El catalán es una pasión argentina y muchos de sus temas forman parte de la banda de sonido de su vida para una buena cantidad de gente. Una forma de hablar de sí mismo que parece hablar en nombre de todos.
Las visitas de Joan Manuel Serrat, con disco nuevo o no, junto a Sabina o sin él, con contexto sinfónico o, como en este último avatar revisitando las canciones de Mediterráneo, son una costumbre nacional que se ha mantenido durante cuatro décadas, sin interrupciones ni desmayos. Como un matrimonio de los de antes. Y también, como en las parejas persistentes, merma la intensidad pero se impone una resignación que termina siendo una de las formas amables de la felicidad.
Alguna vez, en uno de sus recitales, noté que un grupo de personas se quejaba de que el público, al acompañar sus canciones, impedía que se le escuchara la voz. Pareció un reclamo desmedido, pues sin dudas no es Serrat un eximio cantante, ni perderse una de sus notas equivale a dejar de oír a Kathleen Battle o a Plácido Domingo. Tampoco es del todo convincente explicarlo por la devoción que genera el catalán entre sus seguidores. Puede ser que el secreto sea el modo de relacionarse con esas canciones que viven en tanta gente desde hace más de cuarenta años.
Existe ya hoy un Serrat mítico (los cantantes populares que perduran tienen un destino irremediable de mito), cuyo pasado casi se desdibuja, para decirlo mejor, pierde precisión, suma épocas, las entremezcla, se burla de las cronologías. Él mismo se ocupa en las entrevistas de armar como un mosaico desordenado de recuerdos y experiencias. Valdría la pena hacer una pequeña encuesta entre sus devotos sobre cuándo fue la última vez que pusieron uno de sus discos más recientes o cuál es el nuevo tema que recuerdan. No sabe, no contesta, sería la respuesta mayoritaria.
Hay algo que sucede cuando se quiere aplicar las letras de las canciones de Serrat a situaciones propias. Por ejemplo, “la mujer que yo quiero no necesita, bañarse todas las noches en agua bendita”. Uno puede pensar en su chica, pero sabe que ese yo es prestado y que la mujer de uno es, en cierto sentido y en el mejor de los casos, un remedo de aquella que inspiró a Serrat. A diferencia de las letras de otras canciones o de algunos poemas, pareciera que sus composiciones no pueden usarse para otros fines que para ser cantadas sin que dejen de ser nunca de Serrat. Para decirlo rápido, uno no puede usar uno de sus temas si lo que pretende es conquistar un corazón esquivo.
Esto que sucede coloca al catalán en un lugar un tanto inasible si de cantantes se habla. Si el objetivo básico de quien hace música es captar nuestra atención, hay básicamente dos modos de seducción. O, por un lado, exponerse, mostrar talentos, hacer prodigios, de modo que la admiración se transforme en pasión. Es el caso de Liza Minelli, por ejemplo, que pide todo el tiempo que nos rindamos a su histrionismo o a sus destrezas vocales.
El otro modo de atracción del que se valen los cantantes es hacernos creer que realmente muere por cautivarnos, por lo tanto, su interpretación será la puesta en escena de la seducción. La mayoría de las cantantes de jazz, desde Billie Holiday a Cassandra Wilson eligen este camino.
Serrat, que se sabe limitado vocalmente, que no tiene nada que ofrecer desde este punto de vista a la admiración ajena, tampoco escenifica sus afanes por hacer rendir a sus pies a sus oyentes. Lo de él tiene algo de mostrar una vida –ficticia o no, poco importa, siempre creemos los que se nos dice bajo la forma de una canción- que se muestra como fascinante, sensible, atenta a las cosas que realmente valen, abierta a pasiones apaciguadas pero siempre profundas, casi una contracara de la sentimentalidad española convencional y, en un punto, más cercana a la nuestra. En España se lo admira, de este lado del Atlántico lo amamos. No es casual que haya sido, a fines de los sesenta, cuando comenzó a circular por la Argentina, como contrafigura de Raphael. Donde había excesos, él transmitía delicadeza, donde el paisaje era tormentoso, Serrat aportaba placideces y horizontes límpidos.
Y en ese dibujo la persona del catalán ocupa un lugar de privilegio. Basta ver cuántas veces aparece la palabra yo o sus flexiones en las letras de sus temas. “Porque yo, nací en el Mediterráneo” (Mediterráneo); “Entre esos tipos y yo hay algo personal” (Algo personal); “Quien será ese fiel amigo que morirá conmigo aunque sea un tanto así” (Si la muerte pisa mi huerto); “De vez en cuando la vida toma conmigo café” (De vez en cuando la vida).
A esa posición en el corazón de sus seguidores que son los de antes y que no son nuevos corresponde el Serrat clásico, el que ofrecía su sensibilidad pacífica pero rebelde a un mundo que fue pasando, no sin dolor, de la esperanza a la resignación. Él era uno de los pequeños héroes de esa idea de que, cambiando el modo de mirar las cosas, finalmente la realidad sería otra. Con ese Serrat se acomodaban a la perfección la sabiduría burlona de Antonio Machado y la presunción de la muerte que habita los versos nunca del todo tristes de Miguel Hernández.
El cambio a Mario Benedetti es también un giro de ese yo que era público a fuerza de ser íntimo a otro más declamativo, más necesitado de fijar posición. No es ese el que convoca a su público de siempre. Quieren del yo de Serrat no una máquina de entender el mundo sino una excursión a una persona que le es a la vez ajena y propia. Hay como una necesidad de que se concrete en la presencia en carne y hueso del recital, mucho más que en disco, la persistencia de esa juventud que fue y que no se resigna a dejar de ser. Tan parecido a sí mismo es en su aspecto y sus canciones, que Serrat parece decir que envejecer no es algo que le pueda ocurrir a nadie, así como no se marchitan las buenas ideas ni se agrian los buenos vinos. No es una ilusión menor y tiene algo de imprescindible, aunque Serrat ya no nos convoque, aunque al tararearlo mezclemos las letras de sus canciones, aunque hayamos olvidado la mitad de los versos. Él ofrece el espejo de un yo, en el cual muchos quieren seguirse mirando.