“La intensidad” es el primer libro de poesía de la periodista, editora de suplementos con perspectiva de género, y una de las fundadoras del movimiento contra el femicidio Ni una menos. (Fotos: Eliana Obregón / Telam).

Con el libro “La intensidad”, la periodista y militante feminista Marta Dillon reconfigura el lenguaje de la crónica disruptiva que legó textos icónicos como “Vivir con virus”, para devolver una escritura expandida por los silencios que le habilitaron la experimentación con la poesía, volviendo a transitar sus habituales caminos de disidencia con el sexo, el amor y la maternidad, donde lo importante, ahora, dejó de ser narrar los hechos, sino “contar algo así como el perfume, la estela de un trayecto emocional propio”, dice la autora.

La publicación de Salta el pez es el primer libro de poesía que escribe Dillon (Buenos Aires, 1966), editora de dos suplementos pioneros en perspectiva de género, como el feminista Las 12 y el Lgtbiq+ Soy, en el diario Página/12, y una de las fundadoras del hoy histórico movimiento contra el femicidio Ni una menos.

Referente de la agrupación HIJOS desde su origen -fue testigo a los 10 años del secuestro y desaparición de su madre-, en los 90’s escribía la columna “Convivir con virus”, una crónica extraordinaria, por cruda e inhabitual, sobre su día a día como HIV+, y dos décadas más tarde publicada “Aparecida”, otra crónica implacable donde reelaboraba el duelo de su madre, a partir del hallazgo de unos pocos restos por parte del Equipo Argentino de Antropología Forense.

Dillon fue madre a los 21 años de Naná, que a sus 20 años la hizo abuela de Jade, y es una de las poquísimas beneficiarias de la filiación triple del hijo que tuvo con la cineasta Albertina Carri y Alberto Ros, diseñador de tapas de discos ultra populares, desde el Narigón del siglo a Jessico. Furio, hoy de 13 años, goza de una partida de nacimiento que reconoce a sus dos madres y a su padre.

Un poco de todo esto, pero también de la noción de un amor que no reduce ni edulcora el capital, habla “La intensidad”, un libro donde los hechos no se cronifican, por primera vez, y donde el silencio es central -y no por eso queda algo no dicho-, que vuelve sobre la experiencia amorosa en relación al cuerpo, la mira como algo no necesariamente armónico y se mete con e dolor que significa amar.

Un texto que, escrito en 2020, pulsaba muy a tono con ese otro ritmo que se tuvo durante la cuarentena, “una manera de respirar a ritmo de la cuarentena y de la pandemia”, resume Dillon.

Del libro: ”Cargué despojo la ropa que pedía la estación/ ni sabía/ iba a destierro/ yo, desaparecida (….) Ni sillones ni palabras ni el graznido de la violencia/ni el vaso bien agarrado para escalar todos los días/ la misma cuesta por la que me desbarrancaba/ Antes había lustrado los barrotes de la reja alimentado esa ficción/ pero no a ella / Le hice creer que podía/ tapar un abismo con el dedo/ en la llaga/ Fui nadie/ la impotente/ de un día para el otro Nadie, ni la madre/ del hijo en común”.

-¿Qué te llevó a desmarcarte de la crónica y de la prosa?

-El deseo de explorar un lenguaje incómodo para mí, menos habitado. El texto cuenta una historia que tiene que ver con el trayecto emocional mío, hay unas anécdotas detrás que había hecho en narrativa pero los hechos no eran lo que quería contar, yo quería contar el perfume de ese trayecto, la estela de lo que dejó una historia de amor, desamor y ruptura. Y también lo que vino después: la reparación y otras ideas sobre el amor y etcétera. El lenguaje de la poesía era mucho más útil para eso porque no te enredás en quién hizo qué, cuándo.

-¿Cuánto tiempo necesitaron los textos para ser traducidos en poemas?

-Un montón, tres años. Pero no son textos viejos, a mí me cuesta escribir, no me resulta fácil. Saqué “Corazones cautivos” en 2008 y hasta que saqué “Aparecida” pasaron seis años, un montón. Me pasa con muchos textos que los olvido y que quedan ahí, y me pasa de verlos y pensar en qué momento lo escribí pero de todas maneras eso no implica que sean viejos. Un texto viejo sería, para mí, no sé, un texto que no hable conmigo en este momento, un texto de amor romántico por ejemplo, que tenga muchos años no me parece que signifique ser viejo, ni para un texto ni para una persona. Si leés Kafka, sigue dialogando con esta época, entonces son textos que no envejecen, que tienen un tiempo propio. Lo digo porque en este mundo, y en este momento en particular, hay una exigencia de producir -obra, textos, trabajos, avances-, esto de que para tener existencia tenés que estar publicando. No sé, cosas que le preocupan al mercado, no a mí.

-¿Qué define a esa intensidad?

-La intensidad de la que hablo es una especie de mar revuelto en el que estás y no sabés exactamente cómo salir pero tampoco querés salir y que, cuando salís a tomar aire, volvés a tirarte como si en realidad ese fuera el magma en el que querés estar, aún cuando duela. Para mí, es como un vicio, como estar arriba. Hay momentos en que la intensidad tiene que ver con perder la individualidad, el yo, con lo cual nunca salís entera de esas historias, pero también esa es la gracia. No sé si queremos que la vida sea tan intensa todo el tiempo, pero no me cabe duda de que soy una adicta a la intensidad, aunque también me gustan las partes de relajo, suaves, de más ternura. La intensidad son sentimientos que no se administran, como cuando se muere alguien, no podés administrar cuánto te va a doler ni en qué momento, estás enajenada de tu propio cuerpo porque no imaginás cómo va a ser la vida sin esa persona. Tomar el riesgo de salir de vos siempre implica un peligro. ¿Podés salir indemne? Muy difícil. Puede ser llamado aprendizaje o como quieras. Lo que pasa es que en general aprender -mutar, transformarse- siempre implica pérdidas: hay que cambiar de piel.

-Hay una construcción cultural negativa sobre la idea de perder.

-Está mal visto perder, estamos acostumbradas a un sistema donde hay que ganar y perder implica asomarse al dolor y también habitarlo. Ese perderse de una misma, a la vez, te empuja a lo colectivo, lo comunitario, viene con algo de eso de perderse en el magma del tiempo. Así que mejor administrar esos momentos, sino morís. Eso dice Virginia Cano del duelo, que la dificultad de habitar los duelos tiene que ver con esa pérdida de la individualidad, del contorno de lo que sabés que es el yo.

-“La intensidad” también es un libro sobre la huella de lo vivido en el cuerpo y sobre el cuerpo como prueba de la experiencia ¿qué entramado amplía en relación a libros como “Aparecida” y “Vivir con virus”?

-Son libros que hablan sobre dónde se inscriben los afectos, que recuperan que somos un cuerpo y que en tanto cuerpo tenemos dolores, vulnerabilidades y fragilidades. Todas tenemos alguna rotura y todos los discursos hegemónicos implican hacerte un cuerpo: para el verano, para el deporte, para circular en el mercado del deseo. Estar haciéndose un cuerpo para ‘les otres’ es una exigencia permanente, pero yo recupero más bien las fragilidades del cuerpo. Muchas veces se trata sólo de ocultar esas fragilidades para cumplir con mandatos de todo tipo: el feminismo también te implica ser siempre fuerte, guerrera, y lo somos, pero con las cicatrices que eso implica y, a veces, no siempre.

-¿Hay una promesa de respuestas o de calma en el silencio que le otorga al texto la poesía?

-Da espacio a que la lectura complete la escritura, a que cada quien habite el silencio o ponga en él su propia historia. La poesía está hecha de palabras y silencios. Y eso es una ventaja. Por suerte yo ya enterré a mí madre y me puedo permitir silencios y olvidos, y otros devenires. No es más liviano, en la poesía cada palabra tiene un valor extremo, son muy pocas palabras con las que trabajás, cada una tiene que nombrar exactamente lo que querés. Me gustó muchísimo, hubo goce y desafío en la posibilidad de trabajar con menos elementos, de quedarte con un extracto de lo que querés transmitir.

-La palabra guerra, por ejemplo, habla de una coherencia que expulsa lo épico, aparece vinculada a la orfandad -“es como el hambre que deja a su paso a la guerra, un pico abierto al alimento/ que no alcanza/ que nunca se sacia”- y a la violencia, cuando narra su maternidad en ese hermoso poema inicial: “Yo, su malla su reparo/ contra la misma violencia/ que disimulo en ese beso”.

-Supongo que porque en esos niveles de intensidad también estás luchando, se impone algo de la confrontación y esa confrontación tiene esa cosa fútil de la guerra, en el sentido de que nadie gana en una guerra.

-El libro abre con un verso de Irene Gruss: “Ahora que me aferro/ a lo que tengo -como a un poco/ de nada-,/ veo líneas que una burla desecha,/ y lenta, tiernamente abro/ el puño, dejo caer/ la arena, vuelvo a tomarla”. ¿Hay una suerte de rendición en estas páginas, en el sentido de cambio de registro, de abrir ese puño para dejar pasar la ternura?

-Ese poema empieza diciendo “cuento las veces que amé, no las que tuve”. Y hay algo de eso, es una búsqueda de otras formas de sentir que no son en las que nos hemos educado sentimentalmente. Estamos más educadas para tener que para dejarse ir, en una idea de posesión donde hay violencia, incluso en el amor filial.