunas preguntas acerca del anhelo de felicidad. Necesitamos volver a estas críticas en este momento, para dar respuesta al mundo de este momento. ¿Por qué la felicidad? ¿Por qué en este momento? Ocurre que nuestro momento podría ser descripto como el de un “giro hacia la felicidad”, y en parte este libro ha sido escrito como respuesta a dicho giro.

EL GIRO HACIA LA FELICIDAD

¿Qué quiero decir con “giro hacia la felicidad”? Es innegable que en los últimos años se han publicado numerosos libros sobre la ciencia y la economía de la felicidad. El éxito de las culturas terapéuticas y de los discursos de autoayuda también ha hecho lo suyo: existen hoy incontables volúmenes y cursos que nos enseñan a ser felices echando mano a una gran variedad de saberes, entre los que se cuentan la psicología positiva y diversas lecturas (a  menudo orientalistas) de determinadas tradiciones orientales, sobre todo el budismo. Incluso se ha vuelto común hablar de la “industria de la felicidad”; la felicidad es algo que se produce y consume a través de estos libros, y que acumula valor como una forma de capital específica. La periodista Barbara Gunnell señala que “la búsqueda de felicidad sin duda está enriqueciendo a muchas personas. La industria del bienestar es próspera. Las ventas de libros de autoayuda y cds que prometen una vida más satisfactoria nunca han sido mayores”. Los medios están saturados de imágenes e historias de felicidad. En Gran Bretaña, muchos periódicos tradicionales han decidido incluir “especiales” sobre la felicidad y en 2006 se emitió un programa de la BBC dedicado al tema, The Hapiness Formula [La fórmula de la felicidad]. El giro tiene incluso dimensiones internacionales; en Internet, podemos consultar el “Índice del planeta feliz” y otras encuestas e informes que miden la felicidad del mundo, como así también de cada Estado-Nación en particular y de manera comparativa. Los medios de comunicación son afectos a reproducir este tipo de investigaciones cuando sus hallazgos no se condicen con las expectativas sociales; es decir, cuando los países en vías de desarrollo terminan siendo descriptos como más felices que los hiperdesarrollados.

Veamos el comienzo del siguiente artículo: “¿Quién lo creería? ¡Bangladesh es la nación más feliz del mundo! La de los Estados Unidos, por su parte, es una historia triste: ocupa apenas el puesto número 46 de la World Happiness Survey [Encuesta de felicidad mundial]”. La felicidad o infelicidad se convierte en noticia porque desafía ideas prexistentes acerca de la situación social de determinados individuos, grupos o naciones, y a menudo la publicación no hace sino confirmar dichas ideas por medio del lenguaje de la incredulidad.

También se advierte un giro hacia la felicidad en los marcos de referencia de la política y los gobiernos. Desde 1972, el gobierno de Bután mide la felicidad de su población, que se traduce en su cifra de Felicidad Bruta Interna. En Gran Bretaña, David Cameron, líder del partido conservador, se explayó acerca de la felicidad como valor de gobierno, lo que a su vez condujo a un debate en los medios acerca del nuevo laborismo y su proyecto de felicidad y  “bienestar social”. Distintos gobiernos comienzan a introducir la felicidad y el bienestar como activos mensurables y metas específicas de sus programas, complementando el Producto Bruto Interno con lo que ha llegado a ser conocido como el Índice de Progreso Real (IPR). La felicidad se ha convertido en un modo más genuino de medir el progreso; la felicidad, podríamos decir, es el nuevo indicador del desempeño.

No sorprende, entonces, que su estudio se haya convertido en un campo de investigación por derecho propio: la publicación académica Happiness Studies tiene una reputación establecida y existen varios profesorados en estudios de la felicidad. Hacia el interior de la investigación científica, el giro se hace notar en un vasto espectro de disciplinas, entre las que se cuentan la historia, la psicología, la arquitectura, la política social y la economía. Es importante prestar atención a este fenómeno y reflexionar no solo acerca de la felicidad como forma de consenso, sino también acerca del aparente consenso existente a la hora de usar la palabra felicidad para designar algo. Buena parte de esta producción ha sido clasificada bajo el rótulo de “nueva ciencia de la felicidad”. Esto no quiere decir que su estudio sea algo nuevo en sí; muchos de los textos fundamentales del área por lo general retoman el clásico utilitarismo inglés, en particular la obra de Jeremy Bentham y su célebre máxima sobre “la mayor felicidad posible para el número mayor de personas”. Según explica en Un fragmento sobre el gobierno, “es la máxima felicidad del mayor número lo que es la medida de lo bueno y de lo malo”. Con ello, el propio Bentham retoma una tradición anterior a él, que comprende la obra de David Hume, Cesare Beccaria y Claude-Adrien Helvétius. Por otra parte, la ciencia de la felicidad tiene una historia compartida con la economía política: baste recordar que en La riqueza de las naciones Adam Smith sostiene que el capitalismo nos lleva desde lo que él denomina una “igualdad miserable” hasta lo que cabría denominar una “feliz desigualdad”, tal que “un trabajador, incluso de la clase más baja y pobre, si es frugal y laborioso, puede disfrutar de una cantidad de cosas necesarias y cómodas para la vida mucho mayor de la que pueda conseguir cualquier salvaje”.

Desde luego, el utilitarismo del siglo XIX también dio lugar a una refutación explícita de esta concepción, en la que la desigualdad se convierte en medida del progreso y la felicidad. Siguiendo a Alexander Wedderburn, Bentham sostiene que el principio de utilidad es peligroso para el gobierno: “un principio que establece, como el único correcto y justificable fin del gobierno, la máxima dicha para el máximo número. ¿Cómo se puede negar que sea peligroso?, peligroso para cualquier gobierno, que tenga por su fin real u objeto, la máxima felicidad de unos cuantos, con o sin la adición de algún número comparativamente pequeño de otros”4 A pesar de su convicción de que la felicidad de cada persona reviste el mismo grado de importancia (la felicidad de muchos no supone aquí necesariamente la felicidad de todos), la tradición utilitaria siempre sostuvo el principio de que el incremento de los niveles de felicidad brinda una medida del progreso humano. Será Émile Durkheim, recién, quien ofrezca una contundente crítica de este principio: “Mas, realmente, ¿es verdad que la felicidad del individuo aumenta a medida que el hombre progresa? Nada tan dudoso”.

Una de las figuras fundamentales de la nueva ciencia de la felicidad es Richard Layard, a quien los medios ingleses gustan llamar “el zar de la felicidad”. Su influyente libro La felicidad. Lecciones de una nueva ciencia, publicado en 2005, comienza por una crítica del modo en que la economía mide el progreso humano: “la economía iguala los cambios en la felicidad de una sociedad a los cambios en su poder adquisitivo”. Layard sostiene que la felicidad es el único modo de medir el desarrollo y el progreso: “la mejor sociedad es la sociedad más feliz”. Uno de los supuestos fundamentales de esta ciencia es que la felicidad es buena, y por ende nada podría ser mejor que maximizar la felicidad. La ciencia de la felicidad supone que la felicidad está “ahí afuera”, que es posible medirla y que tales mediciones son objetivas. Incluso se ha arriesgado un nombre para el instrumento que lo permitiría, el “hedonímetro”.

Si esta ciencia concibe a la felicidad como algo que está “allí afuera”, ahora bien, ¿en qué términos la define? Una vez más, Richard Layard nos brinda un punto de referencia útil. Sostiene que “la felicidad consiste en sentirse bien, y la miseria en sentirse mal”. La felicidad es “sentirse bien”, lo que implica que podemos medir la felicidad porque podemos medir cuán bien se siente la gente. Es decir que “allí afuera” en realidad significa “aquí adentro”. La idea de que es posible medir la felicidad supone que puedan medirse las emociones. Según Layard, “a la mayoría de las personas les resulta sencillo decir cuán bien se sienten”. La investigación de la felicidad se basa ante todo en el autoinforme: los estudios miden cuán feliz dice que se siente una persona, y asume que quien dice ser feliz, es feliz. El modelo no solo presupone la transparencia de las emociones (es decir, que es posible saber y decir cómo nos sentimos), sino que también toma el autoinforme como un discurso inmotivado y libre de complicaciones. No obstante, si de antemano se entiende que la felicidad es aquello que se anhela, difícilmente podamos aceptar que preguntarle a alguien cuán feliz se siente constituya una pregunta neutral. La misma no solo le pide que evalúe sus condiciones de vida, sino que las evalúe en función de categorías cargadas de valores. De esta forma, es posible que estas mediciones no midan en realidad cómo se sienten las personas, sino su deseo relativo de estar cerca de la felicidad, o incluso su deseo relativo de dar (a los demás y a sí mismas) un buen informe de su propia vida. En este punto, es importante precisar cómo se conciben los sentimientos. Buena parte de esta nueva ciencia de la felicidad se basa en la premisa de que las emociones son transparentes y constituyen los cimientos de la vida moral. Si algo es bueno, nos hace sentir bien; si algo es malo, nos hace sentir mal. De esta forma, la ciencia de la felicidad se funda en un modelo de subjetividad muy específico, en el que la persona siempre sabe cómo se siente y puede diferenciar entre emociones buenas y malas, distinción que a su vez constituye las bases del bienestar no solo subjetivo sino también social. Los estudios culturales y el psicoanálisis podrían hacer aportes muy interesantes a este debate, en la medida en que ofrecen teorías de la emoción que, lejos de fundarse en un sujeto totalmente presente ante sí, lo piensan como una instancia que no siempre sabe qué siente. Las perspectivas culturales y psicoanalíticas nos permiten indagar el modo en que nuestro habitual apego a la idea misma de buena vida es también un espacio ambivalente, en el que resulta confusa la separación entre sentirse bien y sentirse mal. Con ello, la lectura de la felicidad pasaría a depender de una correcta lectura de la gramática de esta ambivalencia. Pero la investigación de la felicidad no se limita a medir emociones, sino que además interpreta aquello que mide. Ante todo, la medición de la felicidad permite producir conocimiento acerca de la distribución de la felicidad.

Este tipo de investigación ha generado bases de datos que muestran dónde se localiza la felicidad, determinación que en buena medida depende de modelos comparativos. Estas bases de datos muestran, por ejemplo, qué individuos son más felices que otros, pero también qué grupos y qué Estados-Nación son más felices que otros. La ciencia de la felicidad establece correlaciones entre los niveles de felicidad y los indicadores sociales, que dan lugar a los denominados “indicadores de felicidad”. Estos indicadores señalan qué tipos de personas tienen más felicidad; funcionan no solo como mediciones, sino también como predicciones de felicidad. Según los economistas Bruno S. Frey y Alois Stutzer, estos indicadores permiten predecir cuán felices habrán de ser distintos tipos de personas, de lo que se desprende lo que ellos denominan “psicogramas de la felicidad”. Uno de los principales indicadores de felicidad es el matrimonio. La unión conyugal vendría a ser así “el mejor de los mundos posibles”, en la medida en que maximiza la felicidad. El argumento es simple: si una persona está casada, es más probable que sea más feliz que si no lo estuviera. El hallazgo trae de la mano una recomendación: ¡cásese y será más feliz! La confluencia entre medición y predicción resulta muy potente. Podríamos caracterizar la ciencia de la felicidad como un conocimiento de tipo performativo que, al encontrar la felicidad en ciertos lugares, los constituye como buenos lugares, como aquello que debería ser promovido a la categoría de bien. Las correlaciones se leen como causalidades, lo que a su vez se convierte en el fundamento de su promoción. De esta forma, se promueve lo que llamaré las “causas-de-felicidad”, que acaso sean la causa misma de que haya informes sobre la felicidad. La ciencia de la felicidad redescribe como bueno aquello que las personas ya consideran bueno. En la medida en que promocionar aquello que causa felicidad parece ser un deber de todos, la propia felicidad se vuelve un deber.  Esto no quiere decir que siempre se encuentre la felicidad. Podríamos decir, incluso, que la idea de felicidad se vuelve más potente en la medida en que se la percibe en crisis. Dicha crisis funciona sobre todo como un relato de desencanto: la acumulación de riqueza no ha traído consigo una acumulación de felicidad. Desde luego, el principal responsable de que esta crisis se convierta en “una crisis” es el efecto regulatorio producido por la convicción compartida de que a mayor riqueza la gente “debería” ser más feliz. Richard Layard da inicio a su ciencia de la felicidad con lo que él describe como una paradoja: “Cuando las sociedades occidentales se volvieron más ricas, sus integrantes no se volvieron más felices”. Si bien esta nueva ciencia de la felicidad separa la felicidad de la acumulación de riqueza, la sitúa en determinados lugares, en particular en el matrimonio, ampliamente considerado como el mayor “indicador de felicidad”, junto con la estabilidad familiar y comunitaria. Se busca la felicidad allí donde se espera encontrarla, aun cuando se parte del anuncio de la falta de felicidad. Lo sorprendente es que esta crisis de la felicidad no ha producido un cuestionamiento de los ideales sociales, sino que, por el contrario, parece haber reforzado su influencia sobre la vida tanto psíquica como política. La demanda de felicidad se articula cada vez más en términos de un retorno a los ideales sociales, como si lo que explicara esta crisis de la felicidad no fuera el fracaso de dichos ideales sino nuestro fracaso en  alcanzarlos. Y, por lo visto, en tiempos de crisis el lenguaje de la felicidadresulta aún más influyente.

LA PSICOLOGÍA POSITIVA

Dado que esta nueva ciencia se basa ante todo en el autoinforme, implica una importante dimensión psicológica, y también dentro de la propia psicología se advierte un giro hacia la felicidad. Mayormente, adopta el nombre de  psicología positiva”, rama que parte de una crítica interna de la propia disciplina. Michael Argyle sostiene que  “la mayoría del trabajo de la psicología sobre las emociones ha estado dedicado a la ansiedad, la depresión y otros estados negativos”. O como sostienen los editores de la antología Subjetive Well-Being [Bienestar subjetivo] siguiendo a Ed Diener, el “Dr. Felicidad”, “la psicología se ha preocupado menos por las condiciones del bienestar que por su opuesto: la determinación de la infelicidad humana”.

Mientras que la ciencia de la felicidad “corrige” la tendencia de la economía a prestar atención al crecimiento económico a expensas de la felicidad, la psicología de la felicidad “corrige” la tendencia de esta disciplina a concentrarse en estados emocionales negativos a expensas de la felicidad.

Comencemos por el clásico de Michael Argyle, La psicología de la felicidad (1987). Allí, el autor define el proyecto de su libro en los siguientes términos: “Este libro se ocupa ante todo de las causas y explicaciones de la felicidad positiva, y cómo nuestra comprensión de ella puede ser utilizada para hacer felices a las personas, e incluso a nosotros mismos”. Podemos advertir así, desde el comienzo, que la felicidad se convierte en una técnica disciplinaria. La psicología positiva procura entender la “felicidad positiva” por medio de la explicación de sus causas, pero también pretende emplear este conocimiento para crear felicidad. La psicología positiva procura hacer felices a las personas. Se muestra positiva respecto de las emociones positivas; da por supuesto el carácter promisorio de su propio objeto. En parte, parece algo sensato. No hay nada mejor, sin duda, que sentirse mejor, ¿quién no quiere sentirse mejor? ¿No debe acaso todo conocimiento ser transformador y responder a un impulso por mejorar los mundos y las capacidades de vida de los individuos? Lo que está en juego aquí es la idea de que es posible conocer “de antemano” aquello que contribuirá a mejorar la vida de las personas. Se entiende que hacerlas más felices es una señal de mejoría. La misma “cosa” que queremos alcanzar es la “cosa” que nos permitirá lograrlo. Así, se da a las emociones positivas la tarea de vencer su propia negación, y se las convierte en aquello que puede sacarnos de “la ansiedad, la depresión y otros estados negativos”. La psicología positiva comparte con la economía de la felicidad el supuesto de que sentirse bien es estar bien. Pero agrega un argumento más potente: sentirse mejor es mejorar. Argyle afirma que el autoinforme nos permite obtener una medición objetiva de lo subjetivo: “nos vemos obligados en gran medida a confiar en reportes subjetivos acerca del modo en que se siente la gente: si las personas dicen que son felices, son felices”. A continuación, caracteriza como buenas ciertas instituciones en la medida que aumentan las probabilidades de ser feliz, y “los mayores beneficios”, afirma, “vienen del matrimonio”. La felicidad exige el desarrollo de cierto tipo de disposición: “La felicidad es parte de un síndrome mayor, que incluye saber elegir situaciones que nos recompensen, ver el lado positivo de las cosas y mantener una autoestima elevada”. Empleando la terminología de Nikolas Rose, podríamos decir que los individuos tienen el proyecto de trabajar sobre sí, de gobernar sus almas. Estos proyectos son descriptos como distintas formas de “mejoría” y comprenden “técnicas de inducción del buen humor” que es posible “convertir en hábito” para “obtener resultados más duraderos”. Por el contrario, a la gente que no es feliz se la considera carenciada, antisocial y patológica: “la gente infeliz tiende a ser solitaria y fuertemente neurótica”. Los individuos deben ser felices para los demás: la psicología positiva describe este proyecto no como un derecho, sino más bien como una responsabilidad. En la medida en que alimentar nuestra propia felicidad nos permite incrementar la felicidad de los demás, tenemos la obligación de ser felices. A lo largo de este libro, una de mis mayores preocupaciones será analizar las consecuencias de esta idea según la cual tenemos la responsabilidad de ser felices para los demás, la idea, en otros términos, de que existe una necesaria e inevitable correlación entre la felicidad de una persona y la de los demás. Por cierto, la psicología positiva constituye hoy no solo un campo académico pujante sino también un ámbito de divulgación de enorme popularidad: son muchos los libros, y el correspondiente grupo de expertos, que enseñan a las personas a ser más felices. Veamos por ejemplo la obra de Martin Seligman, autor de numerosos volúmenes sobre psicología positiva y director el Centro de Psicología Positiva de la Universidad de Pensilvania. Al igual que Argyle, Seligman comienza por esbozar una crítica a la psicología anterior, que ha priorizado “el alivio de los estados que hacen que la vida resulte espantosa” relegando “el desarrollo de los estados que hacen que merezca la pena vivir”. Caracteriza a la psicología positiva como una disciplina que brinda “pautas” para “la buena vida”. Es usual que este tipo de textos describa a la felicidad como un camino, aquello que se obtiene si se sigue la buena senda. En tal sentido, la felicidad ofrece una vía y la psicología positiva es el saber que ayuda a encontrarla. “Este camino le conducirá por un campo de placer y gratificación, por las cimas de la fortaleza y la virtud y, al final, por las cumbres de la realización duradera: el sentido y la determinación en la vida”. La felicidad se convierte así en una forma de direccionamiento u orientación que nos conmina a seguir “la buena senda”. Pero Seligman no solo la describe como una recompensa, aquello que se obtiene luego de un buen recorrido de vida, sino también como una cualidad personal. La felicidad parece ser una especie de rasgo. El autor la identifica fuertemente con el optimismo; en la medida en que “tienden a interpretar que sus problemas son pasajeros, controlables y propios de una situación”, las personas felices son más optimistas. También, a su juicio, son más altruistas: “cuando somos felices nos centramos menos en nosotros mismos, nos caen mejor los demás y deseamos compartir nuestra buena fortuna incluso con desconocidos”. El lector advertirá que las correlaciones planteadas (entre la felicidad y el optimismo, entre la felicidad y el altruismo) rápidamente se traducen en relaciones de causa-efecto en las que la felicidad se convierte en su propia causa: la felicidad causa que nos centremos menos en nosotros mismos y seamos más optimistas, lo que a su vez causa nuestra felicidad, haciendo que podamos causar más felicidad a otros, y así sucesivamente. De esta forma, la felicidad no solo se convierte en una responsabilidad individual, una reformulación de la vida como proyecto, sino también en un instrumento; es decir, un medio para un fin, y no solo un fin en sí mismo. Nos hacemos felices como si se tratara de una adquisición de capital que nos permite, por su parte, ser o hacer esto o aquello, e incluso conseguir esto o aquello. Este modelo de la felicidad entendida como un medio no se lleva bien con concepciones clásicas como la de Aristóteles, para quien la felicidad es “el fin de todos los fines”. La psicología positiva implica la instrumentalización de la felicidad y su transformación en una técnica. De esta forma, se convierte en un medio para un fin, y además en el fin de todos los medios.

Resulta así que la felicidad pasa a ser no solo aquello que se desea alcanzar, sino también un modo de aumentar al máximo las posibilidades de alcanzar aquello que se desea. Previsiblemente, la psicología positiva recurre muchas

veces al lenguaje de la economía y describe a la felicidad como un bien. Bruce H. Heady y Alexander W. Wearing, por ejemplo, enumeran un conjunto de “características personales relativamente estables” que explican que algunas personas tiendan a ser más felices que otras, y las denominan “activos”. Entre ellas se cuentan los antecedentes sociales, la personalidad y las redes sociales. La felicidad rinde dividendos; depende de otras formas de capital preexistentes (antecedentes, personalidad, redes) y de que el individuo sepa adquirir o acumular aún más capital. Uno de los representantes más recientes de la psicología positiva es Alan Carr, cuyo trabajo cruza la frontera entre el lectorado popular y el académico. También él describe el proyecto de esta subdisciplina a partir del doble objetivo de comprender y facilitar la felicidad y el bienestar subjetivo. Las emociones positivas “como el placer o la satisfacción nos dicen que está sucediendo algo bueno”. Carr afirma que las personas felices y las personas infelices “tienen unos perfiles de personalidad característicos”.

Un perfil de felicidad sería el perfil que corresponde al tipo de persona que tiene mayores probabilidades de ser feliz, como puede verse en la siguiente descripción: La probabilidad de hallar personas felices aumenta en los países económicamente prósperos, donde se respetan la democracia y la libertad y hay un escenario político estable. Es más probable encontrar personas felices en los grupos mayoritarios que entre las minorías, y más habitual en la cima de la escala social que en la base. Por lo general están casadas y se llevan bien con sus familiares y amigos. Respecto de sus características personales, las personas felices parecen relativamente saludables, física y mentalmente. Son activas y de mentalidad abierta. Se sienten a cargo de sus vidas. Sus aspiraciones están ligadas a cuestiones sociales y morales antes que a hacer dinero. En materia de política, tienden a ubicarse en la variante conservadora del centro. El rostro de la felicidad, al menos según esta descripción, se parece bastante al de una persona privilegiada. Pero en vez de suponer que la felicidad sencillamente se encuentra en “las personas felices”, podríamos preguntarnos de qué manera la afirmación de felicidad valoriza determinadas formas de personalidad. En otras palabras, la atribución de felicidad podría ser un modo de afectivizar normas e ideales sociales, generando la idea de que la proximidad relativa a estas normas e ideales contribuiría a alcanzar la felicidad. Lauren Berlant equipara esta fantasía de felicidad a una forma “estúpida” de optimismo, que “confía en que ceñirse a determinadas formas o prácticas de vida y pensamiento habrán de asegurar la felicidad personal”.

Para Carr, los perfiles de felicidad se aplican no solo a individuos sino también a formaciones sociales: sostiene, por ejemplo, que ciertos tipos de familia “favorecen la experiencia de la fluidez”, aportando niveles óptimos de claridad, concentración, decisión y desafío. Si ciertas formas de vida promueven la felicidad, entonces para promover la felicidad es preciso promover dichas formas de vida. De esta forma, la promoción de la felicidad se convierte rápidamente en la promoción de ciertos tipos de familia.Sin duda hay algo potente en el empleo de la idea de “fluidez” o “fluir” para describir la relación entre las personas felices y los mundos felices. A partir de la obra de Mihály Csíkszentmihályi, esta noción describe la experiencia de un individuo comprometido con el mundo, o en contacto con él, en una relación en la que el mundo no adopta la forma de lo exterior, el obstáculo o la resistencia. “Los mejores momentos de nuestra vida” afirma Csíkszentmihályi, “no son momentos pasivos, receptivos o relajados(aunque tales experiencias también pueden ser placenteras si hemos trabajado duramente para conseguirlas). Los mejores momentos suelen suceder cuando el cuerpo o la mente de una persona han llegado hasta su límite en un esfuerzo voluntario para conseguir algo difícil y que valiera la pena” Sostiene que “a largo plazo las experiencias óptimas añaden un sentimiento de maestría (o tal vez mejor sea decir un sentimiento de participación al determinar el contenido de la vida) que está tan cerca de lo que queremos decir normalmente como felicidad como cualquier otra cosa que podamos imaginarnos”. Cuando los sujetos no están “en flujo”, el mundo se les presenta como una resistencia, algo que, en vez de permitir una acción, la bloquea. Los sujetos infelices, por lo tanto, se sienten alienados del mundo, y lo experimentan como exterioridad. Sospecho que Csíkszentmihályi tiene mucho para enseñarnos acerca de la fenomenología de la felicidad como un estado de intimidad entre el cuerpo y el mundo. ¿Qué ocurriría si dejáramos de entender este fluir en el mundo solo como un atributo psicológico? ¿No será, acaso, que el mundo “alberga” a algunos cuerpos mejor que a otros, de manera tal que estos no lo experimentan como resistencia? Esta idea nos obligaría a reformular la noción de felicidad tomando en consideración lo que sienten aquellas personas que entran en tensión con esas mismas formas de vida que a otros cuerpos les permiten fluir en el espacio. Tal vez las experiencias de que no estamos a la altura de las circunstancias, de que nos estresamos o incluso de que no podemos desplegarnos en los espacios en que residimos puedan enseñarnos acerca de la felicidad mucho más de lo que creemos.

Fragmento del libro La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría, editado por Caja Negra.

 

 

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